Por Manuel Vazquez Portal.
Afinales de los ochenta comenzó el desperdigue. Rostros que podía encontrar en cualquier esquina de La Habana comenzaron a borrarse del paisaje de la ciudad. La ausencia me fue cercando inmisericorde. El silencio ampliaba su imperio en mis atardeceres.
Ya no estaban Odette Alonso ni Rafael Carralero, Ana Margarita Mireles ni Orlando Casín. Parecía que la soledad pretendía ensañarse conmigo. Se habían largado Luis Manuel García Méndez y Ramón Fernández Larrea. Mis amigos partían sin avisos. Era una estampida sigilosa, precavida, sin despedidas.
Froilán Escobar no regresó y Daína Chaviano era un recuerdo. Cada día debía tachar un teléfono o una sonrisa. Me enteraba, de repente, que Madeline Cámara andaba por Tampa y Sindo Pacheco por Costa Rica.
Luego llegaban noticias leves de la distancia, la nieve, las nostalgias, pero mis amigos no regresaban, se esparcían por todas las esquinas del mundo.
La esperanza languidecía. Acechaba la incertidumbre. Los caminos se cerraban. Quienes hallaban la brecha no volvían. Una balsa o un vuelo me dejaba cada noche más huérfano.
Yo me negaba a la partida. Creía, aún creo, que los culpables eran los que debían marcharse. Me engañaba. No se marcharían. No se marcharon. No se marchan.
Mis amigos fueron más listos. Escaparon a tiempo. Quedé solo en una ciudad que cada día se me vaciaba de afectos. Vagué buscando respuestas. No las hallé hasta que caí de bruces en un calabozo.
La encrucijada había sido irse o enfrentarse. Me enfrenté. Y fue en vano. Sólo una demora de mi propia despedida. Tuve, al fin, que tomar la senda del adiós. Bebo un agua sin sabor a mi tierra y piso unas callejas que no me pertenecen ni yo les pertenezco. Soy otro que no está cuando el barrio reclama.
Pero el exilio inventa sus remedios. Aprende a poner parches en las congojas, le da tisanas tibias a las melancolías y se ensaya otra vida. Donde duele el parque de la infancia, aparece un amigo de esa época, ya de barriga y canas, pero el recuerdo intacto, y entonces el cerebro evacua sus dolores. Donde falta un adobo, un paisano instala un restaurante que salva los sabores. Donde un libro se pierde, aquel que vino antes rescata una tertulia, improvisa una imprenta, organiza una feria. Y aunque ya no es lo mismo, se parece bastante.
Aunque en la casa del Northwest que ahora habita Sindo no se huele el aroma del viejo hogar de Cabaiguán, sí tomamos cervezas y café y hablamos de Lezama y leemos a Eliseo Diego y nos reunimos cada mes y nos ripiamos nuestros textos sin compasión alguna y elogiamos el pasado con los ojos que ya idealizaron la memoria.
Aunque la Feria del Libro de Miami no es aquel alboroto de La Habana, se la agradezco mucho a Eduardo Padrón y Margarita Cano, a Alina Interián y Alejandro Ríos, porque ellos inventaron, inventan cada año, un espacio donde el amor se esparce por toda la ciudad. Este año, de pronto, me vi dentro de un coche conversando sin bridas con Abilio Estévez, cuántos abrazos nos debíamos. Me hallé, con los ojos húmedos, mimando a Chely Lima. Me encontré intercambiando libros con Antonio Orlando Rodríguez y Sergio Andricaín. Me vi absorto a los versos que leía Belkis Cuza Malé, mientras el fantasma de Heberto Padilla cruzaba la Calle Ocho a toda carrera para llegar a tiempo al recital. Me sorprendí en una librería de Coral Gables mirando como Zoé Valdés había devenido creadora de una editorial para desarrollar la literatura de Cuba y el Caribe. Me desperté rodeado de Elena Tamargo, Manolo Sosa y Heriberto Hernández, era como un sueño, bello, doloroso, dulce. Era como la feria de los reencuentros. Y por primera vez me alegré de que se hubieran ido porque, si no, cómo los hubiera abrazado ahora.
EL NUEVO HERALD
Domingo 23 de noviembre del 2008
Afinales de los ochenta comenzó el desperdigue. Rostros que podía encontrar en cualquier esquina de La Habana comenzaron a borrarse del paisaje de la ciudad. La ausencia me fue cercando inmisericorde. El silencio ampliaba su imperio en mis atardeceres.
Ya no estaban Odette Alonso ni Rafael Carralero, Ana Margarita Mireles ni Orlando Casín. Parecía que la soledad pretendía ensañarse conmigo. Se habían largado Luis Manuel García Méndez y Ramón Fernández Larrea. Mis amigos partían sin avisos. Era una estampida sigilosa, precavida, sin despedidas.
Froilán Escobar no regresó y Daína Chaviano era un recuerdo. Cada día debía tachar un teléfono o una sonrisa. Me enteraba, de repente, que Madeline Cámara andaba por Tampa y Sindo Pacheco por Costa Rica.
Luego llegaban noticias leves de la distancia, la nieve, las nostalgias, pero mis amigos no regresaban, se esparcían por todas las esquinas del mundo.
La esperanza languidecía. Acechaba la incertidumbre. Los caminos se cerraban. Quienes hallaban la brecha no volvían. Una balsa o un vuelo me dejaba cada noche más huérfano.
Yo me negaba a la partida. Creía, aún creo, que los culpables eran los que debían marcharse. Me engañaba. No se marcharían. No se marcharon. No se marchan.
Mis amigos fueron más listos. Escaparon a tiempo. Quedé solo en una ciudad que cada día se me vaciaba de afectos. Vagué buscando respuestas. No las hallé hasta que caí de bruces en un calabozo.
La encrucijada había sido irse o enfrentarse. Me enfrenté. Y fue en vano. Sólo una demora de mi propia despedida. Tuve, al fin, que tomar la senda del adiós. Bebo un agua sin sabor a mi tierra y piso unas callejas que no me pertenecen ni yo les pertenezco. Soy otro que no está cuando el barrio reclama.
Pero el exilio inventa sus remedios. Aprende a poner parches en las congojas, le da tisanas tibias a las melancolías y se ensaya otra vida. Donde duele el parque de la infancia, aparece un amigo de esa época, ya de barriga y canas, pero el recuerdo intacto, y entonces el cerebro evacua sus dolores. Donde falta un adobo, un paisano instala un restaurante que salva los sabores. Donde un libro se pierde, aquel que vino antes rescata una tertulia, improvisa una imprenta, organiza una feria. Y aunque ya no es lo mismo, se parece bastante.
Aunque en la casa del Northwest que ahora habita Sindo no se huele el aroma del viejo hogar de Cabaiguán, sí tomamos cervezas y café y hablamos de Lezama y leemos a Eliseo Diego y nos reunimos cada mes y nos ripiamos nuestros textos sin compasión alguna y elogiamos el pasado con los ojos que ya idealizaron la memoria.
Aunque la Feria del Libro de Miami no es aquel alboroto de La Habana, se la agradezco mucho a Eduardo Padrón y Margarita Cano, a Alina Interián y Alejandro Ríos, porque ellos inventaron, inventan cada año, un espacio donde el amor se esparce por toda la ciudad. Este año, de pronto, me vi dentro de un coche conversando sin bridas con Abilio Estévez, cuántos abrazos nos debíamos. Me hallé, con los ojos húmedos, mimando a Chely Lima. Me encontré intercambiando libros con Antonio Orlando Rodríguez y Sergio Andricaín. Me vi absorto a los versos que leía Belkis Cuza Malé, mientras el fantasma de Heberto Padilla cruzaba la Calle Ocho a toda carrera para llegar a tiempo al recital. Me sorprendí en una librería de Coral Gables mirando como Zoé Valdés había devenido creadora de una editorial para desarrollar la literatura de Cuba y el Caribe. Me desperté rodeado de Elena Tamargo, Manolo Sosa y Heriberto Hernández, era como un sueño, bello, doloroso, dulce. Era como la feria de los reencuentros. Y por primera vez me alegré de que se hubieran ido porque, si no, cómo los hubiera abrazado ahora.
EL NUEVO HERALD
Domingo 23 de noviembre del 2008
2 comentarios:
muy bonito y triste,,saludos desde Italia
Publicar un comentario