Nos vemos, Gustavo
.
Por Félix Luis Viera
.
Con un poco de retardo el periódico oficialista de Cuba, Granma, ha dado a conocer la muerte del escritor Gustavo Eguren. Con un poco de retardo y con muy pocas líneas. Debe ser porque por estos días hay noticias mucho más interesantes. Por demás, la muerte de un escritor no merece tantas líneas como otras, según hemos visto, con pertinacia, en las páginas del Órgano Oficial del Partido Comunista de Cuba.
Eguren era un buen escritor. Y un hombre bueno. Conmigo fue bueno desde que nos conocimos a principios de la década de 1970. Y era un hombre inteligente. “Llévate el golpe”, me dijo por entonces. Era un principio que, según se afirma, valió para la concepción del Judo y otras disciplinas. Surgió, dicen, de aquel que estaba observando cómo las gotas de lluvia no lograban perforar las hojas de una planta porque éstas cedían ante el impacto. “Se llevaban el golpe”. Sin embargo, la roca más compacta, resulta perforada, gota a gota de lluvia, con el paso del tiempo; porque ofrece resistencia. Gracias, maestro.
Me ayudó —con su talento, su bondad, su sabiduría más que todos—cuando, en 1973, “los potros de bárbaros Atilas” casi me aplastan. Él me dio el consejo, él me dio el Norte a seguir. Y me animó. No se apartó del apestado.
Una y otra noche, durante décadas, me ofreció amparo en su casa del vedado, donde las macetas del balcón eran atendidas con toda puntualidad por la buena de María Elena, y donde Gustavito —a quien vi nacer— dio sus primeros pasos y sus primeras corridas.
Era un hombre de un humor fuera de serie. Y un escritor igual. Y congratulado por Dios con una paciencia infinita. Aun era capaz de, sin ser psiquiatra, calmar al ansioso, reanimar al deprimido. Sólo una vez lo vi perder los estribos: un funcionario había “enredado” ciertos documentos que necesitaba. Aquella tarde, enrojecido por la rabia, con expresiones que yo no le conocía, estalló y rompió varios papeles delante de mí. Sólo unos minutos después bajamos las escaleras del edificio donde vivía. Sonrió y me dijo “nada, bicho” y siguió sonriendo. “¿Qué pasa, bicho?”, era por lo general el saludo cuando nos encontrábamos.
Antes de conocer al hombre conocí al escritor, por La robla. Sin embargo, creo que allí ya estaba el Hombre: el comedimiento, la capacidad de reflexión, la justeza en la Propuesta que siempre, además de lo antes dicho, me hicieron admirar a Gustavo. Y ese ánimo de solidaridad, del cual, hoy, muchos, podrían dar fe.
“A Gustavo Eguren, buen maestro”, reza en la dedicatoria de mi cuento “Noemí”, fechado en 1983 y que forma parte del libro Precio del amor, editado unos años después.
Por hoy eso es todo, Gustavo; seguramente leeremos más cuartillas sobre ti. Y sobre todo seguiremos leyendo las tuyas.
Ahí nos vemos, bicho.
.
.
Con un poco de retardo el periódico oficialista de Cuba, Granma, ha dado a conocer la muerte del escritor Gustavo Eguren. Con un poco de retardo y con muy pocas líneas. Debe ser porque por estos días hay noticias mucho más interesantes. Por demás, la muerte de un escritor no merece tantas líneas como otras, según hemos visto, con pertinacia, en las páginas del Órgano Oficial del Partido Comunista de Cuba.
Eguren era un buen escritor. Y un hombre bueno. Conmigo fue bueno desde que nos conocimos a principios de la década de 1970. Y era un hombre inteligente. “Llévate el golpe”, me dijo por entonces. Era un principio que, según se afirma, valió para la concepción del Judo y otras disciplinas. Surgió, dicen, de aquel que estaba observando cómo las gotas de lluvia no lograban perforar las hojas de una planta porque éstas cedían ante el impacto. “Se llevaban el golpe”. Sin embargo, la roca más compacta, resulta perforada, gota a gota de lluvia, con el paso del tiempo; porque ofrece resistencia. Gracias, maestro.
Me ayudó —con su talento, su bondad, su sabiduría más que todos—cuando, en 1973, “los potros de bárbaros Atilas” casi me aplastan. Él me dio el consejo, él me dio el Norte a seguir. Y me animó. No se apartó del apestado.
Una y otra noche, durante décadas, me ofreció amparo en su casa del vedado, donde las macetas del balcón eran atendidas con toda puntualidad por la buena de María Elena, y donde Gustavito —a quien vi nacer— dio sus primeros pasos y sus primeras corridas.
Era un hombre de un humor fuera de serie. Y un escritor igual. Y congratulado por Dios con una paciencia infinita. Aun era capaz de, sin ser psiquiatra, calmar al ansioso, reanimar al deprimido. Sólo una vez lo vi perder los estribos: un funcionario había “enredado” ciertos documentos que necesitaba. Aquella tarde, enrojecido por la rabia, con expresiones que yo no le conocía, estalló y rompió varios papeles delante de mí. Sólo unos minutos después bajamos las escaleras del edificio donde vivía. Sonrió y me dijo “nada, bicho” y siguió sonriendo. “¿Qué pasa, bicho?”, era por lo general el saludo cuando nos encontrábamos.
Antes de conocer al hombre conocí al escritor, por La robla. Sin embargo, creo que allí ya estaba el Hombre: el comedimiento, la capacidad de reflexión, la justeza en la Propuesta que siempre, además de lo antes dicho, me hicieron admirar a Gustavo. Y ese ánimo de solidaridad, del cual, hoy, muchos, podrían dar fe.
“A Gustavo Eguren, buen maestro”, reza en la dedicatoria de mi cuento “Noemí”, fechado en 1983 y que forma parte del libro Precio del amor, editado unos años después.
Por hoy eso es todo, Gustavo; seguramente leeremos más cuartillas sobre ti. Y sobre todo seguiremos leyendo las tuyas.
Ahí nos vemos, bicho.
.