Por Arnaldo L. Toledo
.......................................Así descubro
.......................................los indescriptibles parajes
.......................................del Estrecho Sendero.
.............................................(Del Estrecho Sendero)
Nos vamos acomodando insensiblemente a tanto poema balanceado, pulido y desmedulado; tanta letra ornada pero de escaso trasfondo…, que un libro intenso y esencial como este nos toma de sorpresa. No es una excepción en la trayectoria de la autora, que ha sabido defender y mantener su original visión y modos expresivos y recoger los a veces amargos resultados de apartarse de las modas. Toda su poesía publicada ha ido como acercándose gradualmente a la nitidez de los textos que integran este volumen [1]. No he podido hallarle parentesco en la amplísima y diversa producción poética cubana contemporánea, aunque tal vez alguno quiera adjudicarle la etiqueta del minimalismo de retorno que viene asomándose como alternativa a la frondosidad a veces viciosa de nuestra poesía. Buscarle antecedentes nos remontaría a la primitiva lírica popular castellana, al sin par San Juan de la Cruz, a Santa Teresa, a Unamuno, al último Juan Ramón Jiménez, a los ejercicios hispanoamericanos con los haikús … Pero cualquiera que sea el acercamiento que como lectores más o menos enterados hagamos, el título que comentamos permanece firme en su originalidad.
Es un conjunto de notable extensión, sin ser una recopilación de obras ya publicadas por la autora, como es costumbre. Está compuesto por seis cuadernos, o tal vez sería más justo decir: seis partes, pues lejos de fragmentarlo, éstas refuerzan su absoluta unidad. No es que sostengamos que toda compilación de poesía deba someterse a la disciplina del registro homogéneo; es que en este caso esa cualidad responde a su crucial estrategia de significación. Creo que este es un libro para ser leído como totalidad, que sólo puede ofrecer su más entrañable sentido cuando lo recorremos en la dirección del tiempo de la vida: como vigoroso trazado, como destino o voluntad de Dios…, donde la criatura humana pone a prueba su fe y alcanza la gracia. Su trabada coherencia se asienta en igual medida tanto en sus singulares cualidades de expresión como en las de significado. Una sostenida, tensa, audaz sobriedad ––riesgosa en una obra tan extensa–– y un orden de los textos y las partes que van como recorriendo la parábola de una historia insinuada, una suerte de novela omitida: el trayecto de una dolorosa, sufriente búsqueda de alivio, de consuelo, de acompañamiento, que sólo puede ofrecer el Dios del cristianismo… Toda la extensa serie de textos se deja leer como un minucioso registro, como una grave y grávida sucesión de los testimonios que han sido dictados por una difícil travesía espiritual. La fuerte impresión de autenticidad que producen se afianza en la resistencia que oponen a la tentación de incurrir en lo “literario” o lo “poético” aceptados sin dificultad; los textos de Bertha son más rigurosamente literarios cuanto más parecen elegir una expresión que defrauda la complacencia, la grandilocuencia, la suficiencia de los discursos que inundan toda la superficie y ahogan las voces diversas que querrían hacerse escuchar desde las lecturas.
La primera parte –Las pérdidas– nos coloca en el campo de significación dominante –la religiosidad cristiana y la caída– mediante un conjunto de poemas en que las historias bíblicas son referidas directamente. En cuanto a la dinámica interna de todo el poemario, el tema introducido por el primer texto –“Caída de Babilonia”– posee un largo alcance. La caída se extiende al mundo (es el fin de los días, es el castigo de fuego y azufre), pero concierne a la realidad inmediata, a nuestro ámbito familiar, (“Pero aquí nacieron nuestros hijos, / en las escasas horas de la felicidad”), y también es la ciudad espiritual, la ciudad interior (“en vano llore / ante lo que tan caro nos fuera"). Esta múltiple dirección de los sentidos es cualidad recurrente y por tanto característica de todo el poemario. Refiere lo trascendente (Dios, Jesús) pero no podemos evitar asociaciones más inmediatas: “Los paganos cuestionando / de dónde le venía la instrucción.” (Fiesta de los tabernáculos) Obsérvese el difícil gerundio cargado de materia deleznable. O este otro fragmento: “Se iban a la fiesta Tus / desertores, / los dudosos, / los oportunistas, / los ególatras, / los de NO ES PARA TANTO, / NO PODEMOS SUFRIRLO MAS”, cuyas palabras resuenan en esa polifonía tan cargada de polémica dialogicidad con los discursos propios de realidades más inmediatamente hirientes.
La segunda parte –Olvido del dolor– es la más extensa (81 poemas) y es como el núcleo ígneo del libro. La sucesión de los breves textos va recorriendo el círculo de las horas y el calendario del dolor. La criatura que clama y apunta sus angustias, va a tumbos, tambaleante –“Y mis pies iban solos / arrastrándome” (Arrastrándome a mí)–, buscando ayuda, rogando a Dios amparo –“Yo me duermo en el letargo de las súplicas.” (Y tal parece)–, por la noche oscura del alma, por el “Estrecho sendero” (Del Estrecho Sendero) Asistimos aquí al dolor sin fondo, sin sustancia, sin cuerpo: “Todo mi sufrimiento / se resume / en este sufrimiento. / Una causa llama / a la otra causa” (La otra causa). El espacio por el que se arrastra la doliente figura está hecho de escasas referencias: es la noche, o el amanecer, una puerta, la senda, el camino, el sol, el cielo, la ermita… El paisaje vacío, casi ausente, acentúa el espesor de la soledad, la magnitud del dolor sin límites, sin causas visibles. Sólo la proximidad de Dios mantiene el hilillo del aliento, el hálito de la vida, la pureza de la inocencia. Pero la entrega a Dios es tremenda, no exenta de inmensas pruebas y sacrificios, en esa dimensión que nos evoca testimonios supremos de fe como el de Abraham, dispuesto al sacrificio de su hijo; o el de Job, a quien todo le fue quitado: “Que sea para Ti, / que nada me reserve // Tú me arrebatas lo que tengo / y lo que no tengo. (Mi Dios y mi Todo) En el diálogo que entablan los textos, el alivio puede alcanzar la enorme magnitud de la maravilla manifiesta en lo insignificante. Véase la intensidad que produce la contención: “Ayer barrí / la hojarasca de invierno / y mi alma / vivió un instante / de serenidad” (Hojarasca de invierno)
.......................................Así descubro
.......................................los indescriptibles parajes
.......................................del Estrecho Sendero.
.............................................(Del Estrecho Sendero)
Nos vamos acomodando insensiblemente a tanto poema balanceado, pulido y desmedulado; tanta letra ornada pero de escaso trasfondo…, que un libro intenso y esencial como este nos toma de sorpresa. No es una excepción en la trayectoria de la autora, que ha sabido defender y mantener su original visión y modos expresivos y recoger los a veces amargos resultados de apartarse de las modas. Toda su poesía publicada ha ido como acercándose gradualmente a la nitidez de los textos que integran este volumen [1]. No he podido hallarle parentesco en la amplísima y diversa producción poética cubana contemporánea, aunque tal vez alguno quiera adjudicarle la etiqueta del minimalismo de retorno que viene asomándose como alternativa a la frondosidad a veces viciosa de nuestra poesía. Buscarle antecedentes nos remontaría a la primitiva lírica popular castellana, al sin par San Juan de la Cruz, a Santa Teresa, a Unamuno, al último Juan Ramón Jiménez, a los ejercicios hispanoamericanos con los haikús … Pero cualquiera que sea el acercamiento que como lectores más o menos enterados hagamos, el título que comentamos permanece firme en su originalidad.
Es un conjunto de notable extensión, sin ser una recopilación de obras ya publicadas por la autora, como es costumbre. Está compuesto por seis cuadernos, o tal vez sería más justo decir: seis partes, pues lejos de fragmentarlo, éstas refuerzan su absoluta unidad. No es que sostengamos que toda compilación de poesía deba someterse a la disciplina del registro homogéneo; es que en este caso esa cualidad responde a su crucial estrategia de significación. Creo que este es un libro para ser leído como totalidad, que sólo puede ofrecer su más entrañable sentido cuando lo recorremos en la dirección del tiempo de la vida: como vigoroso trazado, como destino o voluntad de Dios…, donde la criatura humana pone a prueba su fe y alcanza la gracia. Su trabada coherencia se asienta en igual medida tanto en sus singulares cualidades de expresión como en las de significado. Una sostenida, tensa, audaz sobriedad ––riesgosa en una obra tan extensa–– y un orden de los textos y las partes que van como recorriendo la parábola de una historia insinuada, una suerte de novela omitida: el trayecto de una dolorosa, sufriente búsqueda de alivio, de consuelo, de acompañamiento, que sólo puede ofrecer el Dios del cristianismo… Toda la extensa serie de textos se deja leer como un minucioso registro, como una grave y grávida sucesión de los testimonios que han sido dictados por una difícil travesía espiritual. La fuerte impresión de autenticidad que producen se afianza en la resistencia que oponen a la tentación de incurrir en lo “literario” o lo “poético” aceptados sin dificultad; los textos de Bertha son más rigurosamente literarios cuanto más parecen elegir una expresión que defrauda la complacencia, la grandilocuencia, la suficiencia de los discursos que inundan toda la superficie y ahogan las voces diversas que querrían hacerse escuchar desde las lecturas.
La primera parte –Las pérdidas– nos coloca en el campo de significación dominante –la religiosidad cristiana y la caída– mediante un conjunto de poemas en que las historias bíblicas son referidas directamente. En cuanto a la dinámica interna de todo el poemario, el tema introducido por el primer texto –“Caída de Babilonia”– posee un largo alcance. La caída se extiende al mundo (es el fin de los días, es el castigo de fuego y azufre), pero concierne a la realidad inmediata, a nuestro ámbito familiar, (“Pero aquí nacieron nuestros hijos, / en las escasas horas de la felicidad”), y también es la ciudad espiritual, la ciudad interior (“en vano llore / ante lo que tan caro nos fuera"). Esta múltiple dirección de los sentidos es cualidad recurrente y por tanto característica de todo el poemario. Refiere lo trascendente (Dios, Jesús) pero no podemos evitar asociaciones más inmediatas: “Los paganos cuestionando / de dónde le venía la instrucción.” (Fiesta de los tabernáculos) Obsérvese el difícil gerundio cargado de materia deleznable. O este otro fragmento: “Se iban a la fiesta Tus / desertores, / los dudosos, / los oportunistas, / los ególatras, / los de NO ES PARA TANTO, / NO PODEMOS SUFRIRLO MAS”, cuyas palabras resuenan en esa polifonía tan cargada de polémica dialogicidad con los discursos propios de realidades más inmediatamente hirientes.
La segunda parte –Olvido del dolor– es la más extensa (81 poemas) y es como el núcleo ígneo del libro. La sucesión de los breves textos va recorriendo el círculo de las horas y el calendario del dolor. La criatura que clama y apunta sus angustias, va a tumbos, tambaleante –“Y mis pies iban solos / arrastrándome” (Arrastrándome a mí)–, buscando ayuda, rogando a Dios amparo –“Yo me duermo en el letargo de las súplicas.” (Y tal parece)–, por la noche oscura del alma, por el “Estrecho sendero” (Del Estrecho Sendero) Asistimos aquí al dolor sin fondo, sin sustancia, sin cuerpo: “Todo mi sufrimiento / se resume / en este sufrimiento. / Una causa llama / a la otra causa” (La otra causa). El espacio por el que se arrastra la doliente figura está hecho de escasas referencias: es la noche, o el amanecer, una puerta, la senda, el camino, el sol, el cielo, la ermita… El paisaje vacío, casi ausente, acentúa el espesor de la soledad, la magnitud del dolor sin límites, sin causas visibles. Sólo la proximidad de Dios mantiene el hilillo del aliento, el hálito de la vida, la pureza de la inocencia. Pero la entrega a Dios es tremenda, no exenta de inmensas pruebas y sacrificios, en esa dimensión que nos evoca testimonios supremos de fe como el de Abraham, dispuesto al sacrificio de su hijo; o el de Job, a quien todo le fue quitado: “Que sea para Ti, / que nada me reserve // Tú me arrebatas lo que tengo / y lo que no tengo. (Mi Dios y mi Todo) En el diálogo que entablan los textos, el alivio puede alcanzar la enorme magnitud de la maravilla manifiesta en lo insignificante. Véase la intensidad que produce la contención: “Ayer barrí / la hojarasca de invierno / y mi alma / vivió un instante / de serenidad” (Hojarasca de invierno)
La sección tercera –Tú trazas el puente– (“Tú trazas el puente/ y yo cruzo el pantano") es el conquistado remanso, es una estadía de modesta e intensa dicha, ya prefigurada en la recién citada Hojarasca de invierno, de la sección precedente. El título sugiere con claridad el tránsito a un nuevo momento de la travesía. Se recogen fugaces instantes de dicha sencilla y se suceden algunos poemas de temática amorosa, igualmente muy contenidos y por ello de imprevisibles, secretas resonancias: “En mi cocina aún, / en sitio incómodo, /el banquillo permanece / fiel al peso / de tu cuerpo.” (En sitio incómodo).
El resplandor de los santos –cuarta sección– tiene un precedente en el bello libro Imagen tras la Imagen (Premio y edición Sed de Belleza, 2000). Contiene diálogos con figuras sacras, humildes personajes, líneas devotas… Pero lo que me parece especialmente conmovedor y trascendente son los brevísimos intercambios con San Francisco de Assís, santo y poeta que cuenta con justificadas simpatías de la poetisa. No me resisto a reproducir el brevísimo y tremendo texto: “Con tu glorioso sayal / de la pobreza / desde mi infancia / me esperabas” (Desde mi infancia); o este otro, titulado Amado Francisco: “Las tablas del techo, / carcomidas / se caen. / El piso se raja y se hunde, / amado Francisco” En la poética que se va enunciando desde la elocuencia de la brevedad justa y del silencio donde los lectores se abocan a un abismo de significaciones, no se está afirmando una conformidad sino una jerarquía superior del espíritu. El ser sufriente ha conquistado una estatura, y en las páginas que siguen, el equilibrio con el mundo y aun la dicha.
La quinta parte, titulada Como la naturaleza… representa ya al sujeto lírico salido del anonadamiento del dolor, restablecida la facultad de reintegrarse al universo, apto para interactuar con la creación toda, comprender la grandeza divina en la maravilla de su obra. Capacidad para reparar en pequeños sucesos, milagros cotidianos, la naturaleza próxima, familiar, las sabandijas y animalillos del patio, las plantas comunes, la lluvia, las flores… Toda una larga lista de humildes seres casi olvidados por su modesta condición. “Adivino que llegó la primavera / por la lluvia que cayó / el desentono alegre de las ranas / y el ululú de los niños en la noche / tras las luciérnagas” (Adivino que llegó la primavera). También el misterio de la voluntad de Dios se le revela en señales casi imperceptibles: “El árbol trina como un pájaro / cuando el aire lo doblega. / Así tiene que hacer el hombre, / Dios mío, / cuando le impones / Tu Santa Voluntad.” (El trino del árbol). Ya estamos en condiciones de comprender cómo se ha alcanzado la felicidad.
Exactamente, así se titula la última parte: La extraña felicidad. El título está cargado de insinuaciones y resonancias indetenibles. Es claro que supone otra noción de felicidad, diferente a la que circula habitualmente en el entorno del lector y del poeta. ”Mi felicidad es ese árbol / que contemplo extasiada / no sé por qué.” (Mi felicidad) Y en lo más particular, reafirmación de fidelidad a la dicha de la comunión con Dios: “Qué extraña felicidad me asalta. / Sólo el deseo de amarte / en mi felicidad. // Amarte / y estar a Tus pies.” (La extraña felicidad). El cabal equilibrio en la fe –el “Hágase Tu voluntad”, el “vigoroso trazado”–; el entender no entendiendo de San Juan de la Cruz: “He renacido / en el misterio. / He descubierto / el centro desde allí / acercándome a donde habitas.” (Redescubriendo el misterio).
Se ha cumplido un proceso del espíritu en su totalidad –de principio a fin–; hemos acompañado a la figura poemática a lo largo de la intensa ruta, padeciendo el absoluto sufrimiento y renaciendo en el goce de las obras y el amor divinos. La magnitud de estas experiencias se acentúa –aunque de momento pueda parecer paradójico– en la medida en que el poeta ha decidido y logrado trasmitirla mediante una palabra aparentemente insuficiente. El evidente contraste provoca no la impresión de una pobreza, sino la de una expresión que queda como reservándose la inmensidad, siempre por debajo de la grandiosidad de lo nombrado. Insuficiencia ficticia y no práctica; recurso poético totalmente legítimo y eficaz. Se asienta en el rigor de la selección del léxico, en la sintaxis y en la segmentación de alto valor semántico. Las breves líneas rozan a veces la rispidez, la expresión parca casi en exceso; juegan a bordear los peligrosos despeñaderos por donde el lenguaje se desploma incapaz, pero acaban siempre salvándose, afirmando la elocuencia de la brevedad, de los silencios, de las elipsis, y el misterio de lo que se ha callado, la fuerza irradiadora de lo no dicho.
Estos poemas y el orden en que han sido colocados –y las breves y alteradas sinuosidades por las que van descendiendo los versos estrictos y sin concesiones ni al facilismo ni a lo sentimental–, reclaman un lector capaz, no tanto porque ejerza una información vasta, sino sobre todo porque se encuentre en disposición de un diálogo sincero, emancipado de prejuicios literarios y realmente abierto a la real comprensión del otro, lo que equivale a decir, de sí mismo..............................................................Santa Clara, 27 de febrero de 2009.
La quinta parte, titulada Como la naturaleza… representa ya al sujeto lírico salido del anonadamiento del dolor, restablecida la facultad de reintegrarse al universo, apto para interactuar con la creación toda, comprender la grandeza divina en la maravilla de su obra. Capacidad para reparar en pequeños sucesos, milagros cotidianos, la naturaleza próxima, familiar, las sabandijas y animalillos del patio, las plantas comunes, la lluvia, las flores… Toda una larga lista de humildes seres casi olvidados por su modesta condición. “Adivino que llegó la primavera / por la lluvia que cayó / el desentono alegre de las ranas / y el ululú de los niños en la noche / tras las luciérnagas” (Adivino que llegó la primavera). También el misterio de la voluntad de Dios se le revela en señales casi imperceptibles: “El árbol trina como un pájaro / cuando el aire lo doblega. / Así tiene que hacer el hombre, / Dios mío, / cuando le impones / Tu Santa Voluntad.” (El trino del árbol). Ya estamos en condiciones de comprender cómo se ha alcanzado la felicidad.
Exactamente, así se titula la última parte: La extraña felicidad. El título está cargado de insinuaciones y resonancias indetenibles. Es claro que supone otra noción de felicidad, diferente a la que circula habitualmente en el entorno del lector y del poeta. ”Mi felicidad es ese árbol / que contemplo extasiada / no sé por qué.” (Mi felicidad) Y en lo más particular, reafirmación de fidelidad a la dicha de la comunión con Dios: “Qué extraña felicidad me asalta. / Sólo el deseo de amarte / en mi felicidad. // Amarte / y estar a Tus pies.” (La extraña felicidad). El cabal equilibrio en la fe –el “Hágase Tu voluntad”, el “vigoroso trazado”–; el entender no entendiendo de San Juan de la Cruz: “He renacido / en el misterio. / He descubierto / el centro desde allí / acercándome a donde habitas.” (Redescubriendo el misterio).
Se ha cumplido un proceso del espíritu en su totalidad –de principio a fin–; hemos acompañado a la figura poemática a lo largo de la intensa ruta, padeciendo el absoluto sufrimiento y renaciendo en el goce de las obras y el amor divinos. La magnitud de estas experiencias se acentúa –aunque de momento pueda parecer paradójico– en la medida en que el poeta ha decidido y logrado trasmitirla mediante una palabra aparentemente insuficiente. El evidente contraste provoca no la impresión de una pobreza, sino la de una expresión que queda como reservándose la inmensidad, siempre por debajo de la grandiosidad de lo nombrado. Insuficiencia ficticia y no práctica; recurso poético totalmente legítimo y eficaz. Se asienta en el rigor de la selección del léxico, en la sintaxis y en la segmentación de alto valor semántico. Las breves líneas rozan a veces la rispidez, la expresión parca casi en exceso; juegan a bordear los peligrosos despeñaderos por donde el lenguaje se desploma incapaz, pero acaban siempre salvándose, afirmando la elocuencia de la brevedad, de los silencios, de las elipsis, y el misterio de lo que se ha callado, la fuerza irradiadora de lo no dicho.
Estos poemas y el orden en que han sido colocados –y las breves y alteradas sinuosidades por las que van descendiendo los versos estrictos y sin concesiones ni al facilismo ni a lo sentimental–, reclaman un lector capaz, no tanto porque ejerza una información vasta, sino sobre todo porque se encuentre en disposición de un diálogo sincero, emancipado de prejuicios literarios y realmente abierto a la real comprensión del otro, lo que equivale a decir, de sí mismo..............................................................Santa Clara, 27 de febrero de 2009.
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[1] Bertha Caluff: El vigoroso trazado, Editorial Capiro, Santa Clara, 2008, 237 pp.
[1] Bertha Caluff: El vigoroso trazado, Editorial Capiro, Santa Clara, 2008, 237 pp.
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