viernes, 11 de noviembre de 2011

MÉXICO (“capital de asilos”) II


NO ME BUSCARÍAS SI NO ME HUBIERAS ENCONTRADO
Unas palabras para dejarle esta voz a Luis Cernuda.


Por Elena Tamargo.

Siempre extrañará a alguno la hermosa diversidad de la naturaleza y la horrible vulgaridad del hombre. Y siempre la naturaleza, a pesar de esto, parece reclamar la presencia de un ser hermoso y distinto entre sus perennes gracias inconscientes. De ahí la recóndita eternidad de los mitos paganos que de manera tan perfecta respondieron a ese tácito deseo de la tierra con sus símbolos religiosos, divinos y humanizados a un tiempo mismo. El amor, la poesía, la fuerza, la belleza, todos estos remotos impulsos que mueven al mundo, a pesar de la inmensa fealdad que los hombres arrojan diariamente sobre ellos para deformarlos o destruirlos, no son simples palabras, son algo que aquella religión supo simbolizar externamente a través de criaturas ideales, cuyo recuerdo aún puede estremecer la imaginación humana.NOTA: Texto leído en el Centenario del poeta español Luis Cernuda, Ciudad de México, 2002ELENA TAMARGO: La Habana, Cuba. Premio de Poesía de la Universidad de La Habana, 1984; Premio Nacional de Poesía “Julián del Casal”, de la UNEAC, 1987. Germanista y Filóloga; Doctora en Letras Modernas. Académica, ensayista y poeta. Traductora de la obra de F. Hölderlin. Entre sus libros de encuentran: Sobre un papel mis trenos, Habana tú, El caballo de la palabra, El año del alma, Poesía de la sombra de la memoria y Bolero, clave del corazón. Después de una estancia en Rusia y otra en México, ahora vive en Miami.

Algunos hombres, en diferentes siglos, parecen guardar una pálida nostalgia por la desaparición de aquellos dioses, blancos seres inmateriales impulsados por deseos no ajenos a la tierra, pero dotados de vida inmortal. Son tales hombres imborrable eco vivo de las fuerzas paganas hoy hundidas, como si en ellos ardiese todavía una chispa de tan armoniosa hoguera religiosa; eco sin fuerza ya, pero que tampoco puede perderse por completo. Y la misma dramática actitud para participar, aún débilmente, en una divinidad caída y en un culto olvidado, convierte a esos seres mortales en seres semidivinos perdidos entre la confusa masa de los humanos.
Palabras como éstas, con que Cernuda, poco antes de morir, identificara a Hölderlin, bien podrían ser dichas para él mismo. Al leerlo nos sobrecoge aquella radiante percepción que se abre paso aquí y allá, entre las misteriosas sombras que lo cercaron siempre y de las que tuvo que huir. Tal vez le moviera un miedo confuso, de semidios que ha conocido la humillación y guardó tal horror a ella, que se anticipa a las que pudieran sobrevenirle con su extremo sometimiento. Quién ignora que lo mejor, lo más noble que la humanidad puede ofrecer, ha sido realizado por genios aislados, y a pesar de los otros hombres. Una demoníaca fuerza aniquila a esos seres por el fuego, fuego que al propio tiempo los salva. Así se lee hoy esa dramática sombra humana a quien debemos una obra lírica inmortal y superior a los que en su propia generación parecieron ser los mayores. Luis Cernuda es un poeta del dolor, del sufrimiento, de la humillación y del silencio. De una incomprensión doble y de un destino también doblemente trágico.
Marcado por una preferencia sexual no aceptada aún hoy por los poderes de la sociedad y marcado también por el desgarrador drama del exilio, Cernuda vive sus más importantes años de creación y de madurez. Mas el exiliado lo va tomando todo para sí y eso hizo Cernuda para su poesía, y esta experiencia se excede porque es terror y temor y amor entrelazados, porque la experiencia poética es un lleno y un vacío de insuficiencia.
Luis Cernuda había nacido en Sevilla en 1902 y vino a morir en México en 1963. Académico, republicano con ilusión de hacer de España una nación más tolerante, liberal y culta, traductor de criaturas eternas como Hölderlin o Keats, desde 1938 se fue de su patria para no regresar ya nunca más. Su generación, una generación extraña, que no se alza contra nada, ni está motivada por una catástrofe nacional como la del 98; una generación que no tiene un vínculo político, pero que tampoco literariamente quería romper con nada, se protestaba a sí misma. Un simbólico viaje de noche por el Guadalquivir y una pasión de justicia por Góngora, unía a aquellos enormes poetas que padecieron, todos, los estragos de una dictadura, el dolor del destierro o la muerte y el amor por unos cuantos símbolos fundamentales en la historia de nuestra lengua poética. En materia de poesía la huella gongorina reforzaba la nitidez de frías perfecciones técnicas que señalan su destino. Góngora venía a favorecer el culto por la imagen, la ambición universal de los más puros anhelos de arte y el enorme intervalo que querían poner entre poesía y realidad.
El culto a Góngora es el instante central de esa generación y su poética es la relativa homogeneización del concepto de poesía. Pero a esa generación la historia le jugó una mala pasada y le hizo aparecer el demonio de la política a sus vidas, ese destino involuntario, y por tantos odiado, del hombre moderno.
Cuando Freud afirmó que el artista es un hombre que no puede aceptar la renuncia a las gratificaciones del instinto en la forma en que se le exige primero, y que ese negarse a la renuncia es una fuente permanente y segura de imaginación, y que finalmente, con sus aptitudes especiales sabe cómo encontrar el camino de retorno a la realidad, moldeando su imaginación de manera tal que obliga al mundo a conceder a su arte el mérito de ser válido y dar origen a un goce,
El artista es, originariamente, un hombre que se aparta de la realidad, porque no se resigna a aceptar la renuncia a la satisfacción de los instintos por ella exigida en primer término, y deja libres en su fantasía sus deseos eróticos y ambiciosos. Pero encuentra el camino de retorno desde este mundo imaginario a la realidad, constituyendo con sus fantasías, merced a dotes especiales, una nueva especie de realidades, admitidas por los demás hombres como valiosas imágenes de la realidad. (Freud. S. Los dos principios del suceder psíquico, Obras Completas. Vol II, pp.405)
lo que hizo fue describir, con pocas palabras, un amplio tema, pues cada uno de estos factores o rangos: rehusar la renuncia, imaginación, aptitudes especiales, encontrar el retorno a la “realidad” y transformación válida, guarda una relación integral tanto con el contenido como con la forma artística. Un ejemplo de grandeza en la representación de estos aspectos es el Faust, de Goethe, especialmente cuando el noble y estudioso Fausto (el transformador) desciende del alto andamio de trabajo intelectual para cerrar el pacto con Mefistófeles. La fuerza del Faust está en su exploración de las consecuencias de cuando se deja de renunciar. La Margarita de Faust no es la Lotte de Werther; se halla más cerca de la Friederike real que amó Goethe o la Diotima que perdió a Hölderlin en esa bruma eterna, "esa confesión incesante", al decir del propio Goethe, cuando se refiere a su obra. Pero como los confesos voluntarios no lo dicen todo, he ahí que el lector de Cernuda ha vivido buscando aquello que el poeta no confesó.
Clínicamente, es decir, aparte de toda consideración estética, el arte se ha visto como un método utilizado para restaurar un objeto destruido, para controlar un objeto temido o para amar un objeto odiado. Todas estas formulaciones tienen que ver con el contenido, y su índole particular de transformación al reducirse a restauración, control y amor empieza a formar parte de lo universal y perenne, para evocar, identificar, ser obra de arte, tener público, despertar emoción, reencuentro. Esta madurez constituye precisamente, la esencia y el desafío de la forma artística. Pero esta esencia psicológica del arte es la manera y el método de la renuncia, no sólo el hecho de la renuncia. Y es pues lo que permite la transposición de esa esencia desde una simple reacción a una sólida creación de objeto bello.
Mas cuando Freud habla del camino de retorno a la realidad que encuentra el artista, describe un proceso de transformación diferente, pues, entre otras cosas, ese artista, al que estamos llegando, sabe qué transformar y cómo hacerlo, porque es grande y porque hay sufrimiento, hay dolor, es decir, hay sentido; es renuncia, sobre todo porque la obra del artista trata de sí mismo. Un gran artista no tiene más remedio que hablar consigo mismo, cuando ha decidido esa renuncia, jugar con fuego, quemarse, recibir heridas en el proceso, cruzar las trampas de ilusión, interpretarse a sí mismo, vencer la fuerza del “ego”. Esto hizo el poeta español, lo que antes había hecho su Hölderlin amado lo que al mismo tiempo estaban haciendo Paul Celan y Marina Tsvetaieva, almas de la misma filigrana, almas de la misma comunión.
En el lenguaje poético, o sea la palabra de lo sagrado, encontramos una comunidad o correspondencia entre el pensar y el poetizar, un recíproco abismo y una recíproca proximidad, y ambos vienen de un silencio largamente custodiado, de un cuidado de la palabra, de un nombrar lo sagrado como espacio de la divinidad. Es curioso e interesante que estos poetas comparten una y más aventuras, nunca o casi nunca dicen dios sino divinidad. Otra razón, y serán muchas, que nos lleva a pensar en el sentido de las palabras cernudianas desde una interpretación filológica, como una especie de trabajo de diccionario. El poetizar, en tanto que nombrar lo sagrado, no está ni subordinado ni supraordinado al discurso en que se nombra a dios, en el caso de Cernuda, pues él es en un sentido poeta de lo sagrado no porque los nombres de los dioses figuren en su poesía sino porque él vive dolorosamente la ausencia de dios. Pero los poetas que asumen el riesgo de la experiencia de la ausencia de dios están en el camino de lo sagrado porque a la vez experimentan lo sin gracia (das Heillose), palabra que emplea Heidegger para hablar de Rilke en 1946.
Ese espacio que queda, visto o no, entre los dioses y los hombres, entre Cernuda y sus interlocutores es la consagración, desde mi punto de vista, en que sostiene el poeta triste a su palabra poética, es el fundamento de su ámbito poético, es al mismo tiempo lo que lo hace retornar al deseo una y otra vez, como única esencia, durante tanto premeditada por él. Y siempre que un poeta poetice expresamente la esencia de la poesía como lo hizo Cernuda, llevando el lenguaje a los más sombríos espacios, pertenecerá de alguna manera a la historia del ser mismo, pues precisamente ha puesto, para ello, en juego a lo sagrado y a la palabra de nombrar.
¿Cómo unas cámaras secretas, cámaras desaparecidas, se constituyen en casas para un pasado inolvidable? ¿Dónde y cómo encuentran el reposo situaciones privilegiadas? No solamente nuestros recuerdos, sino también nuestros olvidos están alojados, nuestro inconsciente está alojado, nuestra alma es una morada. La memoria es una criatura privilegiada, en su unidad y en su complejidad. A ella van a parar un cuerpo de imágenes así como imágenes dispersas; con ambos el hombre aumenta los valores de la realidad. En ella están nuestras percepciones protegidas; los recuerdos que nos han albergado, todas las casas que soñamos habitar, el orden que guardan en nuestro pensamiento, porque exilio es ausencia de casa.
Dice G. Bachelard que "las verdaderas salidas de imágenes, si las estudiamos fenomenológicamente, nos dirán de un modo concreto los valores del espacio habitado, el no yo que protege al yo". Esta recíproca, que podríamos explorar, lleva la idea de que todo espacio realmente habitado lleva como esencia la noción de casa. La imaginación, la percepción, la ensoñación, todos los bienestares que tienen un pasado, vienen a vivir en una casa, construyen muros con sombras impalpables, con ilusiones de protección o ven temblar los muros y dudan de las más sólidas atalayas. La casa no se vive solamente al día, al hilo de una historia, en el relato de nuestra historia. Por los sueños de las diversas moradas se guardan y ordenan los tesoros de los días antiguos. Los recuerdos del mundo interior no tendrán nunca la misma tonalidad que los recuerdos de la casa; sin quebrar la solidaridad de la memoria y la imaginación podemos esperar hacer sentir toda la elasticidad psicológica de una imagen que nos conmueve. En la poesía, tal vez, llegamos al fondo de ese espacio que alberga, preserva, resguarda, protege el ensueño, permite al tesoro vivir sin miedo. La casa es uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, las percepciones y los recuerdos del hombre. La casa en la vida del hombre multiplica sus consejos de continuidad. La vida empieza tibia, al abrigo de una casa. Gracias a la casa un gran número de nuestros recuerdos tienen albergue. La casa es un cuerpo de imágenes que dan al hombre razones o ilusiones de estabilidad y orden, de narración, de relato.
Y el poeta de Sevilla hizo, (no tuvo otro remedio) de la poesía, la única casa de su existencia.
"Oh luz en la casa dormida", dice Rilke; "Cuando las cimas de nuestro cielo/se reúnan/ mi casa tendrá un techo, Paul Eluard"; "Yo digo madre mía, y pienso en ti, oh Casa", dice Milosz en La tierra y los ensueños de reposo; "Todo respira nuevamente/ el mantel es blanco", recuerda Rene Cazelles; Jean Bourdeillette en un verso de infinito, dice, "La estancia muere miel y tila/Donde los cajones se abrieron de luto/ La casa se mezcla a la muerte/ Es un espejo que se empaña". "Dónde os he perdido imágenes mías pisoteadas", pregunta André de Richaud.
"Donde habite el olvido, en los vastos jardines sin aurora; Donde yo sólo sea memoria de una piedra sepultada entre ortigas, sobre la cual el viento escapa a sus insomnios", dice Luis Cernuda en uno de sus poemas. Una infinita lista de referencias como éstas podríamos agregar, que reclaman la casa como origen, protección, orgullo, valor invencible, inflexión de las voces queridas que se han callado y resonancia, extrema tenuidad, documentos de refinada poesía. La casa donde vive el pasado es una geometría de ecos, es templo de las musas, conservatorio, gabinete, galería, memoria organizada, reminiscencias, reputación.
En el caso del artista, éste toma su destino en las manos, es responsable de su historia mediante el ejercicio de la reflexión, pero sobre todo, a través de la decisión en la que está empeñada su vida.
Cuando el hombre, por ejemplo en el exilio o en el destierro, el hombre desplazado, trata de ordenar esa sucesión tan esencial en un proceso de remembranza, como ha de serlo en la música o en la narratividad -ya que es imprescindible que en estos casos cada momento esté ligado al siguiente-, encuentra su identidad afectada pues esa sucesión fue antes fracturada, no tiene casa, esa memoria vive a la intemperie. El beneficio de sus experiencias está en poner en claro sus recuerdos como significaciones de permanencia en el tiempo, haciendo así variar la relación que media entre su memoria y su invocación. En la cotidianidad, estas experiencias tienden a imbricarse y hasta pueden confundirse; en esta confrontación culminará el conflicto entre la versión narrativista de la identidad personal y la que su memoria quiere trascender.
En el lenguaje del exiliado el silencio será un susurro de discurso y la memoria será un lenguaje interior; la evocación, provocar una modulación sincrónica de las existencias del individuo, provocar una transformación. Hay una gran contingencia en la comunicación, tanto en el niño que empieza a hablar, como en el escritor que asume la responsabilidad de la escritura, porque la hay en todos los que transforman en palabra algún silencio. Hablar es buscar la palabra. Encontrarla es siempre una limitación. Entre ese balbucir y ese enmudecer está la infinitud de lo que no se consigue decir, diría Hans Gadamer.
Un análisis del tiempo confirma que es por él que pensamos el ser, que futuro, presente y pasado están vinculados en el movimiento de temporalización; que la existencia personal y abierta del individuo se apoya en una base de existencia adquirida, se llame pasado o memoria. Y ello tiene un habitad, un techo, un resguardo seguro. El tiempo y la memoria para Cernuda fueron su realidad, su sufrimiento, su espera.
La narración de un pasado, donde interviene además del tiempo, el espacio, la conmemoración épica, la manifestación de la tradición, las expresiones artísticas, la recolección de los selectos recuerdos, puede adquirir modalidades diversas. Pero siempre ese argumento percibido y ordenado aparece enclaustrado, en vitrinas, en bibliotecas, en museos, en la memoria. De manera que ese sujeto histórico que recolecciona y contempla los objetos y la historia tiene su énfasis en la significación semántica de un territorio de la memoria, pues ha sido considerado digno de ser conservado, son representativos, por la misma razón y probablemente expuestos al uso y al consumo, dado que se debe producir una interacción entre observadores y fuente; es un territorio que acoge ese conglomerado, y de paso, permite distinguirlo. La memoria es también un poder. Incluso en el caso de Cernuda, quien lucha permanentemente con ella, "soy español sin ganas/que vive como puede bien lejos de su tierra/sin pesar ni nostalgia..."
Para Cernuda, como para otros poetas del exilio tan grandes como él, la patria más importante es la vida, su realidad y su deseo son apostar por esa vida trunca, esa biografía que no le fue dado cumplir. Creo que para este trágico poeta el paisaje más importante fue el humano, vivió aferrado a unos cuantos escritores, vivió con la expresión de su ser contradictorio "que se exalta por sentirse inhumano/que se humilla por sentirse imposible". No se dejó impactar por modas ni corrientes; como los grandes poetas, posee la originalidad de lo permanente, del destino aceptado, de la fidelidad insobornable, y con sus versos se acerca cada vez más a ese silencio sin aliento que es el enmudecer de la palabra convertida en críptica.
La realidad y el deseo es un ciclo completado, es una estructura de una precisión inequívoca. Su vida y su obra, como la de los románticos, coincidieron. Siempre resultan embarazosas las indicaciones particulares dadas por un poeta o de un poeta con respecto a sus creaciones más cifradas. Cernuda nos liberó de este mal paso como lectores, pues cuando él comunica sus motivos privados y ocasionales, en esos grandes himnos como es “Donde habite el olvido” o “El joven marino”, desplaza en el fondo aquello que ya ha logrado el equilibrio como estructura poética hacia el lado de lo privado y contingente que, desde luego, ahí no está.
Sin duda uno se encuentra a menudo en un gran aprieto cuando se impone la tarea de interpretar poemas hermenéuticamente difíciles y cifrados. Pero incluso aunque el lector se equivoque tomará conciencia una y otra vez de su propio fracaso mientras permanece en compañía de un poema, y cuando la comprensión se queda en lo incierto y aproximado, seguirá siendo siempre el poema que nos habla desde lo incierto y aproximado, y no un individuo desde la intimidad de sus vivencias o sentimientos. Toda comprensión presupone una respuesta a la pregunta del yo y el tú en el poeta. Quien lee un poema lírico siempre comprende, en cierto sentido, quién es yo en ese caso. El yo cernudiano es claro, no porque su dificultad sea menor sino porque él es de esa escuela de poetas que son conscientes de que la poesía es siempre regreso al lenguaje, y eso le aporta la doble fuerza simbólica a su testimonio poético. En él lo efímero se vuelve duradero y el vuelo de su palabra llega a su destino. Y su obra es una prueba infalible. En la poética de Cernuda se distingue el tono de la designación, de la llamada a aquello que es y no ya el simple ornato retórico alegórico del discurso poético. Su tono es el del que siempre nombra lo que conoce con certeza y está vivo en el culto. El lenguaje y lo que Cernuda logra en su lenguaje dan testimonio de una realidad común que no necesita de otra legitimación.
Nosotros, los lectores y amantes de Cernuda y todos aquellos espíritus afines del poeta de Sevilla, gozamos de lo proferido, porque Cernuda es un poeta que profiere. Es importante reconocer la legitimidad artística de esta opción y no permitir que sean los hábitos recitativos o el gusto de la época correspondiente los que juzguen sobre ella. Su fidelidad al tono de sus versos la garantiza una voz amarga, seca, desgarrada. Lo que el poeta se dice a sí mismo como un oráculo de la tierra es que nadie tiene el poder de comunicar su propia esencia a través de la palabra. Parece, en efecto, que es el poeta quien dice yo de sí mismo y quien vive plenamente en la palabra. La tarea del poeta consiste precisamente en aspirar, como si fuera a su verdadera patria, a la palabra verdadera que no es el tejado protector corriente de cada día, sino que proviene del más allá, y en desmontar por tanto, sílaba a sílaba, la estructura de las palabras cotidianas. Debe luchar contra la función desgastada, corriente, encubridora y niveladora de la lengua para permitir una mirada al brillo de allá en lo alto. Eso parece ser para Cernuda la poesía.
Querría terminar diciendo que en cuanto principio hermenéutico, una interpretación sólo es correcta cuando al final es capaz de desaparecer porque ha penetrado del todo en la nueva experiencia del poema. En el caso de Luis Cernuda, sólo en raras ocasiones hemos llegado a este final.

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