sábado, 11 de septiembre de 2010

MAGYAR NAPLÓ / Luis de la Paz

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MAGYAR NAPLÓ
número XXII / julio del 2010
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La revista literaria, de la Asociación de Escritores Húngaros, Magyar Napló, en su número XXII de julio del 2010, incluye un cuento del escritor, periodista y amigo Luis de la Paz, traducido al húngaro por György Ferdinandy.

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EL EXAMEN
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Bien temprano en la mañana llegué a recoger a mima. La noche anterior me había advertido que sólo diera unos golpes suaves en la puerta, que de ninguna manera tocara el timbre, que era muy escandaloso y podía despertar a los niños de mi hermana Aurora. Me lo repitió varias veces y al final decidió dejarme un mensaje en el contestador recordándome lo mismo. Su voz no sonaba nerviosa, pero el hecho de que insistiera tanto en lo de los niños, que en resumidas cuentas tendrían que levantarse menos de una hora después para ir a la escuela, indicaba que estaba inquieta. Para el que resultaba todo un acontecimiento despertarse con un reloj era para mí, que llevaba muchos años trabajando en el turno de la tarde y ya había perdido la habilidad de escuchar la alarma. Por eso mi madre debía estar preocupada por mí, no por mis sobrinos. Desde hacía mucho tiempo yo no madrugaba, creo, si mal no recuerdo, que la última vez fue cuando estuve en Washington, el año pasado, que quise, para aprovechar al máximo los cuatro días que iba a estar allí, tomar el primer vuelo que salía poco después de las 6 de la mañana. Cuando mima me abrió la puerta ya estaba vestida. Se había puesto un traje azul, un collar, y hasta la sortija y el reloj de salir. Además estaba recién bañada y empapada de perfume.
-No vamos a una fiesta -le dije dándole un beso.
Casi nunca la beso. Me cuesta trabajo llegar y besarla, sin embargo siempre lamento no hacerlo, un día ya no estará más y me habré quedado sin besarla, como le ocurrió a una de mis hermanas, que se pasó todo el funeral de pipo, vociferando que deseaba besarlo y que nunca lo hizo. Al final mi padre se fue sin el beso de mi hermana, que cuando intentó dárselo en la caja, descubrió que su cadáver estaba frío y duro.
No había amanecido del todo cuando salimos. Aclaraba, pero todavía quedaba oscuridad suficiente para hacer difícil el manejar.
-¿Tienes las luces encendidas? -me preguntó mi madre, que de inmediato me señaló que nos aproximábamos a un semáforo-. Yo creo que puedo manejar. Es fácil. Pones la palanca en D y después vas moviendo el timón poquito a poco. Yo debí haber aprendido, pero ya estoy vieja y además ustedes no me van a comprar un carro.
Mi madre hablaba sin cesar y reía por cualquier cosa que decía. El comentario sobre el manejo le resultaba gracioso. De pronto hizo un silencio total cuando el noticiero de radio comenzó a dar el reporte del tránsito y hablaba de un accidente con lesionados en la autopista 826, cerca de la rampa de salida de la 103.
-¿Habrá sido Eva? -preguntó algo inquieta-. Ella usa ese expressway todos los días.
Traté de quitarle la preocupación diciéndole que en Miami hay millares de carros y que el locutor no había dicho en ningún momento qué tipo de vehículo era el accidentado, ni si iba manejando una mujer. Al final se tranquilizó cuando le entró una llamada a su bíper y era precisamente Eva. Con una serie de códigos que mi madre entendía a la perfección, ella le deseaba suerte en el examen y le pedía que la bipeara en cuanto saliera de allí. Un 44 debía ser en esencia el mensaje, si todo salía bien.
-¿Crees que todo saldrá bien? -me soltó mima tratando de aparentar normalidad. Siempre me ha molestado esa actitud de intentar minimizar lo que le preocupa. Cada vez que necesita algo da miles de vueltas, centenares de excusas y decenas de justificaciones, para pedir lo que como hijos estamos obligados a proporcionarle sin objeciones y de inmediato. Ya estoy cansado de decírselo, pero ella no aprende, sigue igual. Le pregunté que si tenía miedo y me dijo que no, pero un no que bien quería decir sí.
-Vas a pasar el examen, no te preocupes más. Además si te suspenden te queda otra oportunidad. Y si se jode todo, y te quitan la ayuda, tú tienes 6 hijos.
Hizo un largo silencio y yo no insistí en el tema, pero al rato me recordó que lo que más le importaba era el medicare, que para un viejo lo más importante era el cuidado médico, que sin esa ayuda cómo iba a pagarle a la doctora.
-La doctora delincuente -le dije-. Esa mujer se ha hecho millonaria contigo.
-¡No digas eso, niño! Ella es buenísima. Para ella el paciente es lo primero. Lo que pasa es que aquí los médicos y las medicinas son muy caras.
-Esa mujer es una vulgar delincuente. ¿No te acuerdas cuando llamé para un turno y no me daba la cita hasta que verificara mi seguro? Ésa es una prueba de lo importante que son los pacientes para ella...
-Bueno, tienes que entenderla. Ése es su negocio...
-Los
cuidados médicos nunca pueden ser un negocio, eso es un servicio, están tratando con seres humanos, no con un saco de papas -le dije para terminar con el tema. Ella no me contestó nada, sabía que si me respondía algo yo iba a seguir atacando a los médicos.
Hice muy bien en recogerla temprano, el tráfico a esa hora de la mañana era infernal en dirección al downtown. Dos accidentes menores bloqueaban la 27 avenida, luego el puente levadizo tardó más de lo acostumbrado. Al poco rato, al doblar izquierda en Flagler, el sol comenzó a batir de frente y me encandilaba la vista, lo que me obligaba a manejar más despacio, sobre todo porque no tengo sun visor en mi carro, específicamente el del lado del chofer.
-Si me saco la lotería le compraré un carro a cada uno de ustedes.
La miré de reojo y me dio deseos de decirle que ya estaba jugando y en grande, que iba en camino al sorteo del premio mayor, pero no lo hice, no quería darle al asunto demasiada importancia, aunque en realidad la tenía.
En el downtown el tráfico era de insoportable para arriba. El gentío corría de un lado a otro, la prisa marcaba el ritmo. No me cabían dudas de que un número considerable de aquellas personas llegaría tarde a sus trabajos. De Miami Avenue a la 1ra. del SE, en esa callecita, tardé cerca de 10 minutos porque un carro se había roto y no lo sacaban de la vía. Uno de los tantos homeless que abundan por allí se lanzó delante de mí, buscando que lo atropellara. Aunque no voy con mucha frecuencia al centro, ya tenía una larga experiencia en estos tipos de suicidas deseosos, no de la muerte, sino del dinero de la compañía de seguro por daños físicos, así que estaba preparado en cuanto lo vi cruzando.
-Cada vez que tengo que andar por la calle por la mañana, me convenzo de que el único horario inteligente de trabajo es de 3 a 11 -le dije a mi madre que de alguna manera se sentía también agobiada por la multitud.
-Es increíble que donde sólo se ve gente caminando en Miami sea en el downtown. A veces uno maneja por toda la ciudad y no ve un alma. Aquí es lo contrario -me dijo mima con un tono que denotaba curiosidad y cierto asombro.
No estaba muy lejos de la verdad. Salvo Coconut Grove, y desde luego la zona de Cocowalk y Ocean Drive en Miami Beach, el resto de la ciudad es fantasmal, sólo millares de carros, conducidos últimamente, es curioso, por más mujeres que hombres. Pensé decirle a mima que si en Miami hubiera un sistema de transporte público eficiente, yo no manejaría, aunque era algo que tantas veces habíamos conversado, que hasta el comentario aburría. Pero yo no estaba lejos de la verdad, el automóvil constituye una herramienta de trabajo, sin él, se está seriamente limitado; por eso a veces entiendo a mi madre cuando se lamenta de no haber aprendido a manejar.
Como ya había amanecido del todo apagué las luces, porque de lo contrario se me iban a olvidar, no sería la primera vez que me quedo sin batería. El puente de Brickell estaba también levantado cuando llegamos. En esa zona el tapón era alucinante, un auténtico amasijo de carros se apelotonaba en espera de que el puente bajara, para luego sálvese quien pueda.
-¿Falta mucho? -me preguntó con cierta angustia, pues la cita era en 10 minutos.
En realidad estábamos bien próximos, justo del otro lado del puente, pero ese tramo podía tomar horas. Maniobré por una línea que era sólo para doblar derecha y me le metí delante a una mujer que como se estaba maquillando, dejó el espacio ideal para que yo me colara. Molesta apretó el claxon largo rato, y me sacó el dedo cuando me vio observándola por el retrovisor.
-Ya llegamos, mima -le dije y la noté tranquila por la puntualidad, sin embargo su expresión delataba algo de preocupación.
Dejé a mi madre en la puerta y me fui a parquear. De inmediato apareció un guardia de seguridad, que sin darme los buenos días me dijo que el parqueo costaba 6 dólares, cantidad de dinero que para muchos, incluido yo, bien podría resultar una millonada. Como estaba apurado se los di sin protestar. Divisé a mi madre recostada a un muro y a una multitud que le extendía al portero los sobres blancos con las citaciones, mientras éste a su vez intentaba protegerse de los sillones de ruedas y los bastones que muchas veces se apoyaban en sus pies. Cuando regresé, mima me dijo que le estaba comenzando el dolor allá atrás, un atrás que quería decir abajo, en la espalda, un malestar que la obligaba a detenerse donde quiera que estuviera y buscar donde recostarse por unos momentos.
-¿Te duele mucho? -movió la cabeza diciendo que no, pero tenía los labios apretados y estaba encorvada-. Mima, estás muy gorda. Si no bajas de peso el dolor se te hará más fuerte y seguido.
Me miró como diciéndome ya me recuperé y agregó:
-Vamos ya.
Forcejeamos un poco con las gentes que se amontonaban en la puerta, le abrí espacio y le enseñé al portero la citación. Me preparé para decirle algo si no me dejaba pasar con ella, pero no hubo inconvenientes. Cruzamos un detector de metales, subimos por un ruidoso y estrecho elevador que parecía que se detendría en cualquier momento y caminamos por un largo pasillo, donde al final había una mesa para entregar las citaciones y un salón enorme para sentarse a esperar que vocearan el nombre de mi madre.
-¡Ay, qué miedo tengo! -me dijo por primera vez.
-No hay que tener miedo, además tu examen es en español y tú te sabes las respuestas -le respondí restándole importancia.
-Hazme algunas preguntas salteadas, las más difíciles.
No era el momento de hacer preguntas, pero no quería desanimarla, tal vez eso la ayudaría.
-¿Quién elige al presidente de los Estados Unidos?
-The people.
-No, the electoral college, pero ya tú tienes más de 55 años y eres residente por más de 15, así que el examen te lo van a hacer en español. ¿Cuántas veces te lo voy a repetir?
-Es que una amiga mía, de ésas que yo conozco del programa de Juanito Ayala, me dijo que ella...
-Olvídate de lo que te dijo esa mujer. Hazme caso a mí.
-Bueno, empieza ya.
-¿Qué se celebra el 4 de julio?
-El día de la independencia.
-¿De qué país se independizó los Estados Unidos?
-De Inglaterra, ¿no?
-Exacto, de Inglaterra.
-¿Cuántos senadores hay en el senado?
-Eso sí me lo sé bien -dijo sonriente y con cierto orgullo, como satisfecha de estar preparada para la prueba-, 100, dos por cada estado.
-Te lo sabes todo. Cuando te llamen, si te quieren hacer el examen en inglés diles que tú tienes derecho a hacerlo en español, y si se ponen pesados, avísame, que yo me encargo del resto -le dije con un tono que la hiciera sentir confiada.
-Sí, el barbarito. Cada día te pareces más a tu padre.
Mientras esperábamos, los entrevistadores, de nuevo en su mayoría mujeres, aunque para estos casos creo que es mucho mejor así, llamaban continuamente. Las entrevistas parecían ser breves.
-Mira a esa señora, pobrecita -me señaló a una anciana que intentaba llegar casi sin fuerzas a una de las sillas.
Un hombre mayor, casi seguro su hijo, que también tenía dificultades para caminar intentaba ayudarla. Una entrevistadora gritó un nombre y una persona, después se supo que era la que acababan de llamar, se desmayó. A los pocos minutos llegaron los paramédicos a auxiliar a la mujer y se la llevaron en camilla, a pesar de la protesta de su familiar, que veía desvanecerse las esperanzas de hacerla ciudadana de los Estados Unidos.
-Qué horror -me susurró mima casi al oído-. Lo que están haciendo con los ancianos no tiene perdón de Dios.
Mima tenía razón, pero parecía como que no comprendía, que también ella era una de esas víctimas. Lo que pasaba era que, por fortuna, mi madre estaba físicamente mucho mejor. No habían terminado de irse los del rescate, cuando entró en el salón un anciano en un sillón de ruedas. Una mujer cuyo rostro retrataba eso que se conoce como la típica estampa de la angustia, lo empujaba. El señor estaba tan mal que muy probablemente, de pasar el examen, no duraría vivo hasta la fecha de la jura de bandera, que podía demorar hasta 6 meses. De un costado del sillón de ruedas salía un cilindro verde, bastante largo, con 2 manómetros en la parte superior, justo por donde brotaban varias mangueras, que terminaban en su nariz. El hombre intentaba abriendo su boca desdentada y llena de arrugas, ayudar a aquel aparato a suministrarle oxígeno. La escena la coronaba una bandera americana que le habían puesto en la mano derecha. Volví a besar a mi madre. Ella me miraba atónita, triste y consciente de que ese hombre estaba más del lado de allá, que de acá.
-Siempre hay alguien más jodido que uno -me dijo en voz baja, tomándome del brazo y halándome hacia ella.
A media mañana todavía mi madre estaba esperando, según especulaban algunas personas, las computadoras se habían caído y otros afirmaban que la señora que se llevó el rescate había retrasado a los entrevistadores. Desde luego ese rumor no tenía sentido, pero circulaba por el salón cada vez más abarrotado. Tuve que contenerme para no ir a preguntar qué motivaba la espera. Se decía que el hombre que trabajaba en información era un grosero y por temor a algún tipo de represalia contra mima preferí no averiguar. En estos casos uno nunca sabe, después de todo ellos tienen el poder y la autoridad de aprobar o rechazar la solicitud de ciudadanía a su antojo. En realidad algo pasaba, pues de la continuidad inicial se había pasado a una lentitud asombrosa, que de un momento a otro podría hacerse aún más pausada al llegar la hora de almuerzo.
-Tráeme un vaso de agua que tengo que tomarme las pastillas.
Salí a buscar un bebedero, pero no tenía dónde llevarle el agua. Con una hoja de papel hice un vaso, bebí un poco y luego lo rellené.
Estaba de mal humor, aquella espera no tenía final. Comencé a calcular el tiempo de la entrevista, el de llevar a mima de regreso a su casa, luego el de volver a la mía, cambiarme de ropa, comer algo y salir para el trabajo, para estar allí a las 3 de la tarde. De acuerdo a mis números ya podía llamar para decir que llegaría tarde.
-Tengo hambre -le comenté a mima para romper el silencio.
Yo no sabía qué estaba pensando, así que lo mejor era hablar de cualquier bobería y sobre todo encubrir mi malestar para no inquietarla. Una haitiana comenzó a protestar por la demora y llamó al supervisor, que resultó ser también un haitiano, pues tan pronto comenzaron a hablar saltaron del inglés al creole. Aunque yo no entendía nada, salvo alguna que otra palabra que se intercalaban en inglés, la discusión parecía bien áspera.
Cerca de la una de la tarde, casi 5 horas después de la señalada en la citación, y de muchos bipers de mis hermanos Tomás y Diego, pero sobre todo de Eva, llamaron a mima. Fue ella la que entonces me dio un beso. El perfume le había desaparecido casi por completo. La ayudé a levantarse, se ajustó la saya, se llevó la mano al collar y caminó conmigo de la mano, sonriendo y mirando fijo a los ojos de la mujer que la había llamado por su nombre.
-Usted no puede pasar, señor -me dijo en español la funcionaria de inmigración, algo que ya yo sabía.
Desaparecieron tras una puerta, miré el reloj, y sin reparar mucho en lo que hacía, recé de carretilla un Padre Nuestro y un Ave María, para pedir que mima pasara el examen.
Desde los ventanales de cristal se veía el parqueo y a las gentes que soportando un sol implacable esperaban a que sus familiares salieran de la entrevista. En la calle, bajo un árbol, en realidad el único árbol, la multitud se compactaba, buscando la poca sombra que podía encontrar. Un vendedor ambulante también contribuía a dar cobijo con la enorme sombrilla que había levantado encima de su carrito. Un llanto rompió el silencio que había en el salón. Dos mujeres se abrazaron, una de ellas no había pasado el examen.
-Ahora qué me hago. Yo no tengo otra entrada. No tengo hijos, soy viuda. Yo estoy muy enferma y lo juro por Dios que no puedo trabajar- gritaba la mujer, mientras la amiga intentaba consolarla, pero sin dejar también de llorar.
Uno de los guardias de seguridad se les aproximó y les dijo, señalando un papel azul que la mujer tenía en sus manos, que con ese documento podía volver de nuevo, que aún le quedaba otra oportunidad. El llanto siguió mientras el guardia ayudaba a salir del salón a las dos mujeres. No hubo comentarios, ni muestras de apoyo por parte de los otros aspirantes a ciudadanos, muchos de los cuales seguramente saldrían también con el papel azul.
Vocearon un González, pero la entrevistadora a todas luces una mujer latina, se enredó al pronunciarlo, imprimiéndole a un apellido hispano, acento inglés. Desde luego le sonó horrible. El González se las traía, vestía a la última moda delincuentil, la cabeza rapada, una camisa enorme y un pantalón que se le amontonaba en los bajos haciéndole un amasijo encima de los zapatos, y arrastrándosele por el suelo. Los aretes, el diente de oro, los espejuelos oscuros, el chicle que mascaba, y los tatuajes que llevaba entre los dedos de la mano derecha, lo hacían un firme candidato al papelito azul.
Mima llevaba 20 minutos dentro. Llamaron al señor con el tanque de oxígeno y cuando estuvo próximo al entrevistador, el familiar que empujaba el sillón de ruedas le levantó con dificultad la mano donde el anciano llevaba la banderita americana, le pasó la mano por la cabeza y mirando al empleado con un tono de súplica dijo, please.
Afuera, en la calle, algunas personas corrían hacia sus carros, un policía estaba poniendo multas a los que se les había vencido el tiempo del parquímetro. El famoso González no tardó mucho en la entrevista, reapareció apenas unos minutos después protestando y soltando centenares de fuck, porque le pedían prueba de estar registrado para el servicio militar. Como tenía sólo una moneda para llamar por teléfono, decidí escoger mi trabajo, para decir que llegaría tarde, en vez de responder los innumerables bipers que me habían puesto mis hermanos.
Mima salió sonriente, caminaba despacio, mirándome fijo, pero su sonrisa no me convencía, era demasiado falsa. En la mano traía su papel azul, de un azul que no se confundía con el de su vestido. La besé de nuevo, en un mismo día la había besado como nunca, y sin preguntarle nada, ya sabía el resultado, la dejé que se apoyara en mi brazo y salimos para el elevador.
-El ascensor es sólo para subir -me dijo con un todo autoritario un custodio, que apareció de pronto.
Le respondí que mi madre no podía caminar y tras una discusión la dejó a ella bajar, pero yo tuve que utilizar las escaleras.
Cuando la recogí de nuevo en la puerta y la ayudé a sentarse en el carro, me dijo que había contestado bien 9 de las 10 preguntas, pero que no se acordó del nombre del que compuso el himno nacional. Obviamente yo tampoco me acordaba, o mejor: no tenía idea de quién carajo había escrito el dichoso himno. Mima me pidió que se lo buscara en el libro antes de regresar a la casa.
-Mira que estudié, Dios mío -decía-. Casi un año preparándome y no pasar por una pregunta... Me preguntó que era el Bill of Rights. Hasta le dije el nombre de las 13 colonias, con lo difíciles que son esos nombres en inglés, pero lo del himno ni atrás ni alante.
Mientras buscaba en el libro le dije que no se preocupara, que cuando volviera por segunda vez seguro que pasaría el examen.
-Son muy duras esas gentes -me comentó en voz baja, como hablándose a sí misma-. ¿Tú sabes lo que me dijo?, que con ella nadie había aprobado el examen hoy. ¿Qué te parece?
-Francis Scott Key es el nombre -le dije y arranqué a toda prisa del lugar.
-Mira eso -respondió y no habló por un largo rato.
Tomé el 95 norte. Pisé profundo el acelerador, el pedal se fue al fondo, las gomas chillaron un poco y mima me pidió que aflojara, que de todas maneras ya iba a llegar tarde al trabajo. En realidad, ese problema ya lo tenía resuelto, lo que estaba era molesto, me sentía impotente por no poder hacer nada por ella.
-Para cuándo es la próxima cita.
De la cartera sacó el papel azul y me dijo que para el 15 de mayo, y de inmediato me recordó que ese día era aniversario de la muerte de pipo. Cambié al 836 y salí del expressway en la 27 avenida. El bíper no cesaba de vibrar en el bolsillo del pantalón y lo apagué. Mima también estaba molesta, o más bien se sentía frustrada, inútil, por no haber sacado el examen de ciudadanía.
-No te preocupes por lo de la ayuda, yo tengo algunos ahorros y ya ni fumo, así que no me hace falta dinero y si necesito algo los tengo a ustedes -dijo.
Cuando llegamos a la casa entró sonriente y llamó por teléfono a cada uno de mis hermanos para explicarles lo que había pasado. Habló con unos, y dejó un mensaje en el contestador de Eva.
-Voy a cambiarme de ropa, para que cuando venga Aurora con los niños de la escuela no me ensucien el vestido de salir -me dijo y cerró la puerta del cuarto.
Yo la conozco bien. Me acerqué y la escuché, igual que casi 30 años atrás, allá en Cuba, cuando regresó a la casa en un taxi con mi sobrino Abilio, al que el médico le había enyesado las dos piernas desde los muslos hasta los pies, para inmovilizárselas y corregirle un defecto en las caderas. En aquella ocasión, como en ésta, estuvo fuerte hasta el último minuto. Después se derrumbó. Ahora lloraba en el cuarto.
-Me voy mima -le grité y sin esperar respuesta salí. Sabía que me iba a decir gracias y eso no lo iba a poder soportar esta vez.
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Dibujo de Erick A. Hernández.

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Luis de la Paz: La Habana, 1956 Salió de Cuba durante los dramáticos sucesos de la embajada del Perú y el posterior éxodo del Mariel, en 1980. Desde entonces reside en Miami. Fue miembro del consejo de editores de la revista Mariel, de Nexos de difusión electrónica y editor de El ateje, publicación cibernética. Ha recibido el Premio Museo Cubano de ensayo, por un trabajo sobre Dulce María Loynaz. Ha publicado los libros de relatos: Un verano incesante (Ediciones Universal, Miami 1996) y El otro lado (Ediciones Universal, Miami, 1999), y la recopilación de textos y documentos Reinaldo Arenas, aunque anochezca (Universal, Miami, 2001). Un cuento suyo es recogido en Cuentos desde Miami (Poliedro, 2004) y en Palabras por un joven suicida (Silueta, 2006). Es columnista de Diario Las Américas en Miami.
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9 comentarios:

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...

Censura y luego jura que te gusta la libertad.

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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Heriberto Hernández Medina: dijo...

Para decir estupideces gratuitas y ofender hay otros sitios en los que serás bien recibido.
Aquí no.
Me gusta mucho la libertad de poder hacer y decirte esto.

Anónimo dijo...

No se puede aplaudir un texto tan metido en el lugar comun. Con todo el respeto me parece que el autor necesitaba darle un poco del aire de la imaginacion.
Gracias