Con las actuaciones de:
jueves, 29 de enero de 2009
INVITACIÓN
Con las actuaciones de:
miércoles, 28 de enero de 2009
28 DE ENERO
Martí es la unidad, el hito fundacional. La idea de poner un diamante de 25 quilates en el sitio que marca el kilometro cero de la carretera central, me pareció siempre un modo de encarnar simbólicamente a José Martí, como el punto del que habrían de partir todas nuestras venturas y desventuras como nación. No nos extrañe entonces, que se le llame al sitio que le fuera destinado, “el salón de los pasos perdidos".
lunes, 26 de enero de 2009
INVITACIÓN. Doble Nueve (updated)
FECHA: Miércoles 28 de enero, a las siete de la noche
VICENTE ECHERRI (Cuba, 1948) Poeta, narrador y ensayista cubano. Ha publicado los poemarios “Luz en la piedra” (1986) y "Casi de memorias" (2008), el libro de ensayos “La señal de los tiempos” (1993), e “Historias de la otra revolución” (1998) y “Doble nueve" (2008), relatos. Ha ejercido el periodismo de opinión por más de veinte años y columnas suyas aparecen regularmente en varias publicaciones de Estados Unidos y América Latina. Ha traducido numerosos libros del inglés al español. Otros libros del autor pueden encontrarse en Ediciones Universal y en Bluebird Editions. Para leer textos suyos se pueden consultar: este Blog, en la Revista Literaria La Zorra y el Cuervo y en su columna habitual del Nuevo Herald.
domingo, 25 de enero de 2009
INVITACIÓN (updated)
..
UNA CLARA SEÑAL
Por Heriberto Hernandez.
Dar una señal es de algún modo la finalidad de la comunicación humana, y la escritura regresa al hombre su paridad con la perfección divina. Son las señales de la aspiración máxima, la vocación de trascender. Ese don reservado a los dioses. Creado a su imagen y semejanza, Dios le ha impuesto al hombre el don y el límite. El lenguaje ha de conquistar el inmenso páramo de los dones, negados al reino animal y reservados sólo a sus iguales en imagen. Pero están los límites que reducen la sinonimia al acto huérfano del parecido, de la similitud.
El poeta intenta romper el dogma de la semejanza, de la imagen, a la cual se ha negado una cualidad superior, y se atreve a describir, dar testimonio de esa zona, ese espacio en que se suceden los equívocos de la existencia, que Dios no previó, que no estaban en sus planes. Son sus errores, para cubrir los cuales, acuñó la palabra pecado.
George Riverón erige su poesía sobre un error de Dios, crea un discurso que ha de corregir los errores, no de esos dos hombres que se aman, o hacen una ofrenda, sosegada o turbulenta, en los sitios de culto del placer, sino de dios. La heterodoxia ha de ayudar a la ortodoxia a legitimarse, como el arte ha de servir para legitimar la ética. Encontrarán en este libro una clara señal de cuán certera puede ser la poesía para dar visos de realidad a la vida, emborronada, muy a nuestro pesar, por los errores de Dios.
BLUEBIRD EDITIONS y ZU GALERÍA (fine art) tiene el gusto de invitarles a la exposición de fotografías “Forbiden Memories”(the fragment), del artista George Riverón y a la presentación de su más reciente libro de poesía “Señal de Vida”.
Presentación:. Reinaldo García Ramos y Heriberto Hernández.
Día:................. Sábado, 24 de enero a las 8:00 p.m.
Lugar:.............. Zu Galería (Fine Art).
..........................2248 SW 8th. Street. Miami, Florida 33135
(Haga click sobre la imagen para más información)
2009 SCHOLASTIC ART AWARDS EXHIBITION (Awards Ceremony / updated)
...
More than 75,000 teens will accept the challenge to go beyond the classroom assignment to create daring, innovative works.
Download the Full Poster (PDF)
Prestige: To participate in the nation’s most prestigious recognition program for artists and writers, which identified the early promise of Richard Avedon, Joyce Maynard, Tom Otterness, Philip Pearlstein, Sylvia Plath, Truman Capote, Joyce Carol Oates, Andy Warhol, and Zac Posen.
Miami Art Museum and Miami-Dade County Public Schools
3pm Awards Ceremony
Free admission
Date/Time: 01/25/09 01:00PM - 04:00PM
Location: Miami Art Museum
101 West Flagler StreetMiami, FL 33130
viernes, 23 de enero de 2009
PLUMAS, PLUMAJE
Esa instancia
.........en la que el ave edifica
.........el sueño etéreo nuestro de desafiar el aire,
.........la idolatría tersa con que cubre su frío ancestral,
.........sus huesos huecos, leves
.........como las flautas del fin, podrían
.........ser un símil de estas palabras.
Cubre su miseria de pájaro, de ave
.........enflaquecida por un largo vuelo,
.........por una huida eterna del frío y del olvido.
Cubre esta miseria, mi plumaje
.........de palabras peinadas por los dientes
.........de un torvo silencio, por la uñas
.........curvas de la más inocente indolencia.
Cubre también, sus alas embellece
.........con la ignorancia, oh pájaros, extendida
.........la inminencia del vuelo
.........como las cruces del sacrificio en el ocaso.
Que dios ampara, que cubre del frío
.........y que aún sostiene
.........el árbol sin raíces bajo el cielo, puedes
.........negarlo, pero qué vale.
Pájaro, albatros indefenso en el lodo
.........o sobre los maderos salitrosos del barco,
.........vacío símbolo.
Sólo el plumaje, las palabras que el viento arremolina,
.........abrigan tu soledad; sólo
.........el vuelo, las plumas cortando las miradas
.........del creador de toda esta agonía,
.........niegan, hablan
.........de la posibilidad de un vuelo
.........o una conversación.
Por eso aún continúo hablando,
.........aunque en voz baja; por eso
.........no he acallado este murmurar de cosas burdas,
.........incomprensibles.
Sigo acá, acá has de encontrarme el día que lo decidas,
.........arrancando plumas a la nada para intentar negarte.
Sigo haciendo palabras como llanas vasijas,
.........o cuchillos,
.........y las arrojo al vacío
.........aunque nadie pueda ya recogerlas.
........
.
................
....Fotos originales de Juan Carlos Agüero, de la serie Anhinga “abstract", cortesía de Joaquín Estrada Montalván.
jueves, 22 de enero de 2009
¡AH, LA VIDA PUEDE SER MUY BUENA!
Updated: Me gustaría agregar este VIDEO y esta foto de la presentación, realizados por Pedro Portal para El Nuevo Herald, que salieron junto a esta reseña de la periodista Olga Connor.
(de izquierda a derecha) George Riverón, Belkis Cuza Malé y Vicente Echerri.
Las especulaciones del humo y el aroma del tabaco, desordenando los recuerdos y la selectividad de los sentidos, enmarcaron la noche. TABACOS PADILLA (fábrica de tabacos, tienda y salón de fumar) se revela como un sitio exquisito para hacer fluir la conversación placentera, ejercitar el adormecido gusto por las buenas maneras y degustar la buena literatura, la poesía. Bajo el signo de la consolidación de Heberto Padilla como referencia obligada, cada vez más libre de aseveraciones accesorias, en nuestra literatura, asistimos a un cálido homenaje al poeta en su natalicio (palabra esta, muy devaluada pero jugosa). La presencia de sus hijos y personas que fueron parte de su vida, hicieron notable la reunión. Nos hablaría su amigo, el poeta Vicente Echerri, el cual además, presentaría esa noche su libro de poemas Casi de memorias. Nadie con más propiedad ha contribuido a situar, despojándola de mitificaciones lastrantes, la obra de Padilla en una perspectiva que permita valorarla desde sus múltiples aristas y al ser humano, muchas veces sustraído de nuestra apreciación por circunstancias que valdría olvidar. El poeta George Riverón, editor y diseñador del libro, en representación de Bluebird Editions, y la viuda de Heberto Padilla, la poeta Belkis Cuza Malé, hicieron la presentación del autor, el cual ha tenido la amabilidad de permitirnos publicar sus palabras en este sitio.
PALABRAS DEL POETA VICENTE ECHERRI (recordando a Heberto Padilla, en la presentación de su libro de poemas: Casi de Memorias)
A Belkis Cuza Malé le agradezco el más hermoso, valioso y perdurable regalo que me hayan hecho en toda mi vida: mi gato Stewart, que me ha acompañado tierna y noblemente por casi 18 años. Stewart es un Maine Coon legítimo (lo que en nuestra lengua llamarìamos un angora americano) una de las razas más bellas de gatos. Este ejemplar Belkis lo encontró abandonado en un portal de Princeton en 1991.
En muchas ocasiones cuando Heberto venía a visitarme solía decir, mirando a Stewart: “Belkis tiene cada cosas, te regaló el gato más bello que pasó por la casa y se quedó con los feos". Yo, desde luego, me sentía obligado a defender la generosidad de Belkis que tan feliz me hacía. Otras veces, viendo al gato que dormitaba sobre algún almohadón y quien, por un instante, levantaba la cabeza para mirarlo, Heberto hacía una rotunda declaración de principios: “yo quisiera ser como ese gato: estar siempre durmiendo sobre una bandeja y una vez al año escribir un poema”.
En esa breve declaración yo detectaba un elemento exótico y gratuito “la bandeja". Stewart no dormía en bandeja alguna y, hasta donde sé, no es un lugar donde los gatos suelen echarse a dormir: una superficie lisa -y fría, en el caso de las bandejas metálicas- está en las antípodas de los sitios cálidos y muelles a que parece inclinarse un animal en el que predomina la molicie. ¿Por qué Padilla soñaba con la anomalía de esta bandeja?
Nunca llegué a preguntárselo, pero ahora, al meditar en esa frase -ingeniosa y rotunda como casi todas las suyas- descubro una voluntad de exposición, que contrasta con su deseo (expresado en el mismo pensamiento) de ser librado, casi por completo, de las responsabilidades cotidianas. En la cultura occidental no podemos mencionar la palabra “bandeja” sin aludir, aunque no seamos conscientes de ello, a la cabeza sangrante de Juan el Bautista, precursor del Mesías, a la que un régimen corrupto transformara en un sempiterno trofeo. La cabeza cercenada y servida en bandeja del Bautista es, hasta el día de hoy, una denuncia contra la tiranía.
De suerte que Padilla, el hombre que se reconoce inepto para la vida práctica, quiere evadirse en un sueño de gato; pero, al mismo tiempo, verse expuesto de tal manera que ese sueño y su ejercicio poético solemne (solemne en su acepción literal de acontecimiento que ocurre una vez al año) sea una permanente acusación contra el “orden” que niega la poesía y que le hace ver al mundo como una confrontación entre dos irreductibles absolutos. La “Canción del juglar”, uno de los más hermosos poemas de su libro El hombre junto al mar, arranca con dos versos que definen este conflicto: “General, hay un combate entre sus órdenes y mis canciones". Este combate asimétrico—para decirlo en jerga militar— entre los poderes fácticos y la aparente indefensión de la poesía no garantiza el avasallamiento de esta última, como se atreve a pronosticar Heberto al final de ese mismo poema “general.... cada noche alguna de sus órdenes muere sin ser cumplida / y queda invicta alguna de mis canciones".
Por otra parte, el gato Padilla sólo necesita de un poema al año para justificar su labor de poeta. Si el promedio de vida útil de un escritor es de 50 años; al ritmo propuesto por él, un poeta escribiría alrededor de medio centenar de poemas en toda su vida, lo cual, creo yo, bastarían, si tienen mérito, para justificar una carrera. Por eso, cuando Heberto formula este anhelo de hibernación y obra anual está haciendo una parábola que contiene un desafiante oxímoron, el de inutilidad-eficiente o eficaz, al tiempo que echa las bases de algo que siempre se negó a definir formalmente: una poética.
Es verdad, nunca escribio un ensayo, que yo recuerde, donde intentara explicar los móviles que lo llevaban a la poesía, las directrices íntimas que gobernaban su escritura. Uno puede deducirlas más bien, por sus fobias, por el prontuario de las cosas que detestaba. Era prolijo, en ocasiones, sobre todo en la conversación, en señalar lo que la poesía no era o, en su criterio, no debía ser: “ese reinado de la metáfora donde toda aproximación oblicua era considerada una excelencia", como dice en el prólogo a mi primer poemario. Se trataba, puede deducirr uno, de un decir regido por la claridad; estructura donde el poema se daba en una atmósfera creada con las palabras más simples de la lengua, pero que nunca prescindia de la música que en el verso libre castellano imparten algunos metros clásicos, el pentasílabo, el septasílabo, el endecasílabo, el alejandrino. Aunque en español había poetas de su predilección —Borges, Cernuda, Paz— en los que no encontraba la mácula del barroco que lo contaminaba todo; fue en el inglés donde halló sus modelos defintivos: Eliot, Auden, Dylan Thomas, Wallace Stevens... Aspiraba a que el español se despojara de la retórica que lo enfermaba desde tiempos de Góngora y que rehuyera, al mismo tiempo, de los fáciles tipicismos que siempre estan prestos a contaminar toda literatura.
Me acuerdo de una tarde, en que invitado no podría decir ahora por qué institución o entidad, Heberto participó, con otros dos autores, de lo que bien podría haberse llamado “Poesía del tercer mundo”. El acto tenía lugar en uno los hoteles Sheraton de Manhattan y Belkis se encontraba presente. El panel estaba compuesto por una chica talilandesa, en representación del Asia, un negro sudafricano que encarnaba la literatura de África, y Heberto que era la cara de América Latina: una especie de tricontinental en verso. La tailandesa, vestida con un traje típico de su país, leyó unos poemas en que abundaban las pagodas, los estanques con lotos y nenúfares y la búsqueda de una apacible trascendencia que los occidentales siempre esperan les llegue del Oriente. El Sudafricano, envuelto en un manto de colores atroces —como podría haber dicho Borges— cantó a las lanzas guerrilleras que luchaban contra el Apartheid y el colonialismo, acompañándose por un cierto lenguaje corporal en el que siempre se advertía un amago de danza. Heberto, de traje y corbata, con esa descuidada elegancia que lo acercaba a la estampa de un professor inglés, leyó la mejor poesía de esa tarde y recibió la menor cantidad de aplausos. Él se dio cuenta de la frustración del público, que acaso esperaba que se hubiera aparecido allí con el poncho de Juan Valdés y prodigara los lugares comunes del latinoamericano militante: la inhumana conquista, las chabolas, Machu Pichu y el Che. Cuando todo acabó, y entendiendo perfectamente lo que había sucedido, nos dijo, a Belkis y a mí, “que le vamos a hacer si somos Gran Bretaña”.
Yo siempre me he sentido afín a su estética, a una poesía que le sea connatural la sencillez, que no es el equivalente de la ramplonería, y, al mismo tiempo, que esté infundida por una pasión que la salvara de cualquier trampa prosaica; que tenga un grado de tensión que nos convenza de su necesidad, de que se trata de un decir insustituible, de una manera de comunicarnos que no puede suplantarse por ninguna otra. Cualquier debilidad en esta busqueda, en este compromiso, convertiría la poesía en un quehacer frívolo, incluso superfluo.
Por ser consciente de esa convergencia, por sentirme cómplice de esa poética que Heberto no definió en ningun tratado —pero que se decanta de su propia obra—, por saber que los poemas que he recogido en este libro son afines a su sensibilildd, he querido presentarlo en su homenaje el dìa en que él habría cumplido 77 años.
A veces estos poemas tienen algo de álbum de viaje, sobre todo los contenidos en la primera parte, pero siempre van a ser el resultado de un deslumbramiento y de una pesarosa reflexión sobre la caducidad y sobre el devenir, sorda rebelión contra el tiempo que implacable y minuciosmente nos hará polvo, junto con nuestros sueños y proyectos. A veces, un poema en particular, responde a la emoción que suscita un objeto, una persona o su recuerdo, un paisaje particular.
Me acuerdo, por ejemplo, de la primera vez que visité el Museo del Prado, a poco de salir de Cuba, que era la primera vez también que ponía los pies en una de las grandes pinacotecas de Europa. En esa visita, tres cuadros, de todos los tesoros que guarda el Prado, me produjeron, por razones distintas, un impacto estremecedor: El Cristo de Velázquez (cuya imagen, tan reproducida, me era muy familiar), “El Jardin de las Delicias” de El Bosco, donde ya está el surrealismo con cuatro siglos de adelanto; y un autorretrato de Durero, cuadro relativamente pequeño que entonces estaba expuesto en el recodo de un salón y al que me enfrenté de improviso. La sensación de que acudía a una cita con quinientos años de atraso me dominó enseguida. Al contarlo esta noche, aún puedo revivir mi fascinación ante los ojos que me miraban desde el cuadro. Meses después, viviendo aquí en Miami, escribí un poema obligado por el impulso o la necesidad de imaginar a Durero mientras pintaba ese autorretrato.
AUTORRETRATO DE DURERO*
en tanto tu mirada va a detenerse
acaso
en el azul
de un cielo por el que aún no transitan
más que brujas y emisarios de Dios,
además de algún pájaro
como ése que ahora mismo
cuando levantas los ojos de la tabla
descubres como un punto que viaja al horizonte.
Quizás afuera es mediodía
y el martillo del taller del herrero
resuena en tu taller
y alguien pregona
—para filtros de amor y a bajo precio—
raíz de mandrágora
y polvos de unicornio,
o quizás atardece
y de los campanarios se descuelga la sombra.
El tiempo pasa mientras pintas
y el cielo opaco de la medianoche
es lo que se recorta en tu ventana,
y la luz de una lámpara
juguetea en las paredes y en tu imaginación,
y afuera alguien se embosca
y en los lechos se ama.
¡Quién supiera
lo que veían tus ojos
mientras se iban quedando sobre el cuadro!
¿Qué recordaba entonces tu memoria,
qué tristeza,
qué júbilo…?
cuando te desdoblabas trazo a trazo
para quedarte
en aquel tiempo vivo
hecho también del aire de tu respiración
y el ruido de tus pasos por la estancia.
Otras veces, aunque movido por la misma reflexión sobre la temporalidad, la motivación podía ser más personal. “En la penumbra", el último poema (en orden cronológico) de este libro que recoge textos bastante viejos, fue uno que a Heberto particularmente le gustó. Recuerdo que llegó a casa una tarde de mediados de los noventa, cansado y agobiado por numerosos problemas. En ánimo de distraerlo le di a leer el poema que, de inmediato, captó su atención. En uno de los versos, yo había usado el verbo “barrer” referido a la acción del tiempo. Le vi extraer la pluma y tachar ese verbo, al tiempo que me decía: “¿por qué no borrar, en lugar de barrer? No le tengas miedo al lugar común, el tiempo borra, es acción tan eterna como el nombre del mar o de la rosa". He aquí el poema:
EN LA PENUMBRA
el único país al que viajamos
tripulando la muerte;
por eso en la penumbra
donde jugamos al amor
tu rostro es tan antiguo
y tan del porvenir:
el destino que tejen la memoria y el sueño.
Me separo de ti para mirarte
el rostro —de perfil—
que yace levemente en las almohadas
sereno, hermoso
intocado todavía por el tiempo
y que, siendo tan tuyo,
es de la humanidad.
En la penumbra,
56
me conmueve la visión de esos rasgos
que el tiempo ha de borrar
y que, no obstante,
son eternos
—memoria y porvenir—
lunes, 19 de enero de 2009
EDAD DE RECAPITULACIONES Y OTROS POEMAS, ARDUOS O GOZOSOS
“…Edad de miedo al frío es un broche que abre y cierra en sí mismo con exactitud matemática…", escribe Emilio Ichikawa sobre el libro de poemas, original de William Navarrete (Cuba, 1968), que mereciera el premio de poesía Eugenio Florit, patrocinado por el Centro de Cultura panamericana de Nueva York. Deslinda y salva su extrañamiento con esta frase que recojo para expresar el mío, al punto que me hiciera indagar las causas de añadir a un cuaderno, que se erige como un todo autosuficiente, “otros poemas”. Y es que la brevedad del conjunto, que incorpora dificultades adicionales a las ya usuales al publicar poesía, es la expresión certera de la concisión, de la inusual cualidad que hace que un texto se sostenga en si y en el conjunto amparado en la justeza.
Cómo fundamentar lo poético en la concisión, cuando se recorren caminos en que extienden los límites de lo sensorial, de lo sensual, hasta el extremo de la transgresión. El lenguaje no cede a la tentación de enroscarse en si mismo, pues ha de conducirnos por los fragmentos de un argumento, que aunque renuncia a la cronología y en algunos casos a la lógica, nos permite retroceder a instancias diversas para ir completando la intensión de un recorrido personal, que intenta sustituir la incorporeidad del recuerdo por la fehaciencia de un viaje.
En tal empresa, se sumergen las referencias personales y emergen lo hitos librescos, si que se sientan tensiones sustanciales, pues en ambos el autor intenta fundar, en una maqueta que renuncia a las convenciones de la escala, los parámetros de “su ciudad, atrevámonos a decir que su patria. Otra patria, además del camino", como bien logra exponer Emilio. No hay intensión explícita de velar los encantos de lo intrascendente; la circunstancia sostiene, de un modo natural, lo aparentemente insustancial y le colma de un cálido referente que el poeta ha enriquecido, prescindiendo del las ataduras de lo “real” o “creíble”, para dotarlo del las cualidades “superiores” de lo imaginario: lo poético.
BOABDIL ABANDONADO EN EL JARDÍN DEL AMOR
....................................A Granada doblemente coronada.
Colina cálida, Sabika mía,
¿Qué mal te aqueja hoy que apenas siento
el ruido de la alhóndiga y la ceca,
el rumor del Darro y del Genil,
bálsamos de mi rostro,
la risa del ciprés después del pájaro,
el crujir de tus ramas muertas?
¿Qué dioses te atormentan
para que ocultes, levantando polvo,
mi única corona: la blanca,
ofrenda limpia de tu sierra?
¿He descuidado, ingrato, tu nombre
generoso en uno de mis rezos?
¿He castigado, injusto, al hijo
que acaricia tu tierra pródiga?
¿Qué he hecho, vasallo tuyo,
ingrávida colina,
si a ti debo el aroma de las flores,
del gálgulo el arrullo,
de tu cuerpo el nido?
¿Por qué cedes al humo
el rojo de tu tarde
que es faz de jovenzuela
que se encarna
si del amado le llega una mirada?
¿Por qué, colina amada,
me entregas al jardín
donde un suspiro mío
secará para siempre las adelfas?
....................................................II
En Otros poemas, que no por adición para engrosar (literalmente) el corpus textus laureado, deja de aportar un curioso discurso al libro. Una reivindicación de la ironía, en su versión de discurso cortezaño, narratividad galante, o divertimento dieciochesco, no hace al poeta sustraerse de su vocación transgresora y su impulso de voyeur en la interioridad de la puesta. No se sustrae de el suceso que escapa al libreto y uno siente que participa de un discurso que es más gestual que verbal; en el que se sobrevuela lo salonesco, se evita la finalidad trágica sobrevaluada por el romanticismo, prescindiendo del exotismo accesorio del modernismo, para acceder, sin prejuicios, a una puesta posmoderna. Lo poético se sustenta en la carga referencial, se ahí que notemos una real secesión.
EL BRINDIS SECRETO DE COLETTE EN LA ALAMEDA DE LOS DUENDES
Al aceptar dedicarse a bailar mimos
Colette ignoraba que por el mismo precio
tendría que bailar también la mazucamba
para "Missy", la marquesa de Belbeuf.
Pero Colette era todo gentileza
y tanto era sí que los libros que escribía
los firmaba su adorable marido y protector.
Eso sí... nadie en París
estaba al corriente
que por las noches,
cuando la ciudad echaba un pestañazo
y que los corredores del Palais Royal
se convertían en la Alameda de los Duendes,
ella, la malquerida,
bajaba a tomarse una gotas de ajenjo
en una copa de plata
con Richelieu.
...................................................III
A Divertimentos sonoros, le es reservado el sitio o la suerte de coda. Y para consagrarse a cerrar este libro que nos ha llevado a descifrar registros diversos y por momentos distantes, el autor se acoge a una tradición de larga data en nuestra corta literatura. El ánimo no es divertirnos, aunque esa socarrona paliza a los costillares de la academia nos halague. Hay sin embargo, una secreta intensión de ordenar, que hace de la burla un acto afable. Descolocar el objetivo es una forma de darle un lugar por omisión, y si se trata de referencias, casi paradigmas, como Paris, o nombres cincelados en mármol, como Casal, el atrevimiento se torna reverencia y el poeta salva el desaire con una sonrisa cómplice.
EL VIAJE POSPUESTO EL POETA
(divertimento séptimo y último)
........................a Julián del Casal admirador de Moreau
Casal prepara un viaje sin maleta
Moreau lo espera siempre comedido
pintando a Salomé mejor vestido
en Cuba hay caos, confusión y guerra,
ISBN: 84-934095-3-7. 71 pp.
sábado, 17 de enero de 2009
INVITACIÓN
BLUEBIRD EDITIONS y TABACOS PADILLA (fábrica de tabacos, tienda y salón de fumar) sienten el placer de invitarles a la celebración del 77 aniversario del natalicio del poeta Heberto Padilla y a la presentación del libro:
CASI DE MEMORIAS
del poeta cubano
Vicente Echerri
Presentación:. Belkis Cuza Malé.
Día:.................. Martes, 20 de enero a las 6:00 p.m.
Lugar:.............. TABACOS PADILLA.
.........................1501 SW 8th. Street. Miami, Florida 33135
(Haga click sobre la imagen para más información)
viernes, 16 de enero de 2009
UN DÍA MÁS ALLÁ. Novela de Arístides Vega Chapú
Vega Chapú expone, no enjuicia, como debe ser. Y como debe ser, a lo largo de toda la obra advertimos, bien manejado, el recurso de la sugerencia, sin el cual, salvo raras excepciones de buen estilo, la literatura deja de serlo para convertirse en una pancarta.
Con buen tino, esta novela expone desde la “sabia” destrucción, por parte de la “dictadura del proletariado", de la cultura popular, de las buenas maneras y costumbres, de los estamentos básicos que toda sociedad requiere para no ir a dar al igualitarismo y la vulgaridad generalizada, hasta un recorrido por el cancionero popular cubano pasando por los momentos más ígneos de la historia de la Isla en el período antes aludido.
Para la estructuración de la obra, Vega Chapú se adhiere al recurso de la fragmentación, y de esta manera nos demuestra que es un buen hacedor de eso que podríamos llamar “hoyos negros". Es decir, esta novela exige una participación plena del lector, un estar atento para empalmar lo que está escrito con lo que no. El diálogo está disuelto en los parlamentos, que van hacia atrás, hacia delante, hacia atrás de nuevo. Un aspecto notorio de Un día más allá es la capacidad del autor para informar -algo sumamente difícil y a la vez inevadible en una narración- sin que nos demos cuenta. Asimismo, por rachas, nos llega ese encanto que pocos pueden lograr de “la novela de la novela"; o sea, cómo se ha ido escribiendo lo que ahora leemos.
Mas, en mi opinión, la victoria del autor para alcanzar las excelencias del conjunto se debe fundamentalmente al ritmo narrativo, al tempo, digamos, que se mantiene desde la primera hasta la última página, sobrio, intenso, como en un murmullo cortante, sin darnos motivos para alejarnos de la lectura; es decir, la “música” respaldando una trama que a veces gira y regira en sí misma, que en ocasiones se estanca, pero se mantiene en una suerte de vértice. Por esta razón es que, cosa rara, en ocasiones la progresión dramática pasa a segundo plano, suplida por la cadencia ya dicha y por la tremenda capacidad del autor para hacernos reflexionar: Un día más allá está repleta de máximas y sentencias que debemos atesorar, las cuales nos llegan, más que de la sapiencia, de la sabiduría, y será por esto que la invitación a seguir una página tras otra se superpone a ratos a otros elementos de la narración. Para lograr lo anterior agréguese el lenguaje utilizado, sencillo, sin nada de la erudición o la pedantería que suelen hacer su agosto en novelas como la que nos ocupa.
Los diferentes planos narrativos, todos escritos básicamente en primera persona, están titulados y se van intercalando con eficacia a lo largo de una novela que, aquí y allá, roza lo onírico y que en un punto y otro asume el sexo “duro", pero no lascivo.
La locación en que se desarrolla Un día más allá puede ser cualquier ciudad cubana -no hay referencias a un sitio determinado- donde los personajes principales hacen gala primordialmente del estoicismo frente a los embates de “la nueva sociedad comunista", que se va estableciendo sobre la base del terror y la discriminación para los que no piensan igual, para los que no poseen una orientación sexual “correcta", para los que se niegan a perder la libertad de expresión tanto en la vida diaria como en la creación artística, para los que se retraen y deciden no participar en la Gran Obra.
De modo muy sutil, Vega Chapú va creando un contrapunteo entre el Antes y el Después de la instauración del socialismo en Cuba; una línea conceptual que constituye uno de los alcances más meritorios de la novela puesto que el autor va en busca de las reales esencias del pasado y, de manera tangencial, o como frente a un espejo, las compara con el devenir ya no solamente de la década de 1960, sino con el de cuarenta y tantos años de revolución castrista.
Un día más allá, cuyo tema principal, en mi opinión, es la frustración, merece un estudio concienzudo, página por página, que profundice en sus recursos formales y asimismo en el enlace de éstos con la rotundidad del argumento. Porque en verdad la novela expone ciertos rasgos sui géneris tanto en forma como en contenido.
No me ceñiría a utilizar invariablemente el adjetivo delante del sustantivo, lo cual en no pocos casos afecta la exposición.
Escribiría las letras de canciones en cursivas para evitar la confusión que se crea en ciertas secuencias.
No incluiría la ruptura tempo-espacial en tramos narrativos tan breves (un ejemplo: Págs. 60-63).
Como una novela se escribe para que la lean 500 años después, y asimismo para que sea disfrutada por lectores contemporáneos de otras latitudes que no tienen por qué estar informados de ciertos aspectos, definiría mucho mejor algunos hechos, personajes, anécdotas y datos históricos en general.
Aumentaría la intervención en la obra de la jinetera (prostituta), un personaje de gran fuerza, cuyo tono de testimonio clasifica entre lo más logrado de la novela.
Arístides Vega Chapú
El Premio de la Crítica es el mayor reconocimiento que recibe un libro en Cuba. Su libro de cuentos Las llamas en el cielo es considerado un clásico del género en su país.
Varias de sus creaciones han sido traducidas a distintos idiomas y forman parte de diversas antologías publicadas en Cuba y en el extranjero. En su país natal recibió diversas distinciones por su labor en favor de la cultura. Fue director de la revista Signos , de proyección internacional y dedicada a las tradiciones de la cultura.
Su más reciente novela, Un ciervo herido -que aborda el tema de las UMAP, eufemísticamente llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción y, en realidad, campos de trabajos forzados establecidos en Cuba en la década de 1960-, ha recibido un notable reconocimiento de la crítica y de los lectores y ha circulado en España, Puerto Rico, México y otros países; durante cinco meses estuvo entre los libros más vendidos en Miami y ha sido traducida al italiano por la editorial L´Ancora del Mediterráneo. En Italia ha sido objeto de un notable reconocimiento de la crítica especializada, así como de los lectores.
Tiene inédita su novela El corazón del rey *, que refleja los primeros pasos de la instauración del socialismo en Cuba, en la década de 1960, y actualmente trabaja en el poemario La patria es una naranja, inspirado en la añoranza de su tierra natal y en sus vivencias en México, donde radica desde 1995. En México ha colaborado en diversos periódicos con artículos de crítica literaria y de contenido cultural en general, ha impartido talleres literarios y conferencias, y asimismo se ha desempeñado como asesor de variadas publicaciones periódicas. Actualmente es ciudadano mexicano.
Foto: Delio Regueral.
EL LEGADO DE RAUL CASTRO
Algunos dirán, no sin razón, que es demasiado temprano para preguntarse cual será el mayor legado de Raúl Castro. El legado de Fidel Castro, si bien existen dos criterios al menos, que señorean sobre otro grupo de elucubraciones más especulativas o imaginativas, goza de una mayor data y definición. Lo curioso es que este, el cual pareciera haber tenido un super-objetivo visiblemente claro en su vida, pasará a la historia, no por el fin, sino por los medios que empleara, durante medio siglo, al efecto de lograrlo. El segundo, un caso más curioso, que no pareciera en modo alguno un hombre con objetivos claros en el departamento de “trascendencia” o búsqueda de un sitio “en los anaqueles de la historia”, que no parece haber trabajado demasiado duro a fin de separar un espacio relevante en el discreto espacio que, en la línea “C”, corresponde a Cuba, apenas ha asumido el protagonismo y tiene ya garantizado un mérito que no superará, al menos no es previsible que lo haga, si no se producen situaciones extremas en su magro mandato.
Un error de cálculo, provocado tal vez por su inmensa egolatría, o como algunos afirman, por las disminución ostensible de sus capacidades intelectuales, no permitió a Fidel Castro establecer el momento oportuno para sustraerse de una ejecutoria pública, administrar el acceso de otros grupos de poder a la cúpula y mantener la histórica sectorización, acuartonamiento se dice en términos de pastoreo ganadero, que le garantizaba un poder absoluto, no sólo sobre las masas, sino sobre las élites, mucho más preocupantes. El intento de mantener una presencia en los medios y una ejecutoria gravitante en todos los asuntos de gobierno, lejos de garantizarle un mayor control, ha permitido a otro, u otros grupos de poder, incidir de una manera indirecta, pero muy efectiva en su desvalorización como mito y como presencia determinante.
La táctica ha sido en extremo pragmática. Usar el doble discurso, típico del lenguaje castrista, con todas las connotaciones que para el pueblo cubano y la opinión pública internacional ha tenido este durante los últimos cincuenta años, en función de, capitalizando su devaluación, lograr un tercer objetivo. El tropezón de Fidel Castro, el 21 de Octubre del 2004, puede decirse que fue el comienzo de todo un proceso, el detonante de una discreta agitación es la esferas del poder, en que destacan, por un lado, el esfuerzo de los círculos del poder real (político, representado por Fidel Castro y sus colaboradores más cercanos, tributarios de su confianza) por reforzar el mito, y la clara intensión de los círculos del poder funcional (ejecutivo, representado por la burocracia y los estamentos administrativos y de control, algunos bajo el mando directo de Raúl Castro, o cortejados intensamente por este en tiempos recientes) por exponerlo al desgaste, que nada puede propiciar como su exposición a la opinión pública. Los primeros, insistiendo en la mitificación, intentaron ser consecuentes con el libreto, generando un pasaje pletórico de estoicismo, en que el “héroe” minimiza el dolor o las miserias de una "caída simbólica", más estruendosa que la "caída real", que ya lo era bastante, y se mantiene “en control”, consciente, disponiendo los protocolos de comportamiento de su personal, e incluso, del personal médico que le asiste. Este esfuerzo desesperado por alimentar esta metáfora, este precario símil del ejercicio del poder, sin embargo, no logra contrapesar la labor de zapa de los expectantes del segundo grupo, que se apresuraron a acentuar un discurso que reivindica de una forma tan grandilocuente como accesoria el estatus de Fidel Castro como “imprescindible", ilustrándolo con el contra-discurso de las imágenes, que prueban su cualidad de instancia “perecible".
Es este un juego de avances y retrocesos, en el cual Raúl Castro ha sido un maestro de la inflexibilidad y la incuestionable lealtad doctrinaria, casi al borde de la caricatura que puliera hasta el extremo de la perfección el ladino Balaguer en Dominicana, al tiempo que, permisivo, abala de un modo implícito y se incorpora parabólicamente a la evolución del discurso alternativo del cual será tributario. El “cambio", que algunos con el afán de ser mas precisos han denominado “la transición" (sin que este término aporte nada determinante al discurso), no era una prioridad de Raúl Castro , que sabía que no existe una posibilidad real de suceder un mito. Reducirlo a una escala humana era realmente el único modo de sucederlo. Se dio a la tarea con su “promocionada” dedicación y empeño, lo cual se facilitaría posteriormente por la naturaleza de los acontecimientos que sucederían, en el aspecto clínico.
El 17 de noviembre del 2005 el Comandante en Jefe, dio un discurso en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, que no fue apreciado en toda su dimensión. El pretexto fue recordar el día, sesenta años antes, que Fidel Castro comenzó a estudiar en la Universidad, pero el contenido se tornó apocalíptico, y por primera vez, aunque recurriendo a un leguaje parabólico, consideró la posibilidad de su muerte y de que la revolución fracasara o fuese destruida:
“Cuando los que fueron de los primeros, los veteranos, vayan desapareciendo y dando lugar a nuevas generaciones de líderes, ¿qué hacer y cómo hacerlo?”.
“¿Cuáles serían las ideas o el grado de conciencia que harían imposible la reversión de un proceso revolucionario?”
Se ha especulado que días antes, su médico personal, el Doctor Eugenio Selman Hussein-Abdo le habría comunicado los resultados del último chequeo médico a que había sido sometido a finales de octubre: el cáncer del sistema digestivo hacía metástasis y era imposible detenerlo.
En adelante el ajedrez político cubano abundará en escaramuzas sorprendentes, donde la más interesante, por inusual, es el intento de la elite cercana a Fidel de llenar el vacío, la incertidumbre generada por las afirmaciones de su líder, mediante una intervención del canciller Felipe Pérez Roque, el 23 de diciembre de ese año, en la Asamblea Nacional del Poder Popular. Su mensaje a los cubanos se limitaba a reposicionar y definir el post-castrismo como una nueva etapa del castrismo, que no admite otra opción que el dogma originario. Lo curioso, y lo que hace inusual la reacción de los grupos de Raúl Castro, es la respuesta a esta “jugada", usando a un agente de la seguridad del estado, “quemado” públicamente en el juicio de la Primavera Negra del 2003 contra los 75 disidentes pacíficos, periodistas independientes y bibliotecarios; el giboso David Orrio, el cual intenta una diagonal pero filosa respuesta, desde el diario Trabajadores, apadrinado por Raúl Castro y siempre propicio a acoger intrigas y capitalizar tensiones entre los grupos de poder. Orrio, destaca “...la paradoja de que en el 2002 Cuba declaró con carácter constitucional la “irrevocabilidad del socialismo”, y sólo 3 años después el artífice de la organización político-social imperante en la Isla admitió que tal proclama podía ser papel mojado, aunque millones de cubanos hubieran firmado lo contrario", en una clara alusión a Fidel Castro, que nadie hubiese intentado antes, sin un amparo claro de un poder real, que ya detentara una fuerza equiparable al poder nominal.
Raúl Castro intenta resucitar el Secretariado del Partido, para que se encargue de la dirección de una estructura en la que aspira a legitimarse políticamente. Durante el quinto Pleno del Comité Central del Partido, en junio del 2006, este lo eleva, de facto, al máximo nivel del país y lo sitúa, simbólicamente, casi a la altura del Big Brother. El círculo se está cerrando, pero su posición no es aún sólida. La Dirección de Seguridad Personal del Ministerio del Interior, le impone el uso de chaleco y gorra antibalas en el acto público por el aniversario del Ejército Occidental, el 14 de junio de 2006, lo cual sustenta la gravedad de las tensiones internas. La complicación de la salud de Fidel Castro el 26 de julio del 2006 en Holguín, su operación de urgencia al día siguiente en La Habana, y las complicaciones post-operatorias hicieron pensar en el final, el día 31. “La proclama” que se hace pública ese día, bajo la presión de un grupo de “raulistas", traspasa el grado de Comandante en Jefe a Raúl Castro; elemento no previsto, que desata fuertes enfrentamientos y potencia las tensiones en las altas esferas del poder cubano. Estas se manifiestan en la sustitución de ministros, primeros secretarios del partido y la juventud comunista en las provincias y la promoción o reasignación de cuadros intermedios.
La “Proclama del Comandante en Jefe al pueblo de Cuba”, del 31 de julio, añade un elemento formal a la nueva situación, que será muy importante. El hecho de que se especifique que Fidel Castro delega sus múltiples “funciones” “con carácter provisional", expresa un último bastión de resistencia de este último a renunciar a su poder.
Sobreviene entonces la necesidad de acelerar la muerte política de Fidel Castro. Aprovechando el deterioro evidente de su salud, se arrecia en el doble discurso que por un lado concede a los asuntos relativos a su salud el estatus de “secreto de estado", y a su vez, se procede a exponer gráficamente su gradual deterioro físico. Se “filtran” detalles de su evolución clínica y se administra la distribución de imágenes y videos. Pero se necesita un “tiro de gracia” y es evidente que este ha sido el video en que se le ve “saliendo” de un elevador. Este video tiene visos de ejecución pública. Es la decapitación del mito Fidel Castro, y ese será definitivamente, el legado de Raúl Castro para el futuro de Cuba. El que le asegurará un sitio, no menor, en los índices de la historia de la isla.
miércoles, 14 de enero de 2009
DIÁLOGO A LA DERIVA
Por Vicente Echerri.
Por mucho tiempo, Heberto Padilla fue para mí un poeta sin rostro, autor de un hermoso libro titulado El justo tiempo humano (1962). En medio de los cambios y traumas que trajo consigo el régimen de Castro (régimen que aún hay quien llame “la revolución”, y que yo detesté desde antes de aquel primer día de enero), se produjo un auténtico renacimiento cultural; a pesar de la represión, a pesar de la asfixia que iba cercando a los intelectuales, a pesar del clima de guerra que la dictadura le impuso a todo el pueblo. El desmoronamiento de la república —tal como los cubanos la habíamos conocido durante medio siglo— había creado, de pronto, la ilusión de un comienzo que parecía contagiar hasta los creadores más escépticos. El nuevo régimen, a diferencia de los gobiernos anteriores, se preocupaba o decía preocuparse por la cultura. Mientras duró esa ilusión se escribieron y se hicieron muchas cosas —buenas, regulares y malas, como siempre ocurre. El libro de Padilla —el primero para su propia cuenta, pues él no querría tener en su bibliografía, ni por el título, aquel cuaderno de juventud que tituló Las rosas audaces— surge como un hongo de ese magma en el que, al mismo tiempo, se disolvían las instituciones, libertades y tradiciones de la sociedad cubana.
Aún me acuerdo del regocijo que me produjo la lectura de El justo tiempo humano, un libro que, por su propio lenguaje, por su factura, como también por las voces a las que rendía homenaje (William Blake el primero) se distanciaba, por un lado, del enrevesado neobarroco que, desde los años cuarenta, encarnaban los poetas de Orígenes, con José Lezama Lima a la cabeza; y, por el otro, de esa poesía ramplona y gacetillera —parodia de Nicanor Parra y cultivada por los que se empeñaban en fabricar el canon del postvanguardismo— que encontraba representantes en la excrecencia literaria que se iba nucleando en torno a la Unión de Escritores y a la Casa de las Américas y que tenía en Roberto Fernández Retamar uno de sus portavoces más enfáticos. Aunque Padilla no era el único que merecía salvarse, estaba entre unos pocos. Yo recordaba su libro —en el que resonaban algunos de los grandes poetas de la primera mitad de este siglo: Eliot, Kavafis, Quasimodo, entre otros— como una prueba de la permanencia de la poesía.
Padilla volvió a ser noticia, para mí y para muchos, cuando la premiación y publicación de su libro Fuera del juego en 1968. Yo acababa de ingresar en la cárcel y el escándalo literario llegaba hasta mi celda con sordina. Traté de conseguir —inútilmente— la obra. Como es sabido, el gobierno recogió y destruyó la edición poco después de que el libro saliera a la calle. Una prima mía me contaba como vio a una mujer comprar el último ejemplar que quedaba en un estanquillo de la terminal de autobuses de La Habana. Aduciendo no sé que necesidad académica, mi prima trató de que la compradora le cediera ese último ejemplar; pero la mujer rehusó con la suspicacia de la gente de pueblo: “si usted lo quiere debe ser por algo. Yo no se lo doy". Ese incidente contribuyó a que yo no pudiera leer Fuera del juego hasta muchos años después, en una copia mecanográfica que circulaba clandestinamente por La Habana.
Salí de la cárcel en mayo del 71, cuando el escándalo del “caso Padilla”, que no pienso recontar aquí, estaba sucediendo. Me resulta curioso hoy cómo la mayoría de la gente —incluidas las personas que, por sentirse desafectas al régimen, estaban al tanto de las noticias por la radio extranjera— se atuvieron a la versión oficial, y leyeron y comentaron, con sorpresa, frustración y cólera, la retractación que Padilla recitara en la grotesca ceremonia que el gobierno le hizo protagonizar en la Unión de Escritores y que dio lugar a la ruptura de numerosos intelectuales de izquierda con el castrismo.
Para muchos de los jóvenes que ya queríamos escribir, o que escribíamos, pero que por razones claramente políticas no teníamos la oportunidad de publicar ni una línea, la retractación de Heberto equivalía a una traición. Creíamos que el autor de una denuncia tan contundente como Fuera del juego debía ser el reconocido portaestandarte de la disidencia, el héroe que la literatura cubana necesitaba para continuar existiendo. Y si el poeta no podía ser nuestro héroe, entonces que fuera nuestro mártir, que mucha falta nos hacía un poeta muerto —o en la cárcel— para prestigiar la oposición a un régimen que les negaba a tantos la libertad de expresión.
Pero Heberto Padilla tampoco quiso meterse en nuestro juego, ni desempeñar el papel que la gente como yo secretamente le había asignado, y eso vino a completar su ostracismo. El régimen lo marginaba, y para los que nos sentíamos en la oposición se trataba de alguien que había rehusado el liderazgo intelectual que parecía pertenecerle; en fin, un renegado por partida doble, alguien a quien no valía la pena conocer. Por eso nunca procuré que ningún amigo común me acercara a Padilla, mientras ambos vivimos en Cuba. Yo le guardaba un secreto rencor y, por razones opuestas a las de muchos de sus antiguos amigos y colegas, me mantuve a distancia. Recuerdo la primera vez que lo vi —de lejos—, una tarde en que asistía con Manila Hartman a un concierto en el antiguo teatro Auditorio (ya entonces rebautizado como Amadeo Roldán). A la salida, Manila me señaló a un hombre que se encontraba a unas cuantas butacas de por medio y me dijo: “¡mira, ahí está Padilla!", al tiempo que ella caminaba en dirección contraria para rehuir cualquier encuentro con él aunque fuese casual. Yo sólo vi un rostro que no tardó en desdibujarse.
Vine a conocer a Heberto en Miami, a pocos días de su salida de Cuba, cuando participó en un coloquio junto a Reinaldo Arenas en la Universidad Internacional de la Florida. Esa noche no fue, por cierto, uno de sus momentos más brillantes: estaba bastante bebido y pronunció un discurso evasivo que el público recibió con recelo. Aunque yo conservaba intactos mis prejuicios, había en sus palabras una humana precariedad que despertaba mi simpatía. Al final me acerqué a saludarle, al tiempo que su mujer, la escritora Belkis Cuza, cuidadosa de las formas, pugnaba por arrancarlo del lugar. Todavía vivía en Washington, donde hacía poco le habían otorgado la beca Wilson, y me brindó su casa con una espontaneidad que logró convencerme de que no se trataba de un mero formulismo.
La visita no se produjo hasta muchos meses después cuando vine a vivir a Nueva York y ya él se encontraba instalado en Princeton, en una casa espaciosa con amplia chimenea, en medio de un invierno feroz. Para entonces Seix Barral había publicado su poemario El hombre junto al mar —del cual conservo el ejemplar que Heberto me autografió la noche misma en que leí algunos de mis poemas en la Biblioteca Pública de Newark, donde él hizo mi presentación— y yo había renunciado del todo a mis antiguos recelos, abandonándome a una amistad que, desde entonces, se ha sustentado en el diálogo con la persona —no con el autor— que es Padilla. El cambio vino, sin embargo por la poesía y, en particular, por ese libro, El hombre junto al mar, del cual Heberto, unas semanas antes de reunirnos en Newark, había leído algunos textos en una librería de Manhattan. Entre los poemas que el eligió en esa ocasión, estaba “Por la borda”, uno los más hermosos del libro. Recuerdo la sinceridad que había en su voz mientras leía este poema en el que afirmaba su necesidad de deshacerse del peso muerto de una historia que lo agobiaba. En ese momento yo opté por su liberación, por su deseo de seguir adelante, sin que los demás tuviéramos que exigirle rendiciones de cuentas. Ese sería el comienzo de una amistad que no imponía condiciones y que se ofrecía sin reservas.
A partir de que Heberto me presentara en la biblioteca de Newark, haciendo de mí y de mi poesía unos elogios desmedidos que los dictaba su generosidad, nuestro trato se hizo más frecuente. Aunque a veces nos reuníamos en Nueva York—preferiblemente en la librería Las Américas, o en mi apartamento— casi siempre era yo quien viajaba hasta Princeton en tren: un viaje que lograba evadirme de mis rutinas y obligaciones y entregarme por entero al paisaje —sobre todo en otoño. Heberto solía esperarme en la estación del pueblo, o bien lo llamaba por teléfono al llegar. Muchas veces yo llevaba una cesta de mimbre llena de frutas (como él recordaría años después en un artículo) y alguna botella de vino. Si era fiesta (Día de Acción de Gracias, o Navidad) ya Belkis tenía el asado en el horno y la conversación se iba alargando y enrevesando mientras esperábamos.
Política, religión y literatura eran los temas dominantes de nuestro diálogo y, al menos en los dos primeros, Heberto y yo solíamos discrepar. Aunque víctima de la dictadura de Castro, que lo había empujado al exilio, él provenía de la fe revolucionaria y antiimperialista que nutrió la vida política cubana por varias generaciones antes de que los guerrilleros llegaran al poder en 1959. El castrismo era una aberración y así también el dogmatismo comunista que él rechazaba; pero esas desviaciones no lograban atenuar su rencor contra las oligarquías explotadoras de América Latina y sus cómplices gringos. Contradictoriamente, su visión occidental y eurocéntrica (suya es la frase “Europa es el mundo, lo demás son los suburbios de la historia") le llevaba a sentir un profundo desprecio por las estructuras sociales y el abigarrado mestizaje de América Latina; pero sin poder prescindir de la “fe” en un cierto credo de redención social que había sido parte esencial de su formación ideológica. Grecia e Israel, es decir, el diálogo eterno entre la libertad y la justicia, que tan bien resumiera Thomas Mann en La montaña mágica, se han disputado durante muchos años su conciencia sin lograr conciliarse.
Esta disputa interna —que tal vez no es más que otro momento de la retórica clásica— tenía su paralelo en el terreno religioso. Heberto ha sido, hasta donde yo puedo juzgar, un agnóstico que, al igual que Unamuno, necesita creer o, al menos, deplora no poder hacerlo. Para él, creer es recuperar la confianza en Dios que había tenido alguna vez, de niño, cuando se acercaba a comulgar en su iglesia de pueblo mientras el coro cantaba: “Oh buen Jesús yo creo firmemente/que por mi bien estás en el altar” y él pensaba que su pequeña humanidad estaba enteramente amparada por la mano protectora de Cristo. Conciliar esa fe con los testimonios pavorosos de la maldad humana y con su propia desolación interior ha sido y es causa de incesante conflicto. La antinomia se podría plantear en estos términos: ¿cómo poder creer en un Dios que consciente en los monstruosos sufrimientos de sus criaturas? versus ¿cómo renunciar a ese Dios y, en consecuencia, aceptar nuestra soledad sin redención y sin sentido frente al universo?
Yo, que hace mucho he aprendido a armonizar esos extremos con la práctica de una convención religiosa y una cierta dosis de cinismo o de estoicismo frente al absurdo de la vida, no conseguía más que irritarlo. Para Heberto, yo era un hombre feliz que había sido tocado por la fe, por la revelación; o, en su defecto, un ateo enmascarado que había escindido la vida del espíritu y se había conformado con su miserable mortalidad. Trataba de convencerlo de que, si bien con mucha menos angustia —acaso porque la angustia no es un ingrediente de mi química neuronal—, yo también tenía mis contradicciones y debates internos. Tal vez me salvaba, y aún me salva, el sentido estoico del deber, de lo que tenemos que hacer mientras dura la vida. Heberto rechazaba mis argumentos al tiempo que pugnaba por recuperar la crédula ingenuidad de la niñez; por eso, muchas veces, al encontrarnos, su primer saludo era una suerte de clamor angustioso: “¡Un obispo, necesito un obispo”!
El sabía de mi comercio social —como podría haber dicho Borges— con algunos obispos, y hasta había llegado a conocer a un par de ellos en algunas fiestas o comidas en casa. Aunque dicho con un dejo de sorna, esa reiterada petición de ser escuchado por un obispo conllevaba la secreta esperanza de que alguien que supiera —¿quién mejor que un doctor de la Iglesia?— le ofreciera la seguridad, las muletas que necesitaba desesperadamente para entender el orden del mundo, una seguridad que su razón agnóstica rechazaba. Aunque nunca me lo ha dicho con estas palabras, sé que llegar a un acuerdo intelectual que lo tranquilice, que ponga en buenos términos su pasión con su razón, le parecería un fraude o un énfasis adolescentario. Todos los caminos desembocan para él en la angustiosa existencia que necesita de Dios; pero este Dios no hace más que evadirnos y nos deja a solas con el pesaroso misterio de la vida.
En el terreno de la literatura nuestras opiniones siempre han sido más afines. Pese a haber dicho en un poema sobre Góngora: “Yo no soy de la raza de los que te denigran", ambos lo detestábamos — por responsabilizarlo de haber enfermado la lengua castellana hasta el día de hoy— así como a los neobarrocos contemporáneos, los discípulos que Góngora siempre se conseguía en toda las generaciones de escritores de habla hispana. Aunque Heberto había sido amigo de Lezama Lima y reconocía la voluntad del autor de Paradiso de construirse un universo literario casi sin referentes, la continua búsqueda de lo indirecto, lo oblicuo y oscuro en Lezama le parecía —supongo le siga pareciendo— de una torpe vacuidad: el quehacer de un picúo de provincia venido a más, la apoteosis del “negrito catedrático". Los origenistas —y los neo-origenistas, que son peores como toda parodia— deben haberlo odiado.
Yo hacía —y aún hago— distingos entre algunos de ellos: por ejemplo, me gustan algunos libros, algunos poemas, de Eliseo Diego y también de Fina García Marruz. Heberto creía que Diego resultaba peor porque pasaba por lo que no era, porque podía engañar a gente poco avisada; para él, En la Calzada de Jesús del Monte, por ejemplo, era un vergonzoso remedo de Fervor de Buenos Aires, un libro pretencioso que no aportaba nada original. Con excepción de Gastón Baquero, a quien admiraba sinceramente, y de algunos poemas primeros del propio Lezama y de Justo Rodríguez Santos, al resto lo liquidaba con una frase lapidaria: “eso es mierda".
Coincidíamos en el amor a Borges, con quien él se había reunido en Argentina en 1985, y cuya obra conocía desde joven. A veces, cuando Heberto venía por casa, leíamos en alta voz a Borges; otras, en que llegaba y yo no podía atenderlo de inmediato, él tomaba un volumen manoseado de las obras completas de Borges y me esperaba con esa compañía. Era una manera de afirmarse en su estética, una estética que yo compartí siempre, pero que esté largo diálogo con él ayudó, ciertamente, a acendrar.
Una noche de mediados de los ochenta, mientras cenábamos en un restaurante de Princeton, Heberto me dijo que no volvería a escribir poesía. Yo, desde luego, no se lo creí. Apostamos una cena en el Edwardian Room del Hotel Plaza de Nueva York, a la que él me invitaría si publicaba un sólo verso a partir de esa fecha. Conservo, en un pedazo de papel, el texto de la apuesta con su firma al pie. Una apuesta que la publicación de Un puente, una casa de piedra (1992) me hizo ganar pocos años después, pero Heberto aún me debe la cena en el elegante restaurante art nouveau. Aunque su producción literaria no es muy grande y ha ido menguando con los años, mi apuesta era casi un abuso: cualquiera que conociera a Padilla —que en ese momento tenía cincuenta y tantos años— sabía que él no podría renunciar a la poesía, porque ésta era, en definitiva, su más auténtica religión, aunque, de vez en cuando, la denostara o fingiera apostatar de ella.
El desarraigo, que tanto agrede a los artistas, fue acentuándole, con el tiempo, la depresión, que intermitentemente trataba de aliviarse con psicofármacos o alcohol. Nunca he visto a una persona beber con mayor apremio, como si en verdad estuviera tomando una suerte de antídoto del cual dependiera su vida. El alcohol, se fue haciendo en él una segunda naturaleza, legitimado por la acción terapéutica que le ofrecía frente a la depresión. Aunque esta acción era transitoria —y sus secuelas terminaban por deprimirle aún más—, los efectos inmediatos resultaban tan liberadores que él no podía evitarlo. Según me explicó en más de una ocasión, solía vivir con una insoportable opresión interior que el alcohol tenía la virtud de romper o de zafar. Desde luego, la frecuencia de este hábito liberador acentuó su dependencia del remedio que, como un siniestro círculo vicioso, ayudaba a empeorarle su mal: efecto que no redundaba en beneficio de la estabilidad. Así fueron apareciendo y hundiéndose multitud de proyectos que habrían significado una mayor seguridad y asidero para su vida; pero que él terminaba por abandonar ya que, semejante a lo que cuenta al comienzo de La mala memoria, “había cortado amarras con las cosas” y, al parecer, una fuerza interior lo empujaba a navegar a la deriva.
Así han ido pasando los años, y con ellos el incesante cambio de escenarios, de metas, de tareas… Si es verdad, como dicen aquí en Estados Unidos, que tres mudanzas equivalen a un incendio, a Heberto se le ha quemado la casa tres o cuatro veces. A pesar de la invariable fatiga de la depresión (“estoy cansado” es la frase que con más frecuencia le he oído decir), Heberto ha podido emprender muchos proyectos, para los cuales siempre reservaba una renovada ilusión, aunque luego el proyecto naufragara y su ilusión se disolviera. Supongo que debe haber creído que el cambio de paisaje le permitiría alguna vez exorcizar a los demonios que lo atormentan desde la niñez, desde aquel día en la finca de sus abuelos cuando, —según él mismo me contara— mientras escuchaba una obra de Chaikovski, sintió de pronto una opresión, una tristeza íntima que nunca más lo ha abandonado.
Agradezco “al eterno laberinto de los efectos y de las causas", como diría Borges, el haber conocido a la persona singular que es Heberto Padilla, y haber tenido el privilegio de haber conversado con él, en medio de la borrasca de su vida, durante cientos de horas; así como el haber estado juntos en muchas ocasiones en que nuestra común vocación de cubanos nos obligaba a pronunciarnos —casi siempre con puntos de vista diferentes— sobre el país al que nunca podremos renunciar.
Luego de que Heberto sufriera una grave crisis de salud y de su virtual resurrección a fines del pasado año, no hemos vuelto a encontrarnos. Lléguele desde estas páginas —en que se celebra el trigésimo aniversario de Fuera del juego— el renovado testimonio de mi amistad y de mi afecto, y también de mi gratitud por lo mucho que nuestro largo diálogo contribuyera a enriquecer mi vida.
VICENTE ECHERRI (Cuba, 1948) Poeta, narrador y ensayista cubano. Ha publicado el poemario “Luz en la piedra” (1986), el libro de ensayos “La señal de los tiempos” (1993), e “Historias de la otra revolución” (1998) y “Doble nueve (2008), relatos. Ha ejercido el periodismo de opinión por más de veinte años y columnas suyas aparecen regularmente en varias publicaciones de Estados Unidos y América Latina. Ha traducido numerosos libros del inglés al español.