Cuenta la tradición que la Virgen Santísima se apareció en el Tepeyac, México, a san Juan Diego el martes 12 de diciembre de 1531, apenas diez años después de la conquista de México. Coincidiendo con la celebración de los festejos en honor de La Virgen De Guadalupe, Patrona de México y Emperatriz de las Américas se ha inaugurado en Madrid una exposicion que reivindica a Ciudad de México como "ciudad solidaria" y "capital de asilos", tanto para exiliados de la Guerra Civil española y perseguidos de las dictaduras militares latinoamericanas, como para libaneses y judíos que huían de otras violencias.
Comenzando hoy, y durante los próximos días publicaremos textos relacionados con este tema, en agradecimiento a esta ciudad y a este país que históricamente han dado asilo a tantos cubanos que han tenido que exiliarse por ser perseguidos en nuestra patria.
NOTA: Palabras pronunciadas por la Dra. Elena Tamargo al recibir la Nacionalidad Mexicana de manos del Presidente de la República, por “Servicios Prestados a la Nación”, en el Palacio de Gobierno, Ciudad de México, año 2000.
Doctor Ernesto Zedillo, Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos:
Mexicanos:
Ante todo, quisiera agradecer la oportunidad que se me brinda de expresar estas palabras en nombre de todos los que hoy adquirimos la naturalización mexicana. Ese gesto generoso lo aprecio en su doble significado y lo recibo, con toda humildad, no como un homenaje personal sino como un reconocimiento a mi condición de educadora, profesión que sí me enorgullece y que debo a México. Aquí me hice maestra, que es, como diría José Martí, haberme hecho creadora.
En lo estrictamente personal, me siento muy emocionada, ya que es ésta la primera vez que voy a hablar como mexicana, y eso tiene para mí un significado muy especial, porque, aunque comparto el mismo idioma, nunca como hasta hoy había sentido la experiencia de compartir la misma palabra, que es decir la misma naturaleza, la misma alma o, expresado de un modo más sublime, la misma poesía.
Digo esto porque estoy convencida de que para todo exiliado, pero especialmente para un escritor, nada resulta tan difícil y doloroso como adquirir no un nuevo idioma (eso resulta relativamente fácil) sino un nuevo lenguaje, que no es, en ninguna circunstancia y en ningún lugar, el mismo que nos sirvió de leche materna para que se nos formaran el espíritu y los dientes.
Nunca, de no haber pasado por esta experiencia, habría tenido el placer de saborear, en todo su esplendor, la enorme variedad y riqueza de la palabra mexicana, que, como su misma culinaria, va del sabor indefinido pero cierto de un pan de muerto a la opulencia barroca de un chile en nogada, del dulce apapacho de una tuna madura al excitante y abrazador picante de un chile chipotle, de ese albur indescifrable que es el huitlacoche al más directo de los circunloquios que es una quesadilla de queso.
Entrar en esa alucinación de las palabras es adentrarse en la lúcida locura de un José Juan Tablada cuando afirma: “...y corre el plomo derretido / de la neurosis en mis venas”, o en la universalidad de un Octavio Paz cuando sus ojos, acostumbrados a la infinitud, ven que “Allá, donde se terminan las fronteras, los caminos se borran”, o en el alma amorosa de un José Alfredo Jiménez, con una expresión, que hoy hago más mía que nunca pensando en México: “cuánto me debía el destino / que contigo me pagó”.
Las naciones se conocen y se reconocen, en mucho, en y por sus poetas, porque son ellos quienes las imaginan y, por lo mismo, quienes configuran sus símbolos, que son siempre palabras. México es tierra de inconmensurables poetas. Por eso sus emblemas son tan universales, y por eso, también, su presencia en el mundo crecerá, cada día más, hasta ocupar el lugar que está llamado a ocupar entre los grandes.
Pero México es, además, casa-refugio, lugar de enunciación de poetas que han sido obligados, siempre por razones ajenas a la poesía, a dejar, algunos para siempre, su palabra natal. Hoy, me gustaría recordar a cuatro de ellos: los cubanos José María Heredia y José Martí y los españoles Luis Cernuda y León Felipe, que aquí encontraron una pirámide a la cual subirse para recibir los efluvios del Sol y de la Luna y para dialogar con las estrellas.
Menciono a estos hombres porque me parecen simbólicos, representativos de tantos y tantos seres humanos de todas partes del orbe que en esta tierra prodigiosa encontraron un paliacate para secar sus lágrimas, una tortilla de maíz para saciar su hambre y una región transparente para vivir y soñar en libertad y poder expresar su verdad.
Como antes los demás, todos los que hoy adquirimos la ciudadanía mexicana –estoy segura de que ese es su sentir– viviremos orgullosos de poder presentarnos en cualquier aduana del mundo con un pasaporte que nos acredite como hijos de este país, pero también estoy convencida de que todos dejamos atrás un mundo que nos reclamará toda la vida y al que siempre seremos fieles con la memoria, que es la patria más segura.
Yo, por mi parte, he incorporado al escudo de mi corazón un águila que devora a una serpiente sobre un nopal, pero, con total honradez, en ese mismo escudo no dejará de haber nunca una palma real, una estrella solitaria y unas hojitas de laurel que sirven de corona a una isla, un largo lagarto verde, que navega en su mapa, triste como la más triste.
Señor Presidente, vivimos, inexorablemente, en un mundo que es, cada vez más, lo que siempre debió ser: el mundo, en el que existimos las más diversas y bellas criaturas, puestas a convivir en equilibrio por la más grande de las imaginaciones. Como seres humanos, las únicas de esas criaturas dotadas con el privilegio de pensar, estamos obligados a entender que la libertad de pensamiento debe merecer el más sentido de los respetos. Quizá sea esa la principal lección que he recibido en México, donde he aprendido mucho más de lo que habría podido enseñar.
Cierro mis brazos humildemente mientras mi corazón palpita apresurado; pido la bendición para este gran país y le expreso, en nombre de los que aquí hoy estamos, las gracias por recibirnos con los brazos abiertos y la palabra hermano en la boca.
No hay responsabilidad mayor que la gratitud ni irresponsabilidad más necesaria que la poesía. Por eso el diálogo con México será siempre tan franco y tan sencillo. Por eso, ser mexicano, más que una condición, es un don. Gracias por habérnoslo otorgado.
Elena Tamargo.
Comenzando hoy, y durante los próximos días publicaremos textos relacionados con este tema, en agradecimiento a esta ciudad y a este país que históricamente han dado asilo a tantos cubanos que han tenido que exiliarse por ser perseguidos en nuestra patria.
NOTA: Palabras pronunciadas por la Dra. Elena Tamargo al recibir la Nacionalidad Mexicana de manos del Presidente de la República, por “Servicios Prestados a la Nación”, en el Palacio de Gobierno, Ciudad de México, año 2000.
Doctor Ernesto Zedillo, Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos:
Mexicanos:
Ante todo, quisiera agradecer la oportunidad que se me brinda de expresar estas palabras en nombre de todos los que hoy adquirimos la naturalización mexicana. Ese gesto generoso lo aprecio en su doble significado y lo recibo, con toda humildad, no como un homenaje personal sino como un reconocimiento a mi condición de educadora, profesión que sí me enorgullece y que debo a México. Aquí me hice maestra, que es, como diría José Martí, haberme hecho creadora.
En lo estrictamente personal, me siento muy emocionada, ya que es ésta la primera vez que voy a hablar como mexicana, y eso tiene para mí un significado muy especial, porque, aunque comparto el mismo idioma, nunca como hasta hoy había sentido la experiencia de compartir la misma palabra, que es decir la misma naturaleza, la misma alma o, expresado de un modo más sublime, la misma poesía.
Digo esto porque estoy convencida de que para todo exiliado, pero especialmente para un escritor, nada resulta tan difícil y doloroso como adquirir no un nuevo idioma (eso resulta relativamente fácil) sino un nuevo lenguaje, que no es, en ninguna circunstancia y en ningún lugar, el mismo que nos sirvió de leche materna para que se nos formaran el espíritu y los dientes.
Nunca, de no haber pasado por esta experiencia, habría tenido el placer de saborear, en todo su esplendor, la enorme variedad y riqueza de la palabra mexicana, que, como su misma culinaria, va del sabor indefinido pero cierto de un pan de muerto a la opulencia barroca de un chile en nogada, del dulce apapacho de una tuna madura al excitante y abrazador picante de un chile chipotle, de ese albur indescifrable que es el huitlacoche al más directo de los circunloquios que es una quesadilla de queso.
Entrar en esa alucinación de las palabras es adentrarse en la lúcida locura de un José Juan Tablada cuando afirma: “...y corre el plomo derretido / de la neurosis en mis venas”, o en la universalidad de un Octavio Paz cuando sus ojos, acostumbrados a la infinitud, ven que “Allá, donde se terminan las fronteras, los caminos se borran”, o en el alma amorosa de un José Alfredo Jiménez, con una expresión, que hoy hago más mía que nunca pensando en México: “cuánto me debía el destino / que contigo me pagó”.
Las naciones se conocen y se reconocen, en mucho, en y por sus poetas, porque son ellos quienes las imaginan y, por lo mismo, quienes configuran sus símbolos, que son siempre palabras. México es tierra de inconmensurables poetas. Por eso sus emblemas son tan universales, y por eso, también, su presencia en el mundo crecerá, cada día más, hasta ocupar el lugar que está llamado a ocupar entre los grandes.
Pero México es, además, casa-refugio, lugar de enunciación de poetas que han sido obligados, siempre por razones ajenas a la poesía, a dejar, algunos para siempre, su palabra natal. Hoy, me gustaría recordar a cuatro de ellos: los cubanos José María Heredia y José Martí y los españoles Luis Cernuda y León Felipe, que aquí encontraron una pirámide a la cual subirse para recibir los efluvios del Sol y de la Luna y para dialogar con las estrellas.
Menciono a estos hombres porque me parecen simbólicos, representativos de tantos y tantos seres humanos de todas partes del orbe que en esta tierra prodigiosa encontraron un paliacate para secar sus lágrimas, una tortilla de maíz para saciar su hambre y una región transparente para vivir y soñar en libertad y poder expresar su verdad.
Como antes los demás, todos los que hoy adquirimos la ciudadanía mexicana –estoy segura de que ese es su sentir– viviremos orgullosos de poder presentarnos en cualquier aduana del mundo con un pasaporte que nos acredite como hijos de este país, pero también estoy convencida de que todos dejamos atrás un mundo que nos reclamará toda la vida y al que siempre seremos fieles con la memoria, que es la patria más segura.
Yo, por mi parte, he incorporado al escudo de mi corazón un águila que devora a una serpiente sobre un nopal, pero, con total honradez, en ese mismo escudo no dejará de haber nunca una palma real, una estrella solitaria y unas hojitas de laurel que sirven de corona a una isla, un largo lagarto verde, que navega en su mapa, triste como la más triste.
Señor Presidente, vivimos, inexorablemente, en un mundo que es, cada vez más, lo que siempre debió ser: el mundo, en el que existimos las más diversas y bellas criaturas, puestas a convivir en equilibrio por la más grande de las imaginaciones. Como seres humanos, las únicas de esas criaturas dotadas con el privilegio de pensar, estamos obligados a entender que la libertad de pensamiento debe merecer el más sentido de los respetos. Quizá sea esa la principal lección que he recibido en México, donde he aprendido mucho más de lo que habría podido enseñar.
Cierro mis brazos humildemente mientras mi corazón palpita apresurado; pido la bendición para este gran país y le expreso, en nombre de los que aquí hoy estamos, las gracias por recibirnos con los brazos abiertos y la palabra hermano en la boca.
No hay responsabilidad mayor que la gratitud ni irresponsabilidad más necesaria que la poesía. Por eso el diálogo con México será siempre tan franco y tan sencillo. Por eso, ser mexicano, más que una condición, es un don. Gracias por habérnoslo otorgado.
Elena Tamargo.
ELENA TAMARGO: La Habana, Cuba. Premio de Poesía de la Universidad de La Habana, 1984; Premio Nacional de Poesía “Julián del Casal”, de la UNEAC, 1987. Germanista y Filóloga; Doctora en Letras Modernas. Académica, ensayista y poeta. Traductora de la obra de F. Hölderlin. Entre sus libros de encuentran: Sobre un papel mis trenos, Habana tú, El caballo de la palabra, El año del alma, Poesía de la sombra de la memoria y Bolero, clave del corazón. Después de una estancia en Rusia y otra en México, ahora vive en Miami.
4 comentarios:
Que pena que el Mexico que se describe dejo de ser ese "gran pais que asilo a los cubanos", pues ya se han devuelto a la isla cientos despues de que el premiado gobierno mejicano por el español firmara un acuerdo migratorio con el gobierno cubano, encabezado por esa figura "ilustrisima" de que nos sentimos muy abochornados los cubanos de bien que es Perez Roque, de deportacion hacia la isla a todos aquellos cubanos en busca de libertad. Felicidades por la ciudadania Mejicana.
Así es, en nuestros países cambian las cosas con la misma facilidad con que cambian los gobiernos. Ojalá y en Cuba cambiaran de gobierno frecuentemente, aunque estos cometieran actos detestables con los mexicanos. El saldo sería positivo. Esa es una de nuestras desgracias. Pero como todos sabemos los gobiernos no se parecen (y Cuba y México, por suerte son ejemplos) a los países que representan. El pueblo Mexicano, sin embargo, ha sido, a pesar de sus gobiernos (y este no ha sido el único que le ha hecho bajezas al pueblo cubano) muy solidario y ha querido y venerado a los cubanos, a las glorias de Cuba, más que los propios cubanos.
En el medio siglo de nuestra historia más reciente, México ha demostrado sobradamente su concepto de tierra de exilios al devolver y entregar sistemáticamente a los ingenuos que se atrevían a pretender buscar refugio y asilo en su sede diplomática en La Habana. Creo que Argentina también gustaba de hacer lo mismo. El amparo brindado por Méjico con las figuras de la República Española obedece también al fuerte sentimiento anti-español de ese país y no es generalizable a sus "hermanos" latinoamericanos, a no ser que mediara un manifiesto o un ambigu o un supuesto marcaje izquierdista standard del individuo que a la larga buscaba quedarse en Méjico sin abandonar del todo lo último dicho, indefinición que facilita la accesibilidad a diferentes situaciones intelectuales y así no tienen que asumir desde cero los trabajos del último que llega, y el último que llega en todas partes es el inmigrante.
Voy a redundar, Elenita. Tengo un conocido hondureño, hombre simple pero bueno, que conoce un México muy diferente al tuyo. Supongo que a ese los cubanos ahora mismo ya lo van conociendo.
Ahora bien, ese discurso está muy chido. Y, en definitiva, entre tacos, plomos y mediocridades México es imprescindible. Para mí también.
Un saludo cordial
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