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Palabras leídas por el poeta Norge Espinosa en la presentación del libro de poemas "Los olores del cuerpo” de Bladimir Zamora Céspedes.
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He leído estos poemas con anterioridad. O los he escuchado, en voz de su autor, durante un tiempo que me permito poblar de mis memorias. Volver a encontrarlos unidos en un volumen, donde la voz de Bladimir Zamora parece haberlos impreso con una tinta que es la de esa memoria y esas noches, me ha recordado que la poesía es, sobre todo, una manera de salvarnos de la pérdida. Si no me uniera al autor de estos poemas un cariño, o para decirlo con una palabra tal vez más cierta, una querencia tan larga, puede que me hubiese negado a hacer esta presentación. Porque en no pocos versos he reencontrado paisajes en los que yo era otro, más joven o ingenuo, y me abrazaban, y se abrazaban, otros que no nos acompañan ya, o que tal vez no deseen volver a retratarse en idénticos abrazos. Salvarnos de la pérdida, eso digo. Lo quieran o no, en Los olores del cuerpo esos abrazos son todavía cálidos.
Bladimir lo ha dicho en no pocas ocasiones. Como su admirado Gastón Baquero, al que tanto hizo por acercarnos hasta el día de hoy en el que mencionar su nombre ya no es deshonra sino fiesta verbal de todos; descree de los libros como quien descree de las tumbas. Para suerte suya, Los olores del cuerpo rezuma, junto al estado de ánimo de quien escoge y repasa, un anhelo que no es de la despedida, sino más bien el concierto de lo vivido en pos de nuevas resonancias. Fiel a sí mismo, Bladimir ha puesto en un haz los poemas con los cuales llenó aquel primer cuaderno, Sin puntos cardinales, y ha dilatado ese mapa sensible que es su propia biografía de poeta humilde y alejado de la vanidad de tantos con otros textos que lo acompañan y nos acompañan. Una buena antología de la poesía cubana de los años 80 no perdería un ápice de dignidad si incluyese “Bailas para mí en 1916", esa evocación de una Isadora Duncan que renace como alma y baile de manera insólita en uno de sus mejores poemas. Y que, hasta donde sé, no ha podido ser superada por otra página que intente seguir la huella de la excepcional bailarina entre nosotros desde la poesía que fue ella misma. “El cetro de la imaginación” es otro poema, a mi juicio, veraz y válido: el propio Gastón Baquero es el retrato de una Isla que comienza donde la poesía tiene su latitud visible. Son, digamos, ejemplos de una poesía que puede emular con lo que, como concepto, manejan muchos. Pero quizás me atreva más, y pueda sugerirle al lector que no conozca a Bladimir poemas más sencillos, en los que se transparenta un ser humano que lidia sin cesar contra otras figuraciones.
Habrá que decirlo de una vez: siendo él mismo un hombre esencial en el desplazamiento que muchos jóvenes poetas ganaron hacia la publicidad mediante las páginas de El Caimán Barbudo, en las cuales les hizo sitio desde aquella columna que se llama “Por Primera Vez"; Bladimir Zamora ha ido entretejiendo su propia palabra de poeta en la hora, al parecer, menos iluminada. Escribe para sí mismo con las palabras de la infancia, oídas y aprendidas en Cauto del Paso, y tocadas por un encantamiento que las desdobla hacia otra posibilidad de sonido y sentido. La transparencia parece ser su clave; y en su poesía, despojada de efectos y recursos que otros calcan sobre sí mismos, hay un retrato íntimo de la persona que procura un rostro menos solitario, y pide y clama en estos poemas por la posibilidad de una compañía que lo salve. La suya es una poesía que pide confraternidad. No es ese un gesto nada frecuente en lo que se escribe y lee hoy en la Isla.
Conocido por tantos, trovadores, poetas, pintores, artistas de Cuba y fuera de Cuba, podría crearse de él la imagen de un ser a quien no le faltan abrazos. Los olores del cuerpo muestra la otra figura de la misma persona, y al revelarlo en su fragilidad, ayuda a entender mucho mejor a ese Bladimir Zamora público, capaz de arroparse en el ron más sencillo, y cambiarlo por el hallazgo de un nuevo cantautor, o de volver a Martí o Fina García-Marruz, dos de sus pasiones, con la vulnerabilidad de quien vive y comparte todo lo que vive. Cuántas veces hemos subido la escalera estrechísima del Hotel Monserrate para oír, en la disposición mínima de La Gaveta, varios secretos cantados de Cuba. Cuántas veces no he pensado en él si me despierto necesitando a María Teresa Vera o Los Matamoros. Los olores del cuerpo contiene la música íntima de Bladimir Zamora: de alguna manera son más que poemas, estos, sones, baladas, su melodía más cierta. Algunos de estos versos, quizás por ello, nos invitan a cantarlos.
Algunas personas, sin que la exageración nos empuje a afirmar tal cosa, pueden calificarse de irrepetibles. Son, ellas, las que ganan un sitio que no podemos compartir sino desde el gesto con el cual nos sabríamos privados del algo que creemos estrictamente irremplazables; algo sin lo cual algunas cosas no serían iguales ni nos harían precisamente iguales. Los olores del cuerpo, para quienes lo conozcan de veras, es un libro que se parece a su autor, que lo revela sin circunloquios ni pirotecnia de la poesía al uso. De ahí proviene su extrañeza y su singularidad. Los amigos que el autor puede nombrar, varios de los cuales están en la página de créditos del volumen, podrían confirmarlo. Yo lo digo porque también puedo imaginarme en el espejo que esos versos me dejan habitar: puedo reconocerme en ellos con la seguridad palpitante de quien desempolva una foto de familia para encontrar su propio rostro entre los rostros: el paisaje que puede ser la poesía en un fondo que se va volviendo sepia. Lo que este libro nos devuelve es el tiempo en que muchas cosas parecían ser posibles, reviviéndolas con palabras que son el aliento, el olor, el eco mismo de Bladimir Zamora. El Bladimir Zamora que podría abrir, hasta las madrugadas infinitas que acaso ya no vuelvan, una casona en la calle Paseo para que coincidieran Delfín Prats y Carlos Varela, Martha Valdés y un poeta recién descubierto, Zaida del Río y Javier Guerra. A eso podríamos llamarle vivir. De ese olor, también, pueden llenársele al lector las manos.
Bladimir lo ha dicho en no pocas ocasiones. Como su admirado Gastón Baquero, al que tanto hizo por acercarnos hasta el día de hoy en el que mencionar su nombre ya no es deshonra sino fiesta verbal de todos; descree de los libros como quien descree de las tumbas. Para suerte suya, Los olores del cuerpo rezuma, junto al estado de ánimo de quien escoge y repasa, un anhelo que no es de la despedida, sino más bien el concierto de lo vivido en pos de nuevas resonancias. Fiel a sí mismo, Bladimir ha puesto en un haz los poemas con los cuales llenó aquel primer cuaderno, Sin puntos cardinales, y ha dilatado ese mapa sensible que es su propia biografía de poeta humilde y alejado de la vanidad de tantos con otros textos que lo acompañan y nos acompañan. Una buena antología de la poesía cubana de los años 80 no perdería un ápice de dignidad si incluyese “Bailas para mí en 1916", esa evocación de una Isadora Duncan que renace como alma y baile de manera insólita en uno de sus mejores poemas. Y que, hasta donde sé, no ha podido ser superada por otra página que intente seguir la huella de la excepcional bailarina entre nosotros desde la poesía que fue ella misma. “El cetro de la imaginación” es otro poema, a mi juicio, veraz y válido: el propio Gastón Baquero es el retrato de una Isla que comienza donde la poesía tiene su latitud visible. Son, digamos, ejemplos de una poesía que puede emular con lo que, como concepto, manejan muchos. Pero quizás me atreva más, y pueda sugerirle al lector que no conozca a Bladimir poemas más sencillos, en los que se transparenta un ser humano que lidia sin cesar contra otras figuraciones.
Habrá que decirlo de una vez: siendo él mismo un hombre esencial en el desplazamiento que muchos jóvenes poetas ganaron hacia la publicidad mediante las páginas de El Caimán Barbudo, en las cuales les hizo sitio desde aquella columna que se llama “Por Primera Vez"; Bladimir Zamora ha ido entretejiendo su propia palabra de poeta en la hora, al parecer, menos iluminada. Escribe para sí mismo con las palabras de la infancia, oídas y aprendidas en Cauto del Paso, y tocadas por un encantamiento que las desdobla hacia otra posibilidad de sonido y sentido. La transparencia parece ser su clave; y en su poesía, despojada de efectos y recursos que otros calcan sobre sí mismos, hay un retrato íntimo de la persona que procura un rostro menos solitario, y pide y clama en estos poemas por la posibilidad de una compañía que lo salve. La suya es una poesía que pide confraternidad. No es ese un gesto nada frecuente en lo que se escribe y lee hoy en la Isla.
Conocido por tantos, trovadores, poetas, pintores, artistas de Cuba y fuera de Cuba, podría crearse de él la imagen de un ser a quien no le faltan abrazos. Los olores del cuerpo muestra la otra figura de la misma persona, y al revelarlo en su fragilidad, ayuda a entender mucho mejor a ese Bladimir Zamora público, capaz de arroparse en el ron más sencillo, y cambiarlo por el hallazgo de un nuevo cantautor, o de volver a Martí o Fina García-Marruz, dos de sus pasiones, con la vulnerabilidad de quien vive y comparte todo lo que vive. Cuántas veces hemos subido la escalera estrechísima del Hotel Monserrate para oír, en la disposición mínima de La Gaveta, varios secretos cantados de Cuba. Cuántas veces no he pensado en él si me despierto necesitando a María Teresa Vera o Los Matamoros. Los olores del cuerpo contiene la música íntima de Bladimir Zamora: de alguna manera son más que poemas, estos, sones, baladas, su melodía más cierta. Algunos de estos versos, quizás por ello, nos invitan a cantarlos.
Algunas personas, sin que la exageración nos empuje a afirmar tal cosa, pueden calificarse de irrepetibles. Son, ellas, las que ganan un sitio que no podemos compartir sino desde el gesto con el cual nos sabríamos privados del algo que creemos estrictamente irremplazables; algo sin lo cual algunas cosas no serían iguales ni nos harían precisamente iguales. Los olores del cuerpo, para quienes lo conozcan de veras, es un libro que se parece a su autor, que lo revela sin circunloquios ni pirotecnia de la poesía al uso. De ahí proviene su extrañeza y su singularidad. Los amigos que el autor puede nombrar, varios de los cuales están en la página de créditos del volumen, podrían confirmarlo. Yo lo digo porque también puedo imaginarme en el espejo que esos versos me dejan habitar: puedo reconocerme en ellos con la seguridad palpitante de quien desempolva una foto de familia para encontrar su propio rostro entre los rostros: el paisaje que puede ser la poesía en un fondo que se va volviendo sepia. Lo que este libro nos devuelve es el tiempo en que muchas cosas parecían ser posibles, reviviéndolas con palabras que son el aliento, el olor, el eco mismo de Bladimir Zamora. El Bladimir Zamora que podría abrir, hasta las madrugadas infinitas que acaso ya no vuelvan, una casona en la calle Paseo para que coincidieran Delfín Prats y Carlos Varela, Martha Valdés y un poeta recién descubierto, Zaida del Río y Javier Guerra. A eso podríamos llamarle vivir. De ese olor, también, pueden llenársele al lector las manos.
1 comentario:
Hola: Soy un periodista español, amigo de El Zar Zamora, Bladi. ¿Le podrías decir a ese gordo chupador de ron que me escriba? Por aquí se rumorea que ahora anda metido en tragos de mujer parida. Gracias.
Salud
pedrocalvo3@telefonica.net
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