jueves, 30 de octubre de 2008

EL ENCARGO DE UNA DAGA

El gremio de los orfebres siempre ha sido muy competitivo. En él han destacado muchos por el brillo de su talento, que en algunas ocasiones llega a eclipsar hasta el brillo de sus obras más exquisitas. Otros, sin tantas dotes, se han hecho diestros en alianzas y han logrado hacerse notar por los que reinan, estando en el sitio justo y cincelando la oportunidad para sacarle sus mejores aristas como si de dulce plata se tratase.
Los primeros, han logrado hacerse de una pequeña clientela, cuya única fidelidad se manifiesta en el culto a la transparencia de las gemas, la perfección y novedad de su corte, la delicadeza de los engarces y el respeto por el alma noble de los metales preciosos y la pureza de sus aleaciones. Tienen un pequeño taller, alejado de los mercados del centro, junto al rio o con amplios ventanales a los prados del oeste, donde viven con su familia y, junto a dos o tres aprendices que le llaman padre con respeto, esperan a los mercaderes que al anochecer se acercan a mostrarle las piedras que otros han rechazado. No supieron ver la luz que en ellas duerme y pretendieron comprarlas a precio de guijarros. Nunca serán ricos en demasía ni pasearan los salones de moda, más que en los dedos de una refinada dama, el pecho apetecido de una joven o la empuñadura de la espada de un noble, conocedor de las artes veneradas por sus antepasados.
Su taller no producirá más que obras únicas, irrepetibles: llegan al crisol con la impronta del caballero o dama que ha de llevarlas. El maestro escoge el metal y las gemas que han de expresar con más transparencia y fidelidad la devoción, regocijo o el pesar de su futuro dueño. Las arcas pueden estar vacías y rechazará los encargos de burdos cortesanos o barrigudos y groseros burgueses, que traen su balanza para valorar las joya que piensan adquirir por el peso bruto del metal en ellas invertido. En la cámara, una hora cada día, el maestro conversa con las piedras en bruto que ha ido comprando durante toda una vida y les promete y un fino corte y un dueño que sepa apreciar sus luces. Cada pieza salida de sus manos pregona, con el respeto que sólo puede proveer la singularidad, el nombre del maestro, sin que halla tenido este que grabar sus iníciales en alguna parte no visible.
Los segundos, que a los ojos de todos son los primeros, tienen una enorme clientela que compra brillo por onzas. Pagan haciendo rodar las monedas de oro sobre la dignidad de los empleados, innúmeros, de su enorme local; taller y comercio que ocupa toda la esquina mejor iluminada de la plaza central, opuesta a la catedral. Los domingos, concluida la autoflagelación ante la castrante presencia divina, los clientes pavonean sus barrigas o sus encorsetados bustos hasta sus vidrieras, para sanar sus adoloridas rodillas, regalándose un pesado brazalete del más vulgar oro, fundido y cincelado por un torpe aprendiz. Estos orfebres de la imagen son ricos hasta la saciedad, se pasean en los salones cargados de joyas que han comprado a otros discretamente (y que a veces se ven obligados reproducir burdamente, ante la insistencia de una dama, gorda a ojos vista y de famélicas virtudes) e invierten enormes esfuerzos y dineros en estar cerca del poder, cualquiera que este sea, pero sobre todo del que se ejerce desde el podio que erige el oro. Compran oro y plata sin mirar su pureza o funden monedas, gastadas por el vulgar trasiego en oscuras transacciones. Irrespetan la nobleza de la gemas, compradas al por mayor, y las hacen cortar a conveniencia por artesanos inhábiles que matan su luz natural, convirtiéndolas en múltiples destellos vacíos y sin valor. Las piezas deberán llevar grabado su nombre en el sitio, donde sin obstaculizar mucho el diseño, sea imposible obviar su presencia. Cada noche, el orfebre, al que todos sus empleados llaman señor, contabiliza cada una de las piezas, ayudado de dos escribanos; pesa el material no utilizado y despide a todos, después de hacerles vaciar sus bolsillos y aflojar los pliegues de sus vestiduras. Su orgullo es haber reproducido para el duque la espada del último rey de los carolingios.
Por todo el mercado, abren y cierran negocios una multitud de embaucadores que logran robarse unos a otro algún cliente. Son aprendices, que luego de barrer los talleres de todos los orfebres establecidos y robar a sus amos o acumular oro de cernir cada noche el polvo de las mesas y el piso, deciden abrir su taller y aplicar los conocimientos aprendidos, mirando sobre el hombro de los orfebres. Se leen de corrido las memorias de Bembenuto de Cellini, compran un lote de joyas a una familia arruinada para llenar sus vidrieras y con herramientas de segunda mano y dos aprendices echados de otro taller, comienzan una efímera aventura de simulaciones y estafas. A veces, en el gremio, los más ricos orfebres luchan entre ellos por la jerarquía y el dominio del mercado y en este momento es que estos, los terceros se hacen útiles. Algunos, los más hábiles, reviven viejos lazos de vasallaje y halagan a sus antiguos patrones apoyándolos y reclutando adeptos entre todo un ejércitos de mediocres y farsantes, anhelando una migaja o usar su cercanía a los que reinan, o a los que los sirven, para cobrarse viejas deudas con enemigos que sólo existen en el imaginario de sus frustraciones. Normalmente son repudiados cuando dejan de ser útiles y viven entonces a la espera de una nueva oportunidad. En tanto, dejan correr su maledicencia en cuanto lugar alguien accede a escucharles y cuando coinciden con el destinatario de sus biliosas acciones en un sitio público, estos apenas los notan o se apartan de ellos como quien evita las insidias de un insecto.
El gremio es una invención de los que sueñan un espacio de poder. Se lo disputan, a fuerza de comprar voluntades, los que no pueden reinar por dotes nobles y dan techo a los que bregan libando sus frustraciones en la precariedad más absoluta para hacerse erigir y reinar sobre ellos. En tanto, los maestros, hoy comerán una hogaza de pan blanco y abrirán una botella de vino al final del día con sus aprendices, para festejar la piedra que adquirieron, el corte perfecto de uno de ellos (que pronto será reconocido orfebre), o el encargo de una daga para el joven hijo de un cliente, que se marchará a Paris a estudiar filosofía.

jueves, 23 de octubre de 2008

FLORES PARA CAMILO

"... se ríe solo en el camino a consulta / y el que se ríe solo / se acuerda de una época más clara y más simple / el que se ríe solo..." y yo me río solo ahora y recuerdo, y no era tan clara y tan simple aquella época. Se podrían simplificar muchas cosas con solo saber recordar de un modo más ligero.
Se podría hablar entonces de las fotos, simplemente puestas desde el día ocho en cuanto lugar era posible, y no habría que decir nada de ellas pues todos recordaríamos sin lugar a error las mismas fotos. Nos vendrían a la mente los mismos versos y los mismos ojos de una tan diferente mirada y en los que, no hay dudas, buscamos muchas veces la verdad. Una impersonal expresión de bondad y una sonrisa, que no imaginamos puedan estar unidas de otro modo que para sostener la más absoluta transparencia.
Olvidemos ahora esa expresión que Korda logro rescatar, a punta de tijeras más que con el lente, borrando quien sabe cuanto rostro, y pensemos por un momento sólo en esa sonrisa interminable que durante tantos años a soportado tanto inútil adjetivo y que a pesar de ello no ha dejado de ser inevitablemente amplia. Nunca me pareció que se riese solo, que nunca una sonrisa es menos amplia, y estando aún tan burdamente recortada en fríos carteles, año tras año colgados en una y otra puerta, se derramaba afectuosamente con esa callada fuerza que signa un gesto cómplice.
Las escuelas se organizaban en bloques, todos de uniforme, habían sustituido el viejo uniforme gris por el azul y ese curso comencé las clases con mi pañoleta como si el cambio incluyese su uso inevitablemente. El hombre vino a hablar una docena de veces más conmigo, después me hago la idea que dejó de gustarle y se quedaba un rato hablando en la puerta del aula con la maestra hasta que un día no vino más. El curso pasó lento y yo sentí mucha alegría cuando escuche que el uniforme seria distinto el nuevo curso.
Eran cerca de las dos y todos estábamos formados en la calle, el uniforme casi nuevo, en un perfecto bloque azul que se movió unos metros y se detuvo de nuevo para reorganizarse y esperar que el bloque que nos precedía tomara distancia. No era que aquellas flores no me gustaran, pero eso de andar todo el camino desde casa con el brazo a la altura del pecho sosteniendo esas tristes flores, a más de molesto me pareció ridículo. Dejarlas colgando al lado del cuerpo era más cómodo pero me resultaba de igual modo molesto, recordaba las viejas que en la mañana de los domingos pasaban rumbo al cementerio con hermosos ramos en la mano y una escoba en la otra.
Mamá las había arrancado del jardín y me las había dado con el mismo gesto con que me daba los libros o el dinero de la merienda. Eran tres flores simples, tres rosas rosadas y comunes que me hubiera gustado poner en algún lugar de la casa como a veces hacia ella, pero iba camino de la escuela y no sabia que hacer. Las tomaba en una y otra mano y hubiera deseado tener que llevar los libros, hasta una ridícula escoba hubiera llevado de buena gana. Tomé una en la mano derecha pero estaba molesto con todo y comenzaron a parecerme excesivas dos flores en la izquierda, sobre todo con mamá que bien pudo cortar tan solo dos, así que deje caer con descuido la que parecía más marchita y respiré con cierto alivio.
Sonreía desde los edificios públicos en grandes pancartas encendidas por el sol o desde la sombra sólida de los portales y era allí donde sentía menos soledad en su sonrisa, parecía ser más amplia insinuando una complicidad que casi me arrancaba de la fila. Algunas niñas sostenían aún, con evidente esfuerzo, sus ramos en alto. Miré con preocupación si aún tenía las mías en la mano que colgaba junto a mi cuerpo. Sudaba copiosamente y me propuse no mirar de nuevo hacia los portales cuando dieron la orden de avanzar. Caminamos ocho cuadras y aún no se veía la ceiba que mi padre saludaba a veces cuando íbamos a casa de mis tíos y que se alzaba a orillas del río.
"¿Y porque no encontraron el cuerpo?, Nadie desaparece de ese modo." Mi madre miraba a tío Humberto siempre del mismo modo y cada vez que pronunciaba esta frase contaba el cuento de cuando fue a pasar unos días en casa de Julia, en Camagüey, y de como llamaban por teléfono a toda hora y decían que lo habían matado porque era muy popular y tenia muchas simpatías en el ejercito.
Yo evitaba mirar hacia los portales, por suerte en la próxima cuadra hay sólo dos. Miré hacia atrás y estaba en todos lados y desde todos lados me sonreía. Sentí que el uniforme había perdido aquel olor a nuevo y que también delante había numerosas pancartas y que era mejor mirarlas por el reverso, y que aún por el reverso me daban la medida de cuantas miradas, de cuantas sonrisas con su complicidad y todo cargaba en mis espaldas.
"Dicen que el viejo Troadio Camacho, que fue su amigo y combatió en Yagüajay, no se ha cortado el pelo ni la barba y no lo hará mas hasta que no aparezca." Humberto venia todos los domingos a casa en la mañana, se sentaba y mientras mi madre cocinaba comenzaba a hablar siempre del mismo modo: "Recuerdas Ana Rosa cuando en el año..." y mamá casi nunca recordaba bien, (siempre tuve la sensación de que fingía) y el se recostaba, fumaba y ya no dejaba de hablar: "...cuando en el año cincuenta y ocho pusieron en la estación de trenes un pasquín con las fotos de los dos acusándolos de comunistas bajo un letrero de SE BUSCA. Entonces decir comunista era dejar como un gran pedazo de hielo suspendido en el aire y lo siguió siendo un tiempo después de que Batista huyera."
El hombre estaba ya sobre la tarima que habían improvisado a un costado del puente, bajo la ceiba, como en una isla de sombra. Junto a él estaba un grupo de hombres y mujeres todos de verde olivo y yo sentí de nuevo, como escapado de aquel pedazo de aire tan ajeno al nuestro, de aquella caja de aire húmeda y fresca bajo el verde inmóvil de las ramas, un fuerte olor a loción para después del afeitado y me dio nauseas. Se escuchó una grabación algo distorsionada del himno y alguien leyó un largo discurso y yo tenia las manos sudadas y los ojos me ardían y se escuchó su voz y "Yo no dudo que un día aparezca en otro país o esté preso, no creo que haya sido comunista, que seguro eso era propaganda del gobierno".
Su risa, que ahora me parece mucho más que una sonrisa, amplia y todo, nos avisaba, me avisaba con una especial insistencia que de algún modo iba a estar allí, que iba a apoderarse de los altavoces con su voz rasgada. Años después, y a fuerza de repetirse, esa sensación se fue apagando. Ya no llegaba nunca hasta el río, escabulléndome entre la gente en algún momento de confusión, después que pasaran el listado de asistencia. Empecé a prestar atención a su voz en el acto nacional que transmitían por la radio y a percatarme de que no había nada en sus palabras que pudiera interesarnos sólo a nosotros y a nadie más.
Aquella tarde, aquellas dos rosas rosadas y comunes sobre el agua lenta y aquellas pancartas que ya no volví a ver al regreso, se fueron deshaciendo ...en menudos pedazos... en una memoria que quisiera simplificar muchas cosas y se esfuerza en recordar de un modo más ligero.

martes, 21 de octubre de 2008

SIGNOS DEL POLVO

..............................................Los ciclos del Cielo en veinte siglos
..............................................nos alejan de Dios y nos acercan al polvo
...................................................................T. S. Eliot.


ARIES

No ceja más no siente, que sentir más quisiera
aunque cejar permita. Calla y ha de velarle
la sangre el ojo turbio. En oro ha de grabarle,
ha de llorar en oro para que el mármol hiera.

Odia la recompensa, en sus filos rompiera
el más turbio recuerdo. El cielo ha de olvidarle
si flaquea. Alimenta la voz que de nombrarle
siente apenas que aclama la verdad que mordiera.

El mármol quiebra, el frío temblor logra ocultar
y entre el mármol que sueña y el mármol que destruye
tiembla la carne dócil donde la sangre fluye.

Del ojo no se fía, la piel ha de ocultar
el oro que sostiene. Si el tiempo ha de morderle
no lo paga el olvido. La sangre ha de vencerle.

TAURUS

Noble el asta no hiere, la herida no redime
la herida, en ella insiste el hierro, el romo hierro
cebado de odio. Afirma la pezuña en el cerro,
noble el asta hacia el norte guarda el pecho que gime.

El hierro, no es el hierro quien le hiere, le oprime
indiferente el cielo. El aire, en su destierro
de materia impalpable, trae la voz del cencerro
con su himno de sangre que de sangrar le exime.

El más frío silencio, casi escarcha, gradina
sobre el lomo la noche quiebra en mármol, doblega
la noche, un cielo oscuro y falso que le niega.

En el asta y el sexo su silencio reclina,
su poderosa ausencia, triste poder, reclama
la muerte sucesiva que en su recuerdo brama.

GEMINI

Canta en la voz ajena. Siente encinta el abrazo
que no ha dado, sus piernas sostienen sin esfuerzo
el fruto de lo incierto. Vende la miel del verso
que escuchara, su triunfo sublimara el fracaso.

Siente su turbia sangre en el ajeno brazo,
la fiebre es sangre y sangre será el grano disperso
que la mano ofreciera negando. Si el adverso
discurso fuese espiga, cosechara el ocaso.

Dará a la luz la sombra del fruto que ha vencido,
cambiará cada gesto por el gesto que niega
y el oro de la espiga vulnerará la siega.

Del recuerdo, la bestia noble habrá destruido.
Nada ha de atarle, nada tendrá su justo peso,
teme el cálido manto que aguarda su regreso.


CÁNCER

Hacia la muerte el paso, más tardo que seguro,
retrocede y avanza hacia la muerte. Lento
el paso, el lodo surca, cruel el divertimento,
va trazando los signos del juego más oscuro.

A un lado el agua extensa, el aire como un muro
impalpable al costado, la tierra, -su lamento-
a la espalda. Qué rostro enfrentar, si en el viento
una puerta al abismo se abre y nombra el futuro.

En tanto retrocede, duda y sueña otro cielo,
es la duda y el sueño, es el rencor y aún ama
tozudo las virtudes del lodo y por él clama.

No guarda anhelo alguno, ambición o desvelo
no son banderas suyas. El azar le divierte:
es un símbolo hueco que inventara la muerte.


LEO

En el emblema herido, coronado, rampante
en oro sobre rojo, la garra el trigo siega.
Ruge, de sus bondades nombrara lo que niega
y sobre el campo en rojo busca el cuerpo sangrante.

Engarza en oro el cuerpo de un futuro distante
y en sangre baña el cetro del alma. Si doblega,
no mata, humilla y ciñe su gloria. El prado anega
del dolor que anunciara la estrella en el levante.

La roca, el agua, el viento, reniegan del zarpazo;
obedece la brizna, niega el fuego la llama
que abrasara su sombra y aun su sombra aclama.

Será emblema, no arma; símbolo, no fracaso;
basta un dardo y el miedo le hará cambiar la historia,
lo que silencio fuera será clamor y gloria.


VIRGO

Tañe el arpa la insomne, ala al velo ceñida,
muchacha que paloma o ave de oro nombrara.
Si del sonido sangre, si la voz agua clara,
turbia la mano tiembla, tiembla el ala y olvida.

Tañe el arpa. Si en sombras, velada o dividida,
en uno u otro templo la música sangrara,
busca insomne, ala en oro su silencio gravara
y en hilos de oro el velo anunciara la huida.

Insomne o en vuelo raudo, pliega el ala quebrada,
a su música oscura se vuelve como al sueño
si el sueño un sueño fuera. Le socorriera dueño

y otras dudas no hubiere, si en sueños recobrada
la música, el costado en su sangre bañara
y en el pecho rugiese la voz que le matara.


LIBRA

Nunca febril, helada, más no frívola, elude
la lectura agitada. Coronada la espera,
laureles sin la gloria teje. La mano hiera
sin sangrar, hiera el dardo y otra rama le escude.

Escúdele, designe justa la diestra y dude
del espejo; la imagen que por cierta ofreciera,
falsa, absurda, hipotética, no nombre, no requiera
el rostro que aun dudando a socorrerle acude.

La razón en silencio ha de soñar; no, el sueño
alimenta el desvelo. Ha de mirar si siente
que teme; no, el instinto a la razón le miente.

Ha de escuchar, tejer a solas el empeño
de deshojar las ramas, rasgar la bruma. El cielo
es el cielo, sin otra gloria que un raudo vuelo.


SCORPIO

Ponzoña, el estertor, la bruñida coraza;
borda el veneno en plata sobre el mantel. Hilara
el muslo terso, aguarda festejo y coronara
en la carne el bordado que en blanco lino abraza.

La rodilla o la duda; punza el discurso y traza
la sombra el tardo anhelo. Si al dintel retornara,
su paso sigiloso la noche recobrara
y ocultara en elogio lo que fuera amenaza.

Símbolo en el costado, emblema, cubre el vientre
angosto la ponzoña, signado el paso, y nieve
es el paso en la nieve. Hilara el temblor breve

en que la mordedura la novedad reencuentre.
Hilara el muslo terso si a un tiempo se detienen
para que agua, aire y cielo su soledad ordenen.


SAGITARIUS

Penetra el tiempo. Ciego, con su ciega medida
de polvo tensa un arco al tiempo ahora distante.
Bruñe tarde en el tiempo la flecha que a levante
hiere el hombro. La bestia en su pecho tendida

sueña vino, agua fresca para limpiar la herida
que tiempo y turbias aguas aun recuerdan sangrante.
Una voz dulce, un árbol que en el vientre vibrante
sueña un puente. La pata por el polvo mordida

ordena los gemidos del niño, que temblando
donde el agua termina, inicia el agua breve
en que sin otro cielo, la bestia sueña y bebe.

Es bestia y hombre, y ala de un sueño que cortando
el oscuro vendaje que a su silencio ataran,
busca en el agua el cielo que un día le negaran.



CAPRICORN

Nada recuerda, nada le oscurece la vista
mas nada ver pudiera bajo el cielo nublado.
No en las turbias rompientes, el cristalino vado
sírvale más y sueñe el filo, no la arista.

Usurero, bastardo, hijo de prestamista
en pago concebido y a viva voz negado,
enaltece las armas que en su sangre ha lavado,
su libro de familia sin perdida o conquista.

Es la peña su escudo, su podio. Fuese roca
y no carne si ardiese el odio en su costado,
mas es todo silencio, por el silencio odiado.

Asciende y su caída en cada piedra evoca,
es el abismo, duda y en el ultimo paso
hunde en el vasto cielo los cuernos del fracaso.
ACUARIUS

En el lago de sombras vierte su sombra amarga,
muchacha de agua, espuma en su leche tendida
y en agua sus vestidos y su voz sumergida,
niega el dolor si el frío extendiera su adarga.

El cántaro, su vientre abraza, su triste carga
sueña, con el sosiego del que sueña otra vida,
y le vierte en las aguas como una despedida,
como una sombra oscura y demasiado larga.

Duerme en el agua inútil, sumergida su sombra,
y parece que fuera ella una sombra inerte
que en su negar, negara las aguas de la muerte.

Colma y vierte el desvelo del cántaro, le nombra
con nombres que inventara y nombre que aun recuerda.
Le colma y vierte y teme que el olvido le pierda.

PISCES

La duda, haz de mirarle como se mira a oscuras
al agua que regresa de una muy larga ausencia.
Un pez de oro en el ojo, el vidrio, la evidencia
que corta, filo amargo, elogios y censuras.

Haz de mirarle oculta, si en su dolor perduras;
se aleja y aun regresa, te escucha y te silencia
el dolor unánime del vacío. Su esencia
tiene el color salobre del dolor que le auguras.

Si su dolor no sangra, no niegues que ha llorado;
sangre y agua se funden en su filo. Dormido
nombra iguales mentiras con apuesto sentido.

De sitio alguno puede decir que ha regresado,
a ningún sitio marcha seguro: calla y piensa.
Duda, tan solo duda, siempre duda y comienza.

martes, 7 de octubre de 2008

CANTO Y ELEGÍA

Por Félix Luis Viera.

Cuando, en 1972, Osvaldo Navarro recibiera el Premio David de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba con su poemario De regreso a la Tierra, publicado un año después, cambiaba el panorama de la más reciente poesía cubana. Antes de este libro, habían aparecido otros, también de poetas noveles, de indudable valor, pero De Regreso a la tierra establecía otra mirada tanto desde el punto de vista formal como de contenido. Resaltaba la fuerza descomunal de este libro telúrico, frutal, lleno de los aromas campestres, de los dolores de una niñez sumida en las carencias allá, en la campiña de la provincia de Las Villas, en un sitio rural cercano a la pequeña ciudad de Santo Domingo. A este trozo de tierra, precisamente, regresaba el poeta –adolorido, amador, furioso en ocasiones– en su primer libro de poemas, y éste era precisamente uno de los principales encantos de la obra: no había surgido hasta entonces otro poemario que tratara temas semejantes sin “acampesinar” las formas, he ahí una de las ganancias fundamentales de la obra, como escribiera, hace mucho tiempo, quien ahora les habla. De aquellos campos despegaría Osvaldo Navarro en plena adolescencia para sumarse a la lucha por alcanzar la Utopía, volvería de vez en cuando, sólo de visita, y un día, desechada la Utopía, ya no volvería más.
La obra poética de Osvaldo Navarro es vasta, resulta imposible resumirla en unas pocas cuartillas: Los días y los hombres (1975), Espejo de conciencia (1980), Las manos en el fuego (1981), Nosotros dos (1984), Combustión interna (1985), Clarividencias (1989), Xabaneras (1996) y Catarsis: cien y un sonetos, se cuentan entre sus poemarios más destacados. Si en su primer libro, ya aludido, De regreso a la tierra, el poeta asume sobre todo la temática campesina valiéndose de formas muy actuales, donde el verso libre alcanza una esbeltez paradigmática, Navarro, años después, nos iría sorprendiendo (valga el gerundio, que sí funciona en este caso) con una de las obras más sólidas –lo digo con suficientes elementos de juicio– de la poesía rimada escrita por cubanos. Quien lea Catarsis: cien y un sonetos no creo que se atreviera a negar que Osvaldo Navarro se halla entre los mejores cultivadores de esta modalidad en la historia de la poesía cubana. Como asimismo, lo afirmo sin pensarlo dos veces, sus décimas están en la vanguardia de los poetas cubanos de todos los tiempos dedicados a este molde estrófico. Es decir, una de las excelencias de la poesía de Osvaldo Navarro es que alcanzó, ha alcanzado, un valer descollante tanto en el llamado verso libre como en la poesía de corte tradicional, la cual él supo aderezar con elementos temáticos y formales de suma modernidad. Y esto, damas y caballeros, no es poco; esto ningún otro poeta cubano, que yo sepa, lo ha logrado en los niveles que Navarro lo hiciera. Para reforzar lo antes dicho, tómese en cuenta su último libro publicado hasta ahora: Horror al vacío, en el cual, en buena medida, regresa al molde estrófico, a la rima, y esta vez, en mi opinión, con más sabiduría formal, y nótese que convirtiendo asuntos de lo estrictamente cotidiano en verdadero “arte filosófico”, por decirlo de alguna manera.
Algo que no debemos pasar por alto en una ocasión como ésta es que, cuando Osvaldo Navarro escribía “dentro” de la revolución cubana, su poesía, con no poca constancia, abogaba por la crítica, clamaba por cuidar el Árbol de la revolución, de los elementos oportunistas, de quienes se aprovechaban de determinadas coyunturas para hacerse de prebendas, de quienes anteponían lo material al ideario entonces existente (cito: “y vi cómo subían al árbol las babosas"). De esto da fe principalmente en su libro Las manos en el fuego, que yo, en su momento, reseñara (creo que he reseñado casi toda su obra poética) con el título “Y tan difícil que es poner las manos en el fuego”, hace ya 25 años.
Hace un poco menos, 22 años se cumplen este verano, allá, en la pequeñita ciudad de Santo Domingo, tierra natal del poeta, como se ha dicho, nos encontramos una tarde de sábado para presentar su libro Nosotros dos, de temática amorosa, precisamente una de las mejores cuerdas que Navarro dominara, puesto que sus versos de amor tañen con campana suave, parecen arrullar en voz baja cuando en realidad retumban con delicadeza sublime, valga la paradoja, y en ningún momento toman el camino del desenfreno lúbrico, del escarceo emocional. Eso, más o menos, dije aquella tarde al presentar la obra en el mínimo parque de Santo Domingo. “La poesía canta y llora con la vida", me diría Osvaldo en una conversación aparte luego de la presentación. Y creo que esta frase suya, que tanto me impactara, encerraba, encierra, su credo poético. De aquella tarde conservo una foto en donde estamos él, un noble y candoroso poeta de la localidad y yo. Hoy, es una foto triste; hoy, parafraseando, diríamos que es una foto en que “la poesía llora con la vida".
Mas, a la par –y enfatizo: a la par– de su extraordinaria obra poética, Osvaldo llevó a cabo una labor igualmente magnífica en el campo de la ensayística, la narrativa, el artículo de fondo; de estos últimos recuerdo el que dedicara a la condición de “ser” caribeño, donde exponía con suma certeza los elementos que a lo largo de la historia dieron pie para que surgiera un área tan sui géneris en América Latina, un texto que en mi opinión representa una verdadera joya en esta temática. Amén de su inteligencia innata, su cultura humanística –que enriqueciera constantemente– era sólida, abarcadora, lo cual le permitía teorizar con agudeza no sólo en el terreno de la literatura, sino asimismo en el de la política y la filosofía.
A principios de la década de 1980, en los jardines de la sede de la Unión de Escritores y Artistas en La Habana, presente el buen amigo y colega Gustavo Eguren, Osvaldo nos confesaría que estaba escribiendo un relato “extraño” que lo traía completamente “amarrado". Este relato extraño sería El caballo de Mayaguara, publicado tres o cuatro años después y considerado por muchos entre las mejores obras del género testimonial que hayan visto la luz en la Isla. El personaje, o la persona “real", protagonista de este testimonio, sería el prototipo inspirador de la novela Hijos de Saturno, editada en 2002, cuyo eje temático es el desencanto de un luchador revolucionario y me atrevo a asegurar que la desilusión del propio autor.
Como todo ser humano, Osvaldo Navarro tendría defectos y carencias, pero quiero hacer hincapié esta noche en lo que sobrepasa a lo antes dicho: fue un poeta, un hombre valiente, optimista, estoico cuando la situación lo requería, agresivo cuando las circunstancias lo ameritaban. Durante sus veinte años de exilio en México, con un breve período en Miami, vio (y este vio tómenlo, claro, en su más plena acepción metafórica) morir a sus seres más queridos allá en la Isla, “acabo de encender una vela por mi madre, ha muerto allá en Cuba", me diría por teléfono aquella noche de la mala noticia. A pie firme soportó las buenas y las malas lejos de la tierra que lo viera nacer, y al menos yo nunca le escuché un quejido, y cuando algo de lo que me dijera se pareciera a un lamento, inmediatamente agregaba la idea emprendedora que lo borraba.
Amigas y amigos, hay hombres que cambian de ideario, de conducta social y política por conveniencia propia, o por falta de coraje, o por veleidades de temperamento. Quiero dar fe esta noche, porque conozco el caso de Osvaldo a fondo y a toda plenitud, y porque lo conocía a él a fondo y a toda plenitud, de que su dimisión de la causa revolucionaria que una vez con tanto ahínco y sacrificios defendiera, fue limpia, desinteresada, venida de su corazón, de su cerebro, del desencanto que tantos otros, con mucha razón, hemos experimentado. Y pienso, por otra parte, que resulta irracional juzgar negativamente a un hombre porque cambie de credo muy temprano o muy tarde en su vida, cuando ese cambio, como en el caso que nos ocupa, es raigal, absolutamente sustentado y, por demás, acarreará sobre todo amarguras, nostalgias, y la renuncia a ciertas preponderancias. Eso es loable. Algunos de los presentes podrían preguntarse a qué vienen estas palabras; otros, pueden inferir con toda claridad a quienes van dirigidas; ellos, los destinatarios de estas palabras, afortunadamente no se encuentran en esta sala.
Me resta decir que la Muerte ha quedado en deuda con nosotros; Osvaldo Navarro no: él nos legó todo lo que aquélla le permitiera antes de llegarle a destiempo. Sin embargo, aún hoy, cuando no tenemos físicamente al poeta entre nosotros, por qué no hacer válido uno de los versos de su más reciente poemario: “Me queda la primavera por delante”.
Muchas gracias.

Nota: Discurso pronunciado por el poeta Félix Luis Viera, en el Salón Tarkovsky de El Centro de Cultura Casa Lamm, el día 4 de agosto, en homenaje al poeta, novelista y periodista cubano, Osvaldo Navarro, fallecido el 7 de febrero de este año en su casa de México. Este día se presentó su libro “Melodías de Amor” editado por la dirección de publicaciones de El Instituto Politécnico Nacional.
Foto # 1: (Cortesía del autor) Foto mencionada en el discurso, hecha en Santo Domingo, tierra natal del poeta, el sábado 10 de marzo de 1986, durante la presentación de su libro “Nosotros dos". De izquierda a derecha, los poetas Eduardo Franco, Osvaldo Navarro y Félix Luís Viera.
Foto # 2: (Cortesía de Elena Tamargo, viuda del poeta) De izquierda a derecha, el narrador Rafael Carralero y los poetas Osvaldo Navarro y Félix Luís Viera, en su cumpleaños 50, celebrado en su casa de México, en 1996.
Foto # 3: (Cortesía de Elena Tamargo, viuda del poeta) El poeta Osvaldo Navarro, junto a su esposa, la poeta y profesora Elena Tamargo, durante la celebración del centenario de Nicolás Guillen, en el puerto de Veracruz, México, en el año 2002.

Félix Luis Viera: Poeta, cuentista y novelista, nació en Santa Clara, Cuba. Ha publicado los poemarios: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía de la UNEAC, 1976), Prefiero los que cantan (1988), Cada día muero 24 horas (1990), Y me han dolido los cuchillos (1991) y Poemas de amor y de olvido (1994); los libros de cuento: Las llamas en el cielo (1983), En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983) y Precio del amor (1990); las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la UNEAC 1987 y Premio de la Crítica 1988), Serás comunista, pero te quiero (1995) y la noveleta Inglaterra Hernández (Universidad Veracruzana, 1997) con una segunda edición a cargo de la Editorial Capiro en el 2003, Un ciervo herido, Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2003. Fue director de la revista cultural cubana Signos. Desde 1995 radica en México.

lunes, 6 de octubre de 2008

DESPUÉS DE GISELLE, EN BLANCO Y NEGRO

He terminado de leer el libro "Después de Giselle" (Aduana Vieja, 2008), de Isis Wirth. El libro es una selección de artículos, críticas, entrevistas y ensayos escritos entre 1987 y 2007. He ido haciendo apuntes y reflexionando mientras recorría cada uno de sus múltiples, y a veces paralelos, discursos. Hay muchas cosas, en mis apreciaciones de degustador profano y desconocedor de todo lo que no es sensorial y externo, que se han ido corriendo a un lado u otro, como cuando viene un decorador y corre los muebles hacia el sitio más favorable, más iluminado. Ese es el resultado de la primera lectura, y creo que otros vendrán de un análisis más profundo, de aspectos que me han interesado mucho y sobre los que he tomado nota para investigar y reflexionar con más conocimientos de causa.
El ballet, como el resto de la artes (o como una disciplina "umbrella" de todas ellas), no se mantiene ajeno a su realidad y aunque se pretenda crear una realidad escindida de su tiempo, el proceso se hace cada vez más contraproducente o camina rápidamente hacia el sitio del que se supone ha de alejarse. Una técnica con reglas-dogma, con estructuras y preceptos intangibles, no se convierte en una formula infalible de acceder a la trascendencia. Congelar no siempre preserva, y yo me pregunto si no ha sido esta la máxima en esta carrera de relevos que ha garantizado la supervivencia del espíritu de la danza. La autora nos guía por una galería de imágenes, de deidades; usando con precisión de timonel veneciano, las arboladuras de la entrevista, la filosa prestancia del nao transfigurado en artículo coyuntural, que logra aferrarse a lo trascendente esencial; o la especificidad sólida de nave insignia, de galeón, que proporciona el extender minuciosamente las ideas sobre un mapa de meridianos claros y notaciones precisas, que prefiguran el discurso del ensayo, para exponernos su poco ortodoxa visión de la danza.
Creo confirmar que, acaso por esto, cuando se habla de otras artes se puede hablar de cuadros, libros, incluso de una puesta en escena en el teatro o la ópera, y cuando se habla de ballet en imprescindible hablar de personas, de una bailarina o bailarín específico, como único modo de perpetuar la inmutabilidad del rito. El sentido particular que lo clásico adquiere en el lenguaje de la danza, pareciera formular la autora, o tal vez estoy queriendo entender yo, responde a la particular forma en que la danza ha ido formulando su notación, su mecanismo de defensa contra el natural olvido en que es susceptible de perderse lo gestual, dada la fragilidad y lo poco objetiva que puede ser hasta la más concienzuda descripción, cuando no hay parámetros que establezcan las coordenadas del cannon.
Por otra parte, especular sobre el paradigma de la morfología como condicionante de la ascensión, sobre el carácter sacro de un patrón de perfección, en que lo osteo-muscular impone un parámetro inmutable, enriquece la visión de lo danzario reivindicando la posibilidad de que, aún reconociendo la necesidad imperativa de privilegiar la regla, se reconozca un espacio a la excepción. Merece mi mayor atención, por lo sorprendente, como la autora da a la danza el privilegio de la duda, en cuanto a disciplina capaz de reinventarse sobre los huesos pretendidamente inamovibles del dogma clásico, lo cual de alguna manera incorpora al concepto (en los dominios exclusivo y excluyentes del lenguaje coreográfico) un valor agregado, que creo poder achacar a el triunfo de la individualidad sobre lo común. Creo que estoy hablando más de mis dudas que de mis certezas, y es que estas últimas no darían para un par de oraciones.
Para concluir, la autora reserva una pieza que vuelvo a leer para terminar estas notas. La negación de la opinión como elemento de enriquecimiento, pareciera justificarse en el origen y por la finalidad que le diera al Ballet un lenguaje, una notación legitimadora. La verticalidad imperativa, desde lo alto hacia la superficie en que todo se hace terrenal e impuro, pretende fundar la posibilidad de ascensión, de conquista de lo etéreo, y dar a seres imperfectos una suerte de pasaje a lo divino. Se sustenta con argumentos poderosos, y la realidad gozosa exhibe los ejemplos más sólidos bajo los anocheceres lechosos del totalitarismo ruso, o bajo los influjos de aromas frutales en que no puede ocultar sus imperativos el voluntarismo brutal de la Cuba castrista. El paralelo no niega al ballet su suerte de cisne que muestra ileso su plumaje blanco, aunque lleve siempre en si la sombra que le define, el cisne negro.


Isis Wirth: La Habana, Cuba. Crítica de danza y periodista. Estudió Historia del Arte en la Universidad de La Habana, ciudad en la donde trabajó durante diez años como escritora de danza en el Ballet Nacional de Cuba. Ha residido en el Medio Oriente, Ucrania, Costa Rica, Francia, y vive actualmente en Munich, Alemania. Ofreció en 1997 un curso –Historia y Apreciación del Ballet– en el Instituto Superior de Artes de Damasco, Siria, primera experiencia de este tipo en toda la región.Ha sido colaboradora del diario ABC en España, y contribuye regularmente en publicaciones especializadas de Europa e Iberoamérica.

domingo, 5 de octubre de 2008

PLACER

Asistí a la Presentación de El Libro del Opio del poeta Carlos Díaz Barrios, editada por Ediciones Itinerantes Paradiso. Escuchaba al poeta leer fragmentos del texto y La Primera Palabra que me vino a la mente fue Placer, el placer de lo desconocido, revelado en un viaje tan real, que se siente el olor del opio y la sensación de la sorpresa inminente que aguarda en cada doblez de lo prohibido. Nada puede justificar mis palabras más que leerlo, en voz alta, si es posible.

EL LIBRO DEL OPIO (fragmentos)
.......................................................................Por Carlos A. Díaz Barrios.
Cuando la luz de la primera estrella entre en el trigrama, cuando el rocío brille en la espiga del azulado arroz, cuando el diamante el collar sea perla, y el mar espuma sobre el techo inclinado de Beiging; entonces saldrá la virgen de entre las mimosas, a herir de primera muerte el cofre del sueño de la amapola. Ni guerras ni tifones deben pasar por sus colores, ni caballo ciego, ni espuela perdida tocará su cuello de cisne; sólo la virgen, con su guadaña de oro, alzará en un canto el velo de la noche. Cuando duerma la cigarra su sombra de alas, despertará la tortuga con su cabeza de dragón y su cola de escamas multicolor; y el anciano caminará por el sendero de jade, y en sus manos el durazno de la longevidad tendrá su mirada de oro y su fieltro imperial. Entonces la amapola dejará herir, brotar su látex, lento y dulce como el gemido del cisne; como el manto de la nieve, como el adorno de una mujer desnuda sobre el espejo de las aguas del paraíso.
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Para el fumador, para el sabio, para el elegido, debe llegar a sus manos este opio, puro, sin mezcla ni resinas fantasmas, sin gomas o falsas mieles; y si es posible que la muchacha que lo cultivó y lo hirió le ofrende al fumador su dulce virginidad, el opio será sabio como el que duerme bajo el árbol de ciruelas amarillas en una noche de tormenta.
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Larga debe ser la pipa, para que se enfríe el humo en su glorieta de marfil, para que los guardianes del mundo onírico nos permitan el paso por su escalera de fieltro majestuoso; y la pipa debe ser lavada con la primera lluvia primaveral, guardada en una vasija de jade rojo con una veta azul, y ocho dragones laqueados con nácar de aguas profundas. Luego, el fumador debe bañarse, comer de la mano de la muchacha encargada de guiarlo, arroz con semillas de loto molido, para alcanzar la eternidad; el fumador quiere escuchar las palabras del sueño, no el silencio del sueño; el fumador sentirá cómo, en la ventana del fumadero, la garza de lo invisible dejará caer una pluma del color y la transparencia de una lágrima; la pluma del ala izquierda del ave que regresa a su nido, a ver cómo el alba camina sobre el puente, con sus manos llenas de mimosas.
Ocho sueños forman el sueño del opio: El primer sueño es arena de una playa, y el segundo la rama de un árbol; el tercero, mariposas volando por la sala de un templo abandonado; el cuarto, un relámpago sobre un mar en calma; el quinto, música de los músicos muertos; el sexto, los antepasados, que vienen a saludarnos más allá de la muerte; el séptimo, el puente que nos lleva a la ciudad de los misterios; y el octavo, la sombra de Dios, que te llevará a saber quién eres. Tres días en que te cuidarán, te bañarán, te darán de comer; tres días en que soñarás con las joyas del sueño y sus libros abiertos.
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Conocí a un hombre en un fumadero, que tenía la piel del color de la pulpa del almendro; este hombre, al fumar, se convertía en un almendro, y sentía la felicidad de los pájaros posados en su cuerpo. Conocí a un estudiante, que tenía una isla de oro en el pecho, y cuando fumaba opio el oro iba cubriendo su cuerpo, como el mar al amanecer; conocí a un sabio poeta, que tenía todos los versos que iba a escribir sobre su piel, y al fumar opio sentía el ritmo maravilloso de los versos como las olas del océano; y conocí a un ladrón, que se convertía en una rosa y podía entrar a los palacios y robarse todos los bienes. No existía en el conocimiento de todos esos hombres la moral de los cuatro muros que mutilan el agua del estanque; ellos no conocían el delirio de la droga, ni la pesadilla de sus monstruos, porque sabían que lo que está en la mente del hombre es lo que sueña el hombre.
El tiempo no existía en la mansión del opio, estamos hablando del sueño, donde el tiempo no tiene forma, porque no es necesario; no hay tiempo, sólo hay realidad apresada por nuestras limitaciones. Como el grano de mostaza, que produce un campo de mostaza sin cambiar su tamaño; como el famoso poeta, que dice que "si el cielo fuera un hombre, dónde estarían las estrellas, en qué parte del cuerpo, de nuestra grosera forma, las estrellas reinarían". Verdaderamente, vemos lo que vemos, o lo que nos enseñaron que viéramos.
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Los niños juegan dentro del fumadero a los escondidos, con las manos llenas de cáscaras de naranja, tostadas y espolvoreadas con canela; en el fumadero los durmientes tienen en las manos una manzana roja, para ofrecerla al dios del Trueno, al general San Fan Kon; que anda por el mundo con una lanza inmensa y cinco banderas, donde hay cinco dragones esbeltos para devorar el aire de los enemigos. En la Ciudad Prohibida, las grullas se posarán sobre la mesa de cinabrio rojo de la felicidad; y en la oscuridad de la noche, la madre blanca, que recibe las ciento ocho salutaciones de todos los hombres, prende su pipa de nieve para que sople el viento del corazón.

Los libros editados por EdItPar pueden ser adquiridos en:
  • Agartha Secret City Bookstore. 133 Giralda Avenue, Coral Gables, FL 33134
  • Zu Gallery. 2248 Sw 8 street, Miami, FL 33135
  • JMS DollarPlus. 2705 SW 37 Ave, Miami, FL 33133
Carlos A. Díaz Barrios: Nacido en Camagüey, en 1950, salió de Cuba en 1980 por el Mariel y reside en Miami. Dirige la Editorial La Torre de Papel. En 1994 recibió el Premio de Poesía "Juan Ramón Jiménez" en Huelva, España, por su libro Oficio de responso, y el Premio Letras de Oro de la Universidad de Miami por su poemario La claridad del paisaje. Ha publicado varias novelas, entre ellas El jardín del tiempo (1985).

viernes, 3 de octubre de 2008

LETANÍA DEL INADAPTADO Y LA MUERTE




Inadaptado, al fin la muerte,
.......;....busca la muerte el perro
………al fin del sórdido sonido,
………del confinado a juego de dos caras.

Cara a la izquierda inadaptado, muerte lenta
………silbando al perro,
………perro el inadaptado que en la cara derecha
………muerde bajo del sayo oscuro ósea verdad.

Muerte, de inadaptada muerte muerde el perro
………la vacua e inexpresiva sed del que
………divide el agua.

Ha de morir cara a la izquierda si muriera,
………fuese cara a derechas
………si no fuera inadaptada cara hacia la muerte,
………lenta la muerte: paso del perro.

Perro de maltratado, sal, no muera su costado de izquierdo,
………dardo a punto de penetrar derecho hacia el curvo costado
………que no niega.

Muerto el inadaptado, su muerte sabe a sangre,
………lame el perro su muerte.
No va a morir por menos, será sangre su muerte,
………sangre oscura en el tiempo en que la muerte funda.

Será el inadaptado un perro fidelísimo
………a los pies de la muerte sucedida,
………muerte en un círculo externo y aherrojado,
………alcaide el tiempo.

Fidelísimo, inadaptado perro de siesta,
………morderá nudoso pie cerca del miedo;
………inadaptada mordida que sumisa
………siesta apacible en mieles figurara.
……………………………….......................................................Matanzas, 1988.

De “Discurso en la Montaña de los Muertos" Ediciones Unión, 1994.

miércoles, 1 de octubre de 2008

BERNARDO MARQUÉS RAVELO ENTREGA MÁS QUE SU CUERPO

Por Félix Luis Viera.

La flamante editorial miamense Iduna va por buen camino: hasta hoy nos ha entregado nueve libros, todos de buenos autores cubanos, todos de cubanos en el destierro y, por lo tanto, carentes de eso que me he dado en llamar “patria editorial”. Siempre será arriesgado apostar por la permanencia, el ascenso, de algo que surge en medio de la dura brega; a contramarcha diríamos. Mas, si nos atenemos a la pasión que han puesto los directivos de Iduna y el grupo de nobles intelectuales cubanos residentes en Miami que colaboran con la pujante editorial, podríamos poner nuestra apuesta en la casilla del Sí. Algo le faltará por afinar, algo por afianzar, pero, aun con el viento a medias, avanza bien la nave de Iduna, que ojalá recibiera el empuje de vientos mayores: esos que por ahí se hallan y quizás estarían dispuestos a poner más agua bajo la nave. Ya saben de qué hablo.
Por lo pronto, nos queda enaltecer el empeño franco, el avance a remo partido, acaso orar –cada cual desde su perspectiva– para que la apuesta se duplique, para que el barco navegue en alta mar.
Un autor no debe agradecer a una editorial que ésta le publique un libro; porque se humilla, el autor, y se ensoberbece, la editorial. Aquí el asunto va mano a mano; por el bien de los dos, para usar una expresión manida. Creo que en el caso de Iduna y sus autores, cabe de manera recíproca aquella frase martiana: “Honrar, honra”.
Así, se honra Iduna cuando lanza su más reciente libro: “He aquí el cuerpo", del poeta, narrador y periodista cubano Bernardo Marqués Ravelo; se honra Marqués Ravelo cuando da a la luz su libro por medio de una editorial empecinada en que la poesía –aun por el bien de los que la desprecian–, siga viva; albergada en pocos corazones, está bien, pero de estos pocos, sin duda, se expande día a día hacia quienes no sospechan que un verso salva, y tantas veces, sin saberlo, son salvados por él, o más bien por su portador.
“He aquí el cuerpo” es un muy buen poemario, y si me apuran un poco digo que excelente. En un haz cerrado, un puño cerrado, unas venas abiertas, un corazón desollado, un alma que se ofrece tal y como es. Este libro enseña la cicatriz, mas no la herida.
Cuando empecé la lectura me sucedió algo infrecuente: no pude detenerme, como ocurre cuando una trama narrativa nos atrapa. Marqués Ravelo nos va dando más y más en cada poema, va levantando la parada en la medida que nos desgarra, y aun cuando quisiera, como en algunos poemas, hacerse el que ríe y hacernos reír, la sonrisa que arranca en nosotros tiene la misma hiel que ella destila.
En éste uno de esos poemarios en el cual eso que llaman sujeto lírico, el poeta, el hombre, se funden de manera tal que el Yo poético se halla más bien en la entraña humana. Este libro es una confesión en voz alta y a la vez asordinada; un testimonio de la más férrea soledad; un corte de venas; un dedo apuntando hacia donde duele y a la par donde duele a quien lo apunta.
“He aquí el cuerpo”, que según la fecha al pie, es contentivo de poemas escritos entre 1992 (La Habana) y 2007 (Miami), podría dividirse en dos propuestas fundamentales: una, cuando el poeta asume la vida de otros, la obra de otros, cuando se desdobla en las “formas” de otro; dos, cuando se bate de tú a tú con el “objeto” poético (que puede ser él mismo). En mi humilde opinión, en la segunda variante obtiene mucha más ganancia: “Adiós y que te vaya bien, “Como una oración”, “Cursineto”, “Desde la plena madrugada” (para llorar leyendo) o “Gracias, muchacha”, entre otros textos espléndidos, podrían dar fe de lo dicho.
En cuanto a los poemas en prosa que aparecen en el libro, nótese que aun vale la pena leerlos por el valor per se de la metáfora, algo a mi juicio verdaderamente encomiable. Como encomiable es que tanto los poemas extensos como los breves mantengan un tono alto, lo que creo indica que el poeta trabajó con constancia cada pieza.
Cuando Marqués incursiona en el pasado (el pasado antes del exilio), lo hace de manera más bien tangencial, alusiva, elusiva casi. No hay un grito de guerra contra sí, por su candor de entonces, o contra quienes antaño le dieron “duro con un palo y duro también con una soga”, crueldad de base. Hay mesura tanto en el verso como en la idea expuesta. La reflexión sustituye al resquemor, el estoicismo a la queja, “aunque los parques [y tantas otras cosas] hayan cambiado de lugar”.
Si en este libro se notan reminiscencias del llamado coloquialismo, valdría aclarar que una de sus principales virtudes es que aquél se mezcla –creo que más por voluntad de alma que de estilo–, de eficaz manera, con raptos de un lirismo realmente sugestivo y, así, nos llega en ocasiones una especie de plomazo embalado en pétalos.
Treinta y dos poemas, 68 páginas y, más que el cuerpo de Marqués Ravelo, mucha alma, mucho rocío, y aun esperanzas. Difícil resulta escribir sobre la obra de un amigo: sospechoso resulta quien lo hace y más cuando lo dicho acerca de la obra, como en esta ocasión, es casi todo positivo. Mas, convoco a los “sospechadores” a que adquieran el libro, y a ver.
No resulta muy habitual que en un poemario (la narrativa es otra cosa) coincidan las enjundias del autor con lo que ha dejado escrito. Ejemplos sobran de buenos poetas que carecen de una u otra condición humana fundamental. Quien haya tratado a Bernardo Marqués Ravelo debe coincidir en que es un hombre noble, transparente, lejano de las envidias (el plural es muy a propósito), de los celos profesionales, de la arrogancia, de esas prisas por sobresalir a toda costa… ¿me atreveré a agregar: “un ser candoroso"? Por esto, porque en el poemario que nos ocupa está Él, tal como es, y Él es como es, pues simplemente –manejo de los oficios aparte– los versos nos estremecen, nos hacen, por momentos, bajar la cabeza ante lo prístino de un alma que siempre sonríe, aun con dolor.
En 1991, Marqués Ravelo firmó la llamada Carta de los Diez, que solicitaba al Gobierno cubano ciertas mejoras para la población a la vez que exponía algunos puntos de vista que, en opinión de los firmantes, debían ser atendidos para encauzar los años por venir. En 1994 el poeta se exilió en Miami –un destierro que, azar de por medio, le ha resultado particularmente inclemente– y 14 años después nos entrega su tercer libro de poesía. Un hermoso libro de poesía. Debemos quedarle agradecidos.

Bernardo Marqués Ravelo: (La Habana, 1947) Se inicia en la revista Bohemia en 1970, y en 1976 se gradúa de periodismo en la Universidad de La Habana. En 1979 trabaja en el mensuario cultural El Caimán barbudo. En 1986 presenta su renuncia por desavenencias con la política editorial de la publicación. En 1991, junto a un grupo de intelectuales cubanos firma una carta dirigida a las autoridades de la isla, conocida después como La declaración de los intelectuales. Marqués Ravelo ha publicado dos poemarios, “Donde habito” (1978) y “Sin margen y sin fecha” (1981) y una novela,Balada del barrio (1983). Su novela “Los naufragios” permanece inédita. Tuvo que asilarse y vive en Miami, Estados Unidos, desde junio de 1994.