.Salvador Díaz Mirón, autor de muchos poemas cursis como buen modernista, acertó, a mi juicio, cuando se atrevió a definir la poesía como «tres heroísmos en conjunción:/ ¡el heroísmo del sentimiento,/ el heroísmo del pensamiento/ y el heroísmo de la expresión!». A mí me sobra la palabra «heroísmo» en este contexto, pero la conjunción de sentimiento, pensamiento y expresión es un acierto memorable, aunque la idea no fuera original. Creo que la poesía se da ciertamente en el acuerdo de esos tres elementos: el pathos, la elaboración intelectual y el dominio de un vehículo expresivo (lo mismo podría aplicarse a las artes plásticas y la música, con la variante lógica de que el vehículo de expresión cambia de un arte a otra). Puede afirmarse que si al poema le faltase cualquiera de esos tres ingredientes —la pasión, el rigor intelectual que la atempera y el lenguaje preciso donde se vierte— podría declararse fallido. Este criterio, que algunos tildarán de preceptivo, nos servirá para discriminar en el farragoso montón de supuestas creaciones poéticas que, luego de esta criba, veríase bastante reducido.
.Si la pasión impera en la creación poética, con menosprecio de los otros elementos apuntados, el resultado será una obra cercana al flujo de conciencia que desborda todas las convenciones y se proyecta como un aliviadero. Quien esto perpetra tiene la arrogancia de suponer que sus estados de ánimo se equiparan con el sentir de la humanidad, llamado a reflejarse en sus versos como en un espejo. El sustantivo que más gusta a esta clase de escritores es el de espontaneidad —otra manera de llamar al desaliño— la cual tienen como el primer atributo de un artista y, en particular, de un poeta. Creen que cualquier voluntad de perfección, de acendramiento, es artificiosidad e impostura ajenas a la inspiración prístina. He conocido y he tenido la desgracia de leer a algunos de estos «espontáneos» y siempre sobresale en ellos lo torpe, lo inacabado. No es difícil dictaminar que la auténtica poesía está ausente de esa escritura.
.La poesía que, por el contrario, es producto del exclusivo esfuerzo intelectual, poesía «cerebral», como alguna vez se le ha llamado, en la que falta la pasión que le imprime profundidad, puede merecer la categoría de ideación, incluso de «constructo», susceptible de alcanzar cierto nivel de perfección semántica y hasta, en algunos casos, de bella exposición formal; pero el lector sensible advertirá la ausencia de esa honda intensidad que siempre ha de distinguir al genuino poema como una elevada creación del espíritu, para decirlo a la manera de los románticos. Esa intensidad resuena en las palabras, se vale de ellas, desde luego, de su ordenación, de las vibraciones sonoras que producen, pero es y debe ser mucho más: es el modo en que percibimos un mensaje trascendente que nos conmueve, y nos conmueve no porque cuente una historia sentimental, sino por la certeza de que transmite una experiencia emotiva única regida por un imperativo de belleza.
.Hay «poetas» que son hacendosas maquinas de versificar o de escribir espasmódicamente, a quienes mueve una compulsión tan natural como la de evacuar sus excreciones corporales. Se sienten poseedores de una suerte de toque de Midas que los lleva a ir convirtiendo todo en versos. Sus actividades ordinarias y domésticas son fragmentos del enorme poema que es su vida misma, de la cual la escritura es un registro minucioso. En verdad son amanuenses de lo que suponen un destino magno y excepcional. Estos versificadores hasta pueden alcanzar un cierto dominio de la forma, intelectuales en su acepción más chata, que han encontrado un mecanismo para expresarse y la van aplicando con rigor escolástico —supongo que como alternativa al suicidio que, en mi opinión, sería más decoroso.
.Suman legión los que confunden el escribir poesía con un encabalgamiento de metáforas (además de sinécdoques, metonimias, símiles, etc). Creen que la poesía consiste en referirse a las cosas ordinarias de la manera más oblicua posible. Resulta patético comprobar lo fácil que es «traducir» está concatenación de tropos al lenguaje ordinario para entender lo que el presunto poeta quiere decirnos; lo cual, casi siempre, es una trivialidad enmascarada y vestida de largo. Los que hacen profesión de «barrocos» practican estos ejercicios y tienen la audacia de divulgarlos e incluso de encontrar críticos y colegas que los valoren, sin darse cuenta de que esa escritura artificiosamente re-vestida no podría insertarse sin violencia en la tradición de la gran literatura que siempre ha de ser uno de los indicadores donde apoyar una justa valoración. Desde luego, hay una evolución a la que la literatura en general, y la poesía en particular, no pueden ser ajenas, pero los frutos de esa evolución deben mostrar una coherencia de origen, el engarce de un antecedente.
.La poesía, creo yo, debe transmitirnos una emoción cercana a lo inefable, contigua o equivalente a su necesidad: la certidumbre de que estamos en presencia de un texto que no es intercambiable por ningún otro, al que su autor se vio obligado a recurrir para comunicar un sentimiento/idea que no podía encontrar otro cauce. Y no me refiero a las palabras, que podrían ser las más elementales de la lengua, sino a la estructura, al orden sintáctico que, de suyo, tiene que justificar la partición versal y no puede obedecer a la caprichosa segmentación de quien escribe ni confundirse con un trozo de prosa arbitrariamente trucidado. Según este criterio, la forma en que se nos presenta el poema es o debe ser consubstancial al poema mismo (digamos que los tercetos en que Dante escribió su Divina Commedia son inseparables de esta obra), y esto podría aplicarse con tanta validez a los metros clásicos como al verso libre.
.Muchos creen que el valerse del verso libre le consiente a quien escribe cualquier antojo, como si la ausencia de la rima y de una metrificación regular supusiera una escritura caótica con anulación de medida, ordenación y ritmo; escritura en la que, además, podría prescindirse de toda lógica y en la que fuera lícita la inclusión de cualquier neologismo. Esta «poética» desaforada es responsable de incontables atrocidades que muchos críticos defienden al amparo de la sacrosanta «novedad», la cual, en principio, barre con todas las cortapisas de un sano juicio estético, como si la novedad, por sí sola, fuera el único atributo respetable a la hora de valorar una obra de arte, ya se trate de un cuadro o de un poema. Esa libertad mal entendida ha engendrado las muestras más infelices de la poesía contemporánea que, por su propia naturaleza, aspira a ponerse fuera del alcance de cualquier crítica, porque ¿cómo ejercer la crítica frente a una obra que, de principio, se sitúa más allá y por encima de cualesquiera reglas que permitan juzgarla? El resultado es un fútil y ridículo ejercicio de cautelas cuyo primer error consiste en el intento mismo de una valoración.
.En el verso libre subyacen, con bastante constancia, algunos de los más regulares metros clásicos: el pentasílabo, el heptasílabo, el endecasílabo, el alejandrino… que, en el caso del castellano, son algunas de sus tendencias métricas. Al prescindir de la rima y de la metrificación tradicionales que —con las notables salvedades que conocemos— tienden naturalmente al ripio, el verso libre logra sacar a la poesía de los muros de una prisión secular, pero, al mismo tiempo, tiene que hacerle frente a un extraordinario desafío: la pura expresión poética que exige, más que nunca, el dominio que suscita la apasionada contemplación del mundo, la cual ha de pasar por el filtro de una inteligente reflexión (que siempre ha de ser literaria, es decir, condicionada por la literatura) para terminar expuesta por la palabra en su acepción más rigurosa. He aquí de nuevo la tríada de condiciones básicas para que se produzca el evento poético.
.Esta adecuación del verso libre con el ritmo de algunos metros viene a reivindicar la hermandad de la poesía con la música, cuya importancia no es de subestimar. La poesía ha de tener, creo yo, una imprescindible valoración fónica, poseer lo que me gustaría llamar una eficacia prosódica que está dada por la construcción misma del texto —aun allí donde prescinda de la rima y de la uniformidad métrica— que facilite su lectura y su recepción auditiva. Cualquiera que menosprecie este ayuntamiento de música y poesía, que deliberadamente lo ignore o, lo que es mucho peor y más frecuente, que carezca de oído para distinguir cuando un texto poético fluye armónicamente y cuando tropieza, sin que esto último constituya siquiera un quiebre deliberado, debería de quedar naturalmente al margen de la práctica de este oficio, no importa cuantos cientos o miles de presuntos poemas pudiera haber escrito. En este punto me permito afirmar que la poesía sigue siendo también un género oral, destinado a la lectura en alta voz, instancia en la que se reafirma y se valida. ¿Por qué razón, si no por su parentesco con el canto, el poema se vale del verso? ¿Qué otra justificación que no sea sonora tendría la tradicional estructura poética?.*Fragmento del ensayo Los lindes de la obra literaria.
.Si la pasión impera en la creación poética, con menosprecio de los otros elementos apuntados, el resultado será una obra cercana al flujo de conciencia que desborda todas las convenciones y se proyecta como un aliviadero. Quien esto perpetra tiene la arrogancia de suponer que sus estados de ánimo se equiparan con el sentir de la humanidad, llamado a reflejarse en sus versos como en un espejo. El sustantivo que más gusta a esta clase de escritores es el de espontaneidad —otra manera de llamar al desaliño— la cual tienen como el primer atributo de un artista y, en particular, de un poeta. Creen que cualquier voluntad de perfección, de acendramiento, es artificiosidad e impostura ajenas a la inspiración prístina. He conocido y he tenido la desgracia de leer a algunos de estos «espontáneos» y siempre sobresale en ellos lo torpe, lo inacabado. No es difícil dictaminar que la auténtica poesía está ausente de esa escritura.
.La poesía que, por el contrario, es producto del exclusivo esfuerzo intelectual, poesía «cerebral», como alguna vez se le ha llamado, en la que falta la pasión que le imprime profundidad, puede merecer la categoría de ideación, incluso de «constructo», susceptible de alcanzar cierto nivel de perfección semántica y hasta, en algunos casos, de bella exposición formal; pero el lector sensible advertirá la ausencia de esa honda intensidad que siempre ha de distinguir al genuino poema como una elevada creación del espíritu, para decirlo a la manera de los románticos. Esa intensidad resuena en las palabras, se vale de ellas, desde luego, de su ordenación, de las vibraciones sonoras que producen, pero es y debe ser mucho más: es el modo en que percibimos un mensaje trascendente que nos conmueve, y nos conmueve no porque cuente una historia sentimental, sino por la certeza de que transmite una experiencia emotiva única regida por un imperativo de belleza.
.Hay «poetas» que son hacendosas maquinas de versificar o de escribir espasmódicamente, a quienes mueve una compulsión tan natural como la de evacuar sus excreciones corporales. Se sienten poseedores de una suerte de toque de Midas que los lleva a ir convirtiendo todo en versos. Sus actividades ordinarias y domésticas son fragmentos del enorme poema que es su vida misma, de la cual la escritura es un registro minucioso. En verdad son amanuenses de lo que suponen un destino magno y excepcional. Estos versificadores hasta pueden alcanzar un cierto dominio de la forma, intelectuales en su acepción más chata, que han encontrado un mecanismo para expresarse y la van aplicando con rigor escolástico —supongo que como alternativa al suicidio que, en mi opinión, sería más decoroso.
.Suman legión los que confunden el escribir poesía con un encabalgamiento de metáforas (además de sinécdoques, metonimias, símiles, etc). Creen que la poesía consiste en referirse a las cosas ordinarias de la manera más oblicua posible. Resulta patético comprobar lo fácil que es «traducir» está concatenación de tropos al lenguaje ordinario para entender lo que el presunto poeta quiere decirnos; lo cual, casi siempre, es una trivialidad enmascarada y vestida de largo. Los que hacen profesión de «barrocos» practican estos ejercicios y tienen la audacia de divulgarlos e incluso de encontrar críticos y colegas que los valoren, sin darse cuenta de que esa escritura artificiosamente re-vestida no podría insertarse sin violencia en la tradición de la gran literatura que siempre ha de ser uno de los indicadores donde apoyar una justa valoración. Desde luego, hay una evolución a la que la literatura en general, y la poesía en particular, no pueden ser ajenas, pero los frutos de esa evolución deben mostrar una coherencia de origen, el engarce de un antecedente.
.La poesía, creo yo, debe transmitirnos una emoción cercana a lo inefable, contigua o equivalente a su necesidad: la certidumbre de que estamos en presencia de un texto que no es intercambiable por ningún otro, al que su autor se vio obligado a recurrir para comunicar un sentimiento/idea que no podía encontrar otro cauce. Y no me refiero a las palabras, que podrían ser las más elementales de la lengua, sino a la estructura, al orden sintáctico que, de suyo, tiene que justificar la partición versal y no puede obedecer a la caprichosa segmentación de quien escribe ni confundirse con un trozo de prosa arbitrariamente trucidado. Según este criterio, la forma en que se nos presenta el poema es o debe ser consubstancial al poema mismo (digamos que los tercetos en que Dante escribió su Divina Commedia son inseparables de esta obra), y esto podría aplicarse con tanta validez a los metros clásicos como al verso libre.
.Muchos creen que el valerse del verso libre le consiente a quien escribe cualquier antojo, como si la ausencia de la rima y de una metrificación regular supusiera una escritura caótica con anulación de medida, ordenación y ritmo; escritura en la que, además, podría prescindirse de toda lógica y en la que fuera lícita la inclusión de cualquier neologismo. Esta «poética» desaforada es responsable de incontables atrocidades que muchos críticos defienden al amparo de la sacrosanta «novedad», la cual, en principio, barre con todas las cortapisas de un sano juicio estético, como si la novedad, por sí sola, fuera el único atributo respetable a la hora de valorar una obra de arte, ya se trate de un cuadro o de un poema. Esa libertad mal entendida ha engendrado las muestras más infelices de la poesía contemporánea que, por su propia naturaleza, aspira a ponerse fuera del alcance de cualquier crítica, porque ¿cómo ejercer la crítica frente a una obra que, de principio, se sitúa más allá y por encima de cualesquiera reglas que permitan juzgarla? El resultado es un fútil y ridículo ejercicio de cautelas cuyo primer error consiste en el intento mismo de una valoración.
.En el verso libre subyacen, con bastante constancia, algunos de los más regulares metros clásicos: el pentasílabo, el heptasílabo, el endecasílabo, el alejandrino… que, en el caso del castellano, son algunas de sus tendencias métricas. Al prescindir de la rima y de la metrificación tradicionales que —con las notables salvedades que conocemos— tienden naturalmente al ripio, el verso libre logra sacar a la poesía de los muros de una prisión secular, pero, al mismo tiempo, tiene que hacerle frente a un extraordinario desafío: la pura expresión poética que exige, más que nunca, el dominio que suscita la apasionada contemplación del mundo, la cual ha de pasar por el filtro de una inteligente reflexión (que siempre ha de ser literaria, es decir, condicionada por la literatura) para terminar expuesta por la palabra en su acepción más rigurosa. He aquí de nuevo la tríada de condiciones básicas para que se produzca el evento poético.
.Esta adecuación del verso libre con el ritmo de algunos metros viene a reivindicar la hermandad de la poesía con la música, cuya importancia no es de subestimar. La poesía ha de tener, creo yo, una imprescindible valoración fónica, poseer lo que me gustaría llamar una eficacia prosódica que está dada por la construcción misma del texto —aun allí donde prescinda de la rima y de la uniformidad métrica— que facilite su lectura y su recepción auditiva. Cualquiera que menosprecie este ayuntamiento de música y poesía, que deliberadamente lo ignore o, lo que es mucho peor y más frecuente, que carezca de oído para distinguir cuando un texto poético fluye armónicamente y cuando tropieza, sin que esto último constituya siquiera un quiebre deliberado, debería de quedar naturalmente al margen de la práctica de este oficio, no importa cuantos cientos o miles de presuntos poemas pudiera haber escrito. En este punto me permito afirmar que la poesía sigue siendo también un género oral, destinado a la lectura en alta voz, instancia en la que se reafirma y se valida. ¿Por qué razón, si no por su parentesco con el canto, el poema se vale del verso? ¿Qué otra justificación que no sea sonora tendría la tradicional estructura poética?.*Fragmento del ensayo Los lindes de la obra literaria.
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José de Ribera - El poeta (1625)
Rodin - El poeta y la musa, 1905
Pablo Picasso- El Poeta (1911)
René Hugo Arceo - El Poeta, 2008
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