miércoles, 14 de enero de 2009

DIÁLOGO A LA DERIVA


NOTA: Este artículo fue publicado originalmente en Linden Lane Magazine, en vida de Heberto Padilla. Por la vigencia de cuanto en él se dice y lo esclarecedor que resulta sobre muchos aspectos de la obra y la vida del poeta, pedimos a su autor, el poeta Vicente Echerri, que tuvo “el privilegio de haber conversado con él, en medio de la borrasca de su vida, durante cientos de horas", que nos permitiera reproducirlo acá, tal y como se escribió originalmente, como un modo de recordarle y manifestarle nuestro respeto.

Por Vicente Echerri.

Por mucho tiempo, Heberto Padilla fue para mí un poeta sin rostro, autor de un hermoso libro titulado El justo tiempo humano (1962). En medio de los cambios y traumas que trajo consigo el régimen de Castro (régimen que aún hay quien llame “la revolución”, y que yo detesté desde antes de aquel primer día de enero), se produjo un auténtico renacimiento cultural; a pesar de la represión, a pesar de la asfixia que iba cercando a los intelectuales, a pesar del clima de guerra que la dictadura le impuso a todo el pueblo. El desmoronamiento de la república —tal como los cubanos la habíamos conocido durante medio siglo— había creado, de pronto, la ilusión de un comienzo que parecía contagiar hasta los creadores más escépticos. El nuevo régimen, a diferencia de los gobiernos anteriores, se preocupaba o decía preocuparse por la cultura. Mientras duró esa ilusión se escribieron y se hicieron muchas cosas —buenas, regulares y malas, como siempre ocurre. El libro de Padilla —el primero para su propia cuenta, pues él no querría tener en su bibliografía, ni por el título, aquel cuaderno de juventud que tituló Las rosas audaces— surge como un hongo de ese magma en el que, al mismo tiempo, se disolvían las instituciones, libertades y tradiciones de la sociedad cubana.
Aún me acuerdo del regocijo que me produjo la lectura de El justo tiempo humano, un libro que, por su propio lenguaje, por su factura, como también por las voces a las que rendía homenaje (William Blake el primero) se distanciaba, por un lado, del enrevesado neobarroco que, desde los años cuarenta, encarnaban los poetas de Orígenes, con José Lezama Lima a la cabeza; y, por el otro, de esa poesía ramplona y gacetillera —parodia de Nicanor Parra y cultivada por los que se empeñaban en fabricar el canon del postvanguardismo— que encontraba representantes en la excrecencia literaria que se iba nucleando en torno a la Unión de Escritores y a la Casa de las Américas y que tenía en Roberto Fernández Retamar uno de sus portavoces más enfáticos. Aunque Padilla no era el único que merecía salvarse, estaba entre unos pocos. Yo recordaba su libro —en el que resonaban algunos de los grandes poetas de la primera mitad de este siglo: Eliot, Kavafis, Quasimodo, entre otros— como una prueba de la permanencia de la poesía.
Padilla volvió a ser noticia, para mí y para muchos, cuando la premiación y publicación de su libro Fuera del juego en 1968. Yo acababa de ingresar en la cárcel y el escándalo literario llegaba hasta mi celda con sordina. Traté de conseguir —inútilmente— la obra. Como es sabido, el gobierno recogió y destruyó la edición poco después de que el libro saliera a la calle. Una prima mía me contaba como vio a una mujer comprar el último ejemplar que quedaba en un estanquillo de la terminal de autobuses de La Habana. Aduciendo no sé que necesidad académica, mi prima trató de que la compradora le cediera ese último ejemplar; pero la mujer rehusó con la suspicacia de la gente de pueblo: “si usted lo quiere debe ser por algo. Yo no se lo doy". Ese incidente contribuyó a que yo no pudiera leer Fuera del juego hasta muchos años después, en una copia mecanográfica que circulaba clandestinamente por La Habana.
Salí de la cárcel en mayo del 71, cuando el escándalo del “caso Padilla”, que no pienso recontar aquí, estaba sucediendo. Me resulta curioso hoy cómo la mayoría de la gente —incluidas las personas que, por sentirse desafectas al régimen, estaban al tanto de las noticias por la radio extranjera— se atuvieron a la versión oficial, y leyeron y comentaron, con sorpresa, frustración y cólera, la retractación que Padilla recitara en la grotesca ceremonia que el gobierno le hizo protagonizar en la Unión de Escritores y que dio lugar a la ruptura de numerosos intelectuales de izquierda con el castrismo.
Para muchos de los jóvenes que ya queríamos escribir, o que escribíamos, pero que por razones claramente políticas no teníamos la oportunidad de publicar ni una línea, la retractación de Heberto equivalía a una traición. Creíamos que el autor de una denuncia tan contundente como Fuera del juego debía ser el reconocido portaestandarte de la disidencia, el héroe que la literatura cubana necesitaba para continuar existiendo. Y si el poeta no podía ser nuestro héroe, entonces que fuera nuestro mártir, que mucha falta nos hacía un poeta muerto —o en la cárcel— para prestigiar la oposición a un régimen que les negaba a tantos la libertad de expresión.
Pero Heberto Padilla tampoco quiso meterse en nuestro juego, ni desempeñar el papel que la gente como yo secretamente le había asignado, y eso vino a completar su ostracismo. El régimen lo marginaba, y para los que nos sentíamos en la oposición se trataba de alguien que había rehusado el liderazgo intelectual que parecía pertenecerle; en fin, un renegado por partida doble, alguien a quien no valía la pena conocer. Por eso nunca procuré que ningún amigo común me acercara a Padilla, mientras ambos vivimos en Cuba. Yo le guardaba un secreto rencor y, por razones opuestas a las de muchos de sus antiguos amigos y colegas, me mantuve a distancia. Recuerdo la primera vez que lo vi —de lejos—, una tarde en que asistía con Manila Hartman a un concierto en el antiguo teatro Auditorio (ya entonces rebautizado como Amadeo Roldán). A la salida, Manila me señaló a un hombre que se encontraba a unas cuantas butacas de por medio y me dijo: “¡mira, ahí está Padilla!", al tiempo que ella caminaba en dirección contraria para rehuir cualquier encuentro con él aunque fuese casual. Yo sólo vi un rostro que no tardó en desdibujarse.
Vine a conocer a Heberto en Miami, a pocos días de su salida de Cuba, cuando participó en un coloquio junto a Reinaldo Arenas en la Universidad Internacional de la Florida. Esa noche no fue, por cierto, uno de sus momentos más brillantes: estaba bastante bebido y pronunció un discurso evasivo que el público recibió con recelo. Aunque yo conservaba intactos mis prejuicios, había en sus palabras una humana precariedad que despertaba mi simpatía. Al final me acerqué a saludarle, al tiempo que su mujer, la escritora Belkis Cuza, cuidadosa de las formas, pugnaba por arrancarlo del lugar. Todavía vivía en Washington, donde hacía poco le habían otorgado la beca Wilson, y me brindó su casa con una espontaneidad que logró convencerme de que no se trataba de un mero formulismo.
La visita no se produjo hasta muchos meses después cuando vine a vivir a Nueva York y ya él se encontraba instalado en Princeton, en una casa espaciosa con amplia chimenea, en medio de un invierno feroz. Para entonces Seix Barral había publicado su poemario El hombre junto al mar —del cual conservo el ejemplar que Heberto me autografió la noche misma en que leí algunos de mis poemas en la Biblioteca Pública de Newark, donde él hizo mi presentación— y yo había renunciado del todo a mis antiguos recelos, abandonándome a una amistad que, desde entonces, se ha sustentado en el diálogo con la persona —no con el autor— que es Padilla. El cambio vino, sin embargo por la poesía y, en particular, por ese libro, El hombre junto al mar, del cual Heberto, unas semanas antes de reunirnos en Newark, había leído algunos textos en una librería de Manhattan. Entre los poemas que el eligió en esa ocasión, estaba “Por la borda”, uno los más hermosos del libro. Recuerdo la sinceridad que había en su voz mientras leía este poema en el que afirmaba su necesidad de deshacerse del peso muerto de una historia que lo agobiaba. En ese momento yo opté por su liberación, por su deseo de seguir adelante, sin que los demás tuviéramos que exigirle rendiciones de cuentas. Ese sería el comienzo de una amistad que no imponía condiciones y que se ofrecía sin reservas.
A partir de que Heberto me presentara en la biblioteca de Newark, haciendo de mí y de mi poesía unos elogios desmedidos que los dictaba su generosidad, nuestro trato se hizo más frecuente. Aunque a veces nos reuníamos en Nueva York—preferiblemente en la librería Las Américas, o en mi apartamento— casi siempre era yo quien viajaba hasta Princeton en tren: un viaje que lograba evadirme de mis rutinas y obligaciones y entregarme por entero al paisaje —sobre todo en otoño. Heberto solía esperarme en la estación del pueblo, o bien lo llamaba por teléfono al llegar. Muchas veces yo llevaba una cesta de mimbre llena de frutas (como él recordaría años después en un artículo) y alguna botella de vino. Si era fiesta (Día de Acción de Gracias, o Navidad) ya Belkis tenía el asado en el horno y la conversación se iba alargando y enrevesando mientras esperábamos.
Política, religión y literatura eran los temas dominantes de nuestro diálogo y, al menos en los dos primeros, Heberto y yo solíamos discrepar. Aunque víctima de la dictadura de Castro, que lo había empujado al exilio, él provenía de la fe revolucionaria y antiimperialista que nutrió la vida política cubana por varias generaciones antes de que los guerrilleros llegaran al poder en 1959. El castrismo era una aberración y así también el dogmatismo comunista que él rechazaba; pero esas desviaciones no lograban atenuar su rencor contra las oligarquías explotadoras de América Latina y sus cómplices gringos. Contradictoriamente, su visión occidental y eurocéntrica (suya es la frase “Europa es el mundo, lo demás son los suburbios de la historia") le llevaba a sentir un profundo desprecio por las estructuras sociales y el abigarrado mestizaje de América Latina; pero sin poder prescindir de la “fe” en un cierto credo de redención social que había sido parte esencial de su formación ideológica. Grecia e Israel, es decir, el diálogo eterno entre la libertad y la justicia, que tan bien resumiera Thomas Mann en La montaña mágica, se han disputado durante muchos años su conciencia sin lograr conciliarse.
Esta disputa interna —que tal vez no es más que otro momento de la retórica clásica— tenía su paralelo en el terreno religioso. Heberto ha sido, hasta donde yo puedo juzgar, un agnóstico que, al igual que Unamuno, necesita creer o, al menos, deplora no poder hacerlo. Para él, creer es recuperar la confianza en Dios que había tenido alguna vez, de niño, cuando se acercaba a comulgar en su iglesia de pueblo mientras el coro cantaba: “Oh buen Jesús yo creo firmemente/que por mi bien estás en el altar” y él pensaba que su pequeña humanidad estaba enteramente amparada por la mano protectora de Cristo. Conciliar esa fe con los testimonios pavorosos de la maldad humana y con su propia desolación interior ha sido y es causa de incesante conflicto. La antinomia se podría plantear en estos términos: ¿cómo poder creer en un Dios que consciente en los monstruosos sufrimientos de sus criaturas? versus ¿cómo renunciar a ese Dios y, en consecuencia, aceptar nuestra soledad sin redención y sin sentido frente al universo?
Yo, que hace mucho he aprendido a armonizar esos extremos con la práctica de una convención religiosa y una cierta dosis de cinismo o de estoicismo frente al absurdo de la vida, no conseguía más que irritarlo. Para Heberto, yo era un hombre feliz que había sido tocado por la fe, por la revelación; o, en su defecto, un ateo enmascarado que había escindido la vida del espíritu y se había conformado con su miserable mortalidad. Trataba de convencerlo de que, si bien con mucha menos angustia —acaso porque la angustia no es un ingrediente de mi química neuronal—, yo también tenía mis contradicciones y debates internos. Tal vez me salvaba, y aún me salva, el sentido estoico del deber, de lo que tenemos que hacer mientras dura la vida. Heberto rechazaba mis argumentos al tiempo que pugnaba por recuperar la crédula ingenuidad de la niñez; por eso, muchas veces, al encontrarnos, su primer saludo era una suerte de clamor angustioso: “¡Un obispo, necesito un obispo”!
El sabía de mi comercio social —como podría haber dicho Borges— con algunos obispos, y hasta había llegado a conocer a un par de ellos en algunas fiestas o comidas en casa. Aunque dicho con un dejo de sorna, esa reiterada petición de ser escuchado por un obispo conllevaba la secreta esperanza de que alguien que supiera —¿quién mejor que un doctor de la Iglesia?— le ofreciera la seguridad, las muletas que necesitaba desesperadamente para entender el orden del mundo, una seguridad que su razón agnóstica rechazaba. Aunque nunca me lo ha dicho con estas palabras, sé que llegar a un acuerdo intelectual que lo tranquilice, que ponga en buenos términos su pasión con su razón, le parecería un fraude o un énfasis adolescentario. Todos los caminos desembocan para él en la angustiosa existencia que necesita de Dios; pero este Dios no hace más que evadirnos y nos deja a solas con el pesaroso misterio de la vida.
En el terreno de la literatura nuestras opiniones siempre han sido más afines. Pese a haber dicho en un poema sobre Góngora: “Yo no soy de la raza de los que te denigran", ambos lo detestábamos — por responsabilizarlo de haber enfermado la lengua castellana hasta el día de hoy— así como a los neobarrocos contemporáneos, los discípulos que Góngora siempre se conseguía en toda las generaciones de escritores de habla hispana. Aunque Heberto había sido amigo de Lezama Lima y reconocía la voluntad del autor de Paradiso de construirse un universo literario casi sin referentes, la continua búsqueda de lo indirecto, lo oblicuo y oscuro en Lezama le parecía —supongo le siga pareciendo— de una torpe vacuidad: el quehacer de un picúo de provincia venido a más, la apoteosis del “negrito catedrático". Los origenistas —y los neo-origenistas, que son peores como toda parodia— deben haberlo odiado.
Yo hacía —y aún hago— distingos entre algunos de ellos: por ejemplo, me gustan algunos libros, algunos poemas, de Eliseo Diego y también de Fina García Marruz. Heberto creía que Diego resultaba peor porque pasaba por lo que no era, porque podía engañar a gente poco avisada; para él, En la Calzada de Jesús del Monte, por ejemplo, era un vergonzoso remedo de Fervor de Buenos Aires, un libro pretencioso que no aportaba nada original. Con excepción de Gastón Baquero, a quien admiraba sinceramente, y de algunos poemas primeros del propio Lezama y de Justo Rodríguez Santos, al resto lo liquidaba con una frase lapidaria: “eso es mierda".
Coincidíamos en el amor a Borges, con quien él se había reunido en Argentina en 1985, y cuya obra conocía desde joven. A veces, cuando Heberto venía por casa, leíamos en alta voz a Borges; otras, en que llegaba y yo no podía atenderlo de inmediato, él tomaba un volumen manoseado de las obras completas de Borges y me esperaba con esa compañía. Era una manera de afirmarse en su estética, una estética que yo compartí siempre, pero que esté largo diálogo con él ayudó, ciertamente, a acendrar.
Una noche de mediados de los ochenta, mientras cenábamos en un restaurante de Princeton, Heberto me dijo que no volvería a escribir poesía. Yo, desde luego, no se lo creí. Apostamos una cena en el Edwardian Room del Hotel Plaza de Nueva York, a la que él me invitaría si publicaba un sólo verso a partir de esa fecha. Conservo, en un pedazo de papel, el texto de la apuesta con su firma al pie. Una apuesta que la publicación de Un puente, una casa de piedra (1992) me hizo ganar pocos años después, pero Heberto aún me debe la cena en el elegante restaurante art nouveau. Aunque su producción literaria no es muy grande y ha ido menguando con los años, mi apuesta era casi un abuso: cualquiera que conociera a Padilla —que en ese momento tenía cincuenta y tantos años— sabía que él no podría renunciar a la poesía, porque ésta era, en definitiva, su más auténtica religión, aunque, de vez en cuando, la denostara o fingiera apostatar de ella.
El desarraigo, que tanto agrede a los artistas, fue acentuándole, con el tiempo, la depresión, que intermitentemente trataba de aliviarse con psicofármacos o alcohol. Nunca he visto a una persona beber con mayor apremio, como si en verdad estuviera tomando una suerte de antídoto del cual dependiera su vida. El alcohol, se fue haciendo en él una segunda naturaleza, legitimado por la acción terapéutica que le ofrecía frente a la depresión. Aunque esta acción era transitoria —y sus secuelas terminaban por deprimirle aún más—, los efectos inmediatos resultaban tan liberadores que él no podía evitarlo. Según me explicó en más de una ocasión, solía vivir con una insoportable opresión interior que el alcohol tenía la virtud de romper o de zafar. Desde luego, la frecuencia de este hábito liberador acentuó su dependencia del remedio que, como un siniestro círculo vicioso, ayudaba a empeorarle su mal: efecto que no redundaba en beneficio de la estabilidad. Así fueron apareciendo y hundiéndose multitud de proyectos que habrían significado una mayor seguridad y asidero para su vida; pero que él terminaba por abandonar ya que, semejante a lo que cuenta al comienzo de La mala memoria, “había cortado amarras con las cosas” y, al parecer, una fuerza interior lo empujaba a navegar a la deriva.
Así han ido pasando los años, y con ellos el incesante cambio de escenarios, de metas, de tareas… Si es verdad, como dicen aquí en Estados Unidos, que tres mudanzas equivalen a un incendio, a Heberto se le ha quemado la casa tres o cuatro veces. A pesar de la invariable fatiga de la depresión (“estoy cansado” es la frase que con más frecuencia le he oído decir), Heberto ha podido emprender muchos proyectos, para los cuales siempre reservaba una renovada ilusión, aunque luego el proyecto naufragara y su ilusión se disolviera. Supongo que debe haber creído que el cambio de paisaje le permitiría alguna vez exorcizar a los demonios que lo atormentan desde la niñez, desde aquel día en la finca de sus abuelos cuando, —según él mismo me contara— mientras escuchaba una obra de Chaikovski, sintió de pronto una opresión, una tristeza íntima que nunca más lo ha abandonado.
Agradezco “al eterno laberinto de los efectos y de las causas", como diría Borges, el haber conocido a la persona singular que es Heberto Padilla, y haber tenido el privilegio de haber conversado con él, en medio de la borrasca de su vida, durante cientos de horas; así como el haber estado juntos en muchas ocasiones en que nuestra común vocación de cubanos nos obligaba a pronunciarnos —casi siempre con puntos de vista diferentes— sobre el país al que nunca podremos renunciar.
Luego de que Heberto sufriera una grave crisis de salud y de su virtual resurrección a fines del pasado año, no hemos vuelto a encontrarnos. Lléguele desde estas páginas —en que se celebra el trigésimo aniversario de Fuera del juego— el renovado testimonio de mi amistad y de mi afecto, y también de mi gratitud por lo mucho que nuestro largo diálogo contribuyera a enriquecer mi vida.

VICENTE ECHERRI (Cuba, 1948) Poeta, narrador y ensayista cubano. Ha publicado el poemario “Luz en la piedra” (1986), el libro de ensayos “La señal de los tiempos” (1993), e “Historias de la otra revolución” (1998) y “Doble nueve (2008), relatos. Ha ejercido el periodismo de opinión por más de veinte años y columnas suyas aparecen regularmente en varias publicaciones de Estados Unidos y América Latina. Ha traducido numerosos libros del inglés al español.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

INVITATION

http://origenes.superforo.net/index.htm

Heriberto Hernández Medina: dijo...

Comentario por Email (no tiene acceso) desde Cuba, del poeta Arístides Vega.

Heriberto, me han conmovido las palabras de Vicente Echerri, sobre Padilla, de quien tengo su poemario “Fuera de juego”, adquirido en el Pensamiento, con su firma. La dedicatoria dice: “A AH, afectuosamente y agradecido de su amistad.”
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Si tienes comunicación cercana con Vicente Echerri, no dejes de decirle que conozco a su familia de Santa Clara, en la que hay un talentosísimo narrador, muy joven y aún inédito.
Un abrazo, hermano, de Arístides.