Uno se doblega ante las palabras cuando estas encarnan lo que uno piensa. Uno siente, constata, que no ha podido convocarlas. Esa complicidad con el artífice que “te ha robado”, que las estaba usando justo cuando tú las requerías, con el tiempo puede convertirse en devoción. Es esta La Primera Palabra que se me ocurre. Siguiendo con esta serie de notas (que son ya una saga de la poesía de los ochenta), voy a comentarles un libro que, aunque no ha sido una sorpresa, es una confirmación. “Viendo acabado tanto reino fuerte” ha llegado azarosamente a mis manos, y es un libro que en unas semanas no he dejado de releer, incluso de la forma que uno reserva para los clásicos.
Después de leerlo avisado, acucioso, para decodificar sus innúmeros acrósticos; después de leerlo degustando página a página el fluir eurítmico de un aliento familiar y amigable, cercano, ha permanecido durante muchos días al alcance de la mano, ansiosa de ocio, para en el más breve tiempo, en el más sutil intervalo vacío de imperativos vulgares, abrirlo en la página que el azar nombre, y volver a sentir esa sensación de órgano en la tarde o de alimento exótico. Pocos, incluso en nuestra generación, apreciamos en los inicios, el poder fundacional de la poesía de Roberto Méndez. El respeto era un denominador común a todos, pero sólo el tiempo y los valores sostenidos de una poética singular convirtieron esa consideración en necesidad y gusto por su poesía.
Desde sus primeros textos, (de “Carta de relación” o “Manera de estar solo”, que leímos detenidamente por esos años) el poeta tiene ya un camino, custodiado de catedrales góticas, basílicas con frescos bizantinos, o transitado por monjes, poetas latinos o griegos, filósofos y bailarinas orientales; toda una figuración, selva simbólica o referencial, que usualmente confundía al lector, incluso entrenado. El sello de “libresco” u “oscuro”, tenia muchos sitios de los cuales colgarse: una gárgola acá, o una almena, arbotante o asta de siervo, bastaban al efecto. Así es de fácil hacer etiquetas, como difícil es borrarlas. El poeta siempre estuvo consciente, muchas veces lo dijo con una sonrisa cómplice.
Su obra ensayística ha sido una forma creativa, edificante, de ser dadivoso, de ejercer con bondad una venganza poética. Pero la poesía no se ha recluido a rumiar su savia en un discurso de autocomplacencia. Nunca con más lucidez y de un modo más corrosivo, ha cuestionado un poeta la aridez medieval del canon hegemónico impuesto por la cultura oficial. Ya en sus primeros libros se levantaba un mástil en que se izaron, una tras otra, las banderas del humanismo, del cuestionamiento ético y filosófico, de la resistencia inteligente del conocimiento ante el fanatismo ideológico o la polarización política. Una poesía que construye baluartes, fortifica, desde la sustancial idealización del modelo negado: el hombre uno, ante el dilema de la existencia.
Este libro puede leerse como un inventario de lo que logró salvarse de las llamas en la gran biblioteca de Alejandría. Puede leerse como un manual para reconstruir, rearmar la cúpula quebrada, los fragmentos dispersos de la utopía. Puede leerse como un misal de reconciliación con los símbolos hipertrofiados o sobreevaluados de nuestras malogradas convicciones de ha tiempo. Puede leerse como ejemplo de que se puede cenar pan blanco, beber agua fresca, madurando la pasión sin reverenciar el sacrificio. Este libro puede leerse, debe leerse de cualquier modo. Nunca más oportuna lectura, quizás por eso demorada, (se publico en el año 2001) esta que nombra todos nuestros objetos de adoración y de repudio, con idéntica “claridad”, con igual pasión, con igual devoción.
Después de leerlo avisado, acucioso, para decodificar sus innúmeros acrósticos; después de leerlo degustando página a página el fluir eurítmico de un aliento familiar y amigable, cercano, ha permanecido durante muchos días al alcance de la mano, ansiosa de ocio, para en el más breve tiempo, en el más sutil intervalo vacío de imperativos vulgares, abrirlo en la página que el azar nombre, y volver a sentir esa sensación de órgano en la tarde o de alimento exótico. Pocos, incluso en nuestra generación, apreciamos en los inicios, el poder fundacional de la poesía de Roberto Méndez. El respeto era un denominador común a todos, pero sólo el tiempo y los valores sostenidos de una poética singular convirtieron esa consideración en necesidad y gusto por su poesía.
Desde sus primeros textos, (de “Carta de relación” o “Manera de estar solo”, que leímos detenidamente por esos años) el poeta tiene ya un camino, custodiado de catedrales góticas, basílicas con frescos bizantinos, o transitado por monjes, poetas latinos o griegos, filósofos y bailarinas orientales; toda una figuración, selva simbólica o referencial, que usualmente confundía al lector, incluso entrenado. El sello de “libresco” u “oscuro”, tenia muchos sitios de los cuales colgarse: una gárgola acá, o una almena, arbotante o asta de siervo, bastaban al efecto. Así es de fácil hacer etiquetas, como difícil es borrarlas. El poeta siempre estuvo consciente, muchas veces lo dijo con una sonrisa cómplice.
Su obra ensayística ha sido una forma creativa, edificante, de ser dadivoso, de ejercer con bondad una venganza poética. Pero la poesía no se ha recluido a rumiar su savia en un discurso de autocomplacencia. Nunca con más lucidez y de un modo más corrosivo, ha cuestionado un poeta la aridez medieval del canon hegemónico impuesto por la cultura oficial. Ya en sus primeros libros se levantaba un mástil en que se izaron, una tras otra, las banderas del humanismo, del cuestionamiento ético y filosófico, de la resistencia inteligente del conocimiento ante el fanatismo ideológico o la polarización política. Una poesía que construye baluartes, fortifica, desde la sustancial idealización del modelo negado: el hombre uno, ante el dilema de la existencia.
Este libro puede leerse como un inventario de lo que logró salvarse de las llamas en la gran biblioteca de Alejandría. Puede leerse como un manual para reconstruir, rearmar la cúpula quebrada, los fragmentos dispersos de la utopía. Puede leerse como un misal de reconciliación con los símbolos hipertrofiados o sobreevaluados de nuestras malogradas convicciones de ha tiempo. Puede leerse como ejemplo de que se puede cenar pan blanco, beber agua fresca, madurando la pasión sin reverenciar el sacrificio. Este libro puede leerse, debe leerse de cualquier modo. Nunca más oportuna lectura, quizás por eso demorada, (se publico en el año 2001) esta que nombra todos nuestros objetos de adoración y de repudio, con idéntica “claridad”, con igual pasión, con igual devoción.
NAVIDAD DE LOS MUERTOS
Desde lo alto del pino los muertos me contemplan,
ellos ríen cuando el viejo señala sus losas rotas
y dice: ésta es la casa última,
para ellos es poca esa brazada en la tierra,
las hojas secas y el mármol no pueden cubrirlos,
los muertos no son cuerpos que se pudren
ni almas en el aire, son sólo muertos,
ellos no tienen pasado sino tristes nombres,
han cambiado el futuro por ropas demasiado pequeñas,
los muertos viven sólo en un presente amargo,
reclaman casas que jamás tuvieron, vasos ya deshechos,
ansían encontrar sus vidas en papeles que pasan volando,
los muertos mienten para hallar sus únicas verdades,
se aferran al hoy reclamado el soplo de otros muertos;
si paso bajo la rama ellos escupen mi sombra,
podría llevarles confites y vinos muy dulces,
ellos seguirían murmurando: no escribas de la tarde,
no dejes más signo que un lamento
sobre las cosas perdidas, sus huesos necesitan para ser
la breve sucesión de mi memoria,
si cortara la rama, ellos volverían sus cabezas sin rostro,
entrarían en la casa para ocupar los lugares más distantes del espejo,
¿qué ofrendas poner a quienes sólo recuerdan
una navidad lejana, siempre la misma
y vuelven a ella con diálogos circulares?
En torno a la rama dispongo las frutas, cuadernos coloreados,
retratos donde ellos semejan príncipes
y ceremonioso, voy prendiendo el fuego,
no escucharé sus cantos cuando la luz vaya a invadirlos,
no desprenderé las guirnaldas para reclamar desde el no ser una agonía
/más leve,Desde lo alto del pino los muertos me contemplan,
ellos ríen cuando el viejo señala sus losas rotas
y dice: ésta es la casa última,
para ellos es poca esa brazada en la tierra,
las hojas secas y el mármol no pueden cubrirlos,
los muertos no son cuerpos que se pudren
ni almas en el aire, son sólo muertos,
ellos no tienen pasado sino tristes nombres,
han cambiado el futuro por ropas demasiado pequeñas,
los muertos viven sólo en un presente amargo,
reclaman casas que jamás tuvieron, vasos ya deshechos,
ansían encontrar sus vidas en papeles que pasan volando,
los muertos mienten para hallar sus únicas verdades,
se aferran al hoy reclamado el soplo de otros muertos;
si paso bajo la rama ellos escupen mi sombra,
podría llevarles confites y vinos muy dulces,
ellos seguirían murmurando: no escribas de la tarde,
no dejes más signo que un lamento
sobre las cosas perdidas, sus huesos necesitan para ser
la breve sucesión de mi memoria,
si cortara la rama, ellos volverían sus cabezas sin rostro,
entrarían en la casa para ocupar los lugares más distantes del espejo,
¿qué ofrendas poner a quienes sólo recuerdan
una navidad lejana, siempre la misma
y vuelven a ella con diálogos circulares?
En torno a la rama dispongo las frutas, cuadernos coloreados,
retratos donde ellos semejan príncipes
y ceremonioso, voy prendiendo el fuego,
no escucharé sus cantos cuando la luz vaya a invadirlos,
no desprenderé las guirnaldas para reclamar desde el no ser una agonía
siempre amargos, ellos quieren hacer de la navidad
un inventario de otras que los hombres desecharon,
¿y la desnudez? los muertos nunca se despojan de sus ropas,
sólo se disfrazan de estudiantes, barqueros o mendigos
para confundir a las visitas con amentos que no concluyen.
Al oscurecer esparzo las cenizas bajo la alfombra,
apenas ha quedado una falange, un vidrio de reloj, media sonrisa;
rencorosos, desde su palmo de musgo,
los muertos, incesantes, me acechan
cuando el viejo pule las losas y repite: ésta es la casa última,
inclinan el pino, ríen, aguardan,
es sólo otra navidad la que ha pasado
y ellos son largos e inmortales como el tedio.
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
Esta tarde me han llevado al cumpleaños en la casa humilde. De pie sobre un taburete y con el plato apoyado en el mantel de arabescos, paladeo las empanadas tibias; pasa a mi lado un perro, apenas me mira, pero siento escozor, intranquilidad, un franco miedo y para aplacarlo dejo caer una gran porción que él devora silencioso. Los otros invitados no me han visto, sigo hurgando en mi plato mientras el viento levanta polvo en la calle. Está tan lejos mi casa, esa distancia entra en el sabor de la merienda.
Camino por la ciudad desconocida, entro y salgo de los comercios, recorro con la luz del invierno la plaza del mercado: los artistas ambulantes han encendido una hoguera, se calan extraños sombreros, recitan monólogos o tiran resignados del carromato. No son para mí esos carteles que anuncian la ópera, la lotería, el circo. Deambulo sin guantes preguntándome si la calle del parque conduce hasta aquella iglesia, si el puesto de la vendedora de manzanas y el museo forman parte del mismo laberinto. El frío no me permite saber la hora, me he perdido y no estaré en el hotel para la cena. Pregunto en francés a un transeúnte, quiero concluir la aventura y alargo las sílabas con un temblor semejante a la idea de la nieve.
Con el balcón abierto sobre el mar, asisto a una clase sobre Dios, la comunicación, las virtudes, en verdad contemplo una nave y un pájaro que corren sobre el azul, paralelos, renuevo una cita que ocurrió hace diez años, me pregunto si Dios estará aquí en este silogismo fatigoso o vuela libre como el ave hasta allá donde me pierdo entre dos transeúntes y un fragmento de poema. Le agradezco haberme dado la memoria y en ella: un cumpleaños muy pobre, un perro, una ciudad extranjera, comediantes sin número y un pedazo de mar. Él encarna en ellos, anima con su soplo este instante y después los disuelve, hasta otra tarde, suavemente.
Esta tarde me han llevado al cumpleaños en la casa humilde. De pie sobre un taburete y con el plato apoyado en el mantel de arabescos, paladeo las empanadas tibias; pasa a mi lado un perro, apenas me mira, pero siento escozor, intranquilidad, un franco miedo y para aplacarlo dejo caer una gran porción que él devora silencioso. Los otros invitados no me han visto, sigo hurgando en mi plato mientras el viento levanta polvo en la calle. Está tan lejos mi casa, esa distancia entra en el sabor de la merienda.
Camino por la ciudad desconocida, entro y salgo de los comercios, recorro con la luz del invierno la plaza del mercado: los artistas ambulantes han encendido una hoguera, se calan extraños sombreros, recitan monólogos o tiran resignados del carromato. No son para mí esos carteles que anuncian la ópera, la lotería, el circo. Deambulo sin guantes preguntándome si la calle del parque conduce hasta aquella iglesia, si el puesto de la vendedora de manzanas y el museo forman parte del mismo laberinto. El frío no me permite saber la hora, me he perdido y no estaré en el hotel para la cena. Pregunto en francés a un transeúnte, quiero concluir la aventura y alargo las sílabas con un temblor semejante a la idea de la nieve.
Con el balcón abierto sobre el mar, asisto a una clase sobre Dios, la comunicación, las virtudes, en verdad contemplo una nave y un pájaro que corren sobre el azul, paralelos, renuevo una cita que ocurrió hace diez años, me pregunto si Dios estará aquí en este silogismo fatigoso o vuela libre como el ave hasta allá donde me pierdo entre dos transeúntes y un fragmento de poema. Le agradezco haberme dado la memoria y en ella: un cumpleaños muy pobre, un perro, una ciudad extranjera, comediantes sin número y un pedazo de mar. Él encarna en ellos, anima con su soplo este instante y después los disuelve, hasta otra tarde, suavemente.
ÁNIMA SOLA
A Simnoe Weil
Solo en alma: la primera vez que escuché esa frase era yo niño y me produjo una sensación oscura, inquietante. Solo en alma. A lo largo de estos años la he dicho alguna vez, sin mucha conciencia de su valor, tres palabras sin explicación exacta, estar así: solo-en-alma no es permanecer simplemente solo, ni andar en soledad, ni siquiera encontrarse a solas con su alma, parece aludir a alguien por una estructura imaginaria, su alma desnuda, o a un ser que rehuyendo la exterioridad ha entrado en sí mismo para dialogar con su alma, tan secretamente que cierra la puerta: a solas ella y él, a solas él en ella.
Solo es vocablo que tiene analogía con pobreza, con arraigo de árbol en yermo azotado por los vientos, con figura del Greco, soplada hacia arriba como una llama, pero también con aspiración al Uno, con la perfección del que vence en feliz síntesis sus fragmentaciones y acepta el existir como una apertura que no teme el vacío ni el azar. la participación viene con en, el puente abierto a la interioridad del alma que vive con delicadeza intangible o plenitud total, soplo entre dos agujas góticas o desenvolvimiento grave y horizontal del Pantocrator.
Quien está solo en alma pasa por una fase nocturna: estuvo fuera de sí, pasó a las entretelas del sí, ahora, tanteando a ciegas, se orienta en ese espacio gaseiforme, desconocido, del alma que se ha amoldado a él sin saberlo.
Un niño nunca está solo en alma, ni in adolescente, su inocencia los resguarda y mantiene en el tibio esplendor de la epidermis, un hombre, una mujer, pueden llegar a estarlo después de muchas sequedades y en espera de otras. Es asumir transitoriamente la condición del mar o de una estrella: habitar una fatal esencialidad, un recogimiento sólo gobernado por lo necesario sin ornamentos ni calificativos. De ahí el doloroso rasgón de los místicos que se vuelven antes mitad humanos mitad cósmicos, con ambas partes unidas como herida mal suturada, abierta al mundo y al voltear de viento.
Tal vez no sabía mi madre el contenido exacto de esa frase, quizá lo intuía oscuramente cuando hablaba de una noche de esa frase, quizá lo intuía oscuramente cuando hablaba de una noche junto a la cama de mi padre enfermo o del trecho de calle que recorrió alguna vez entre ojos amenazantes. Sin haber leído a San Juan de la Cruz ella nos mostraba con naturalidad un jirón de la noche oscura incrustado en la vida, la suya, tan importante como la de Santa Teresa, Novalis o el rey David, alumbradora de la mía, mi propia soledad en alma, la que me empuja a trazar estas líneas.
Roberto Méndez Martínez: (Camagüey, 1958) Poeta, ensayista, crítico de arte y narrador. Es Miembro Correspondiente de la Academia Cubana de la Lengua, Licenciado en Sociología en la Universidad de La Habana y Doctor en Ciencias sobre Arte en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Ha publicado: Carta de relación. (poesía) 1988, Manera de estar solo. (poesía) 1989, Desayuno sobre la hierba con máscaras.(poesía) 1991, El fuego en el festín de la sabiduría. (ensayo) 1992, Desayuno sobre la hierba con máscaras. (poesía) 1993, Cifra de la granada. (ensayo) 1994, Conversación con el ciervo.(poesía) 1994, Música de cámara para los delfines.(poesía) 1995, Soledad en la plaza de la Vigía. (poesía) 1995, Variaciones de Jeremías Sullivan.(novela) 1999, Cuaderno de Aliosha (poesía) 2000, La dama y el escorpión .(ensayo) 2000, Viendo acabado tanto reino fuerte (poesía) 2001, Elogio de la noche.(ensayo). 2002, Libro del invierno (poesía) 2002, José María Heredia, la utopía restituida (ensayo) 2003, Castillo interior. (ensayo) 2003, Autorretrato con cardo (poesía) 2004, Las especies del aire (poesía) 2005.
A Simnoe Weil
Solo en alma: la primera vez que escuché esa frase era yo niño y me produjo una sensación oscura, inquietante. Solo en alma. A lo largo de estos años la he dicho alguna vez, sin mucha conciencia de su valor, tres palabras sin explicación exacta, estar así: solo-en-alma no es permanecer simplemente solo, ni andar en soledad, ni siquiera encontrarse a solas con su alma, parece aludir a alguien por una estructura imaginaria, su alma desnuda, o a un ser que rehuyendo la exterioridad ha entrado en sí mismo para dialogar con su alma, tan secretamente que cierra la puerta: a solas ella y él, a solas él en ella.
Solo es vocablo que tiene analogía con pobreza, con arraigo de árbol en yermo azotado por los vientos, con figura del Greco, soplada hacia arriba como una llama, pero también con aspiración al Uno, con la perfección del que vence en feliz síntesis sus fragmentaciones y acepta el existir como una apertura que no teme el vacío ni el azar. la participación viene con en, el puente abierto a la interioridad del alma que vive con delicadeza intangible o plenitud total, soplo entre dos agujas góticas o desenvolvimiento grave y horizontal del Pantocrator.
Quien está solo en alma pasa por una fase nocturna: estuvo fuera de sí, pasó a las entretelas del sí, ahora, tanteando a ciegas, se orienta en ese espacio gaseiforme, desconocido, del alma que se ha amoldado a él sin saberlo.
Un niño nunca está solo en alma, ni in adolescente, su inocencia los resguarda y mantiene en el tibio esplendor de la epidermis, un hombre, una mujer, pueden llegar a estarlo después de muchas sequedades y en espera de otras. Es asumir transitoriamente la condición del mar o de una estrella: habitar una fatal esencialidad, un recogimiento sólo gobernado por lo necesario sin ornamentos ni calificativos. De ahí el doloroso rasgón de los místicos que se vuelven antes mitad humanos mitad cósmicos, con ambas partes unidas como herida mal suturada, abierta al mundo y al voltear de viento.
Tal vez no sabía mi madre el contenido exacto de esa frase, quizá lo intuía oscuramente cuando hablaba de una noche de esa frase, quizá lo intuía oscuramente cuando hablaba de una noche junto a la cama de mi padre enfermo o del trecho de calle que recorrió alguna vez entre ojos amenazantes. Sin haber leído a San Juan de la Cruz ella nos mostraba con naturalidad un jirón de la noche oscura incrustado en la vida, la suya, tan importante como la de Santa Teresa, Novalis o el rey David, alumbradora de la mía, mi propia soledad en alma, la que me empuja a trazar estas líneas.
Roberto Méndez Martínez: (Camagüey, 1958) Poeta, ensayista, crítico de arte y narrador. Es Miembro Correspondiente de la Academia Cubana de la Lengua, Licenciado en Sociología en la Universidad de La Habana y Doctor en Ciencias sobre Arte en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Ha publicado: Carta de relación. (poesía) 1988, Manera de estar solo. (poesía) 1989, Desayuno sobre la hierba con máscaras.(poesía) 1991, El fuego en el festín de la sabiduría. (ensayo) 1992, Desayuno sobre la hierba con máscaras. (poesía) 1993, Cifra de la granada. (ensayo) 1994, Conversación con el ciervo.(poesía) 1994, Música de cámara para los delfines.(poesía) 1995, Soledad en la plaza de la Vigía. (poesía) 1995, Variaciones de Jeremías Sullivan.(novela) 1999, Cuaderno de Aliosha (poesía) 2000, La dama y el escorpión .(ensayo) 2000, Viendo acabado tanto reino fuerte (poesía) 2001, Elogio de la noche.(ensayo). 2002, Libro del invierno (poesía) 2002, José María Heredia, la utopía restituida (ensayo) 2003, Castillo interior. (ensayo) 2003, Autorretrato con cardo (poesía) 2004, Las especies del aire (poesía) 2005.
3 comentarios:
El tiempo hace casi siempre y sólo en apariencia, inservibles las primeras palabras. De todos modos, ellas proveen y cargan el contenido de las siguientes, soportan su peso. El camino inverso es un recorrido reservado para grandes hombres, se resume en él la misma distancia entre pureza y símbolo. Roberto Méndez transita desde la vastedad del discurso al sitio no nombrado, y cubre nuestra desnudez de significados. Gracias.
Elizabeth
Heriberto:
Gracias por tu visita. Escríbeme, por favor, a arcoyespuela@gmail.com, y nos ponemos de acuerdo.
Guillermo Aldaya
Gracias, Heriberto, por esta belísima reseña, y por traernos a Roberto Méndez.
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