jueves, 22 de enero de 2009

¡AH, LA VIDA PUEDE SER MUY BUENA!


Updated: Me gustaría agregar este VIDEO y esta foto de la presentación, realizados por Pedro Portal para El Nuevo Herald, que salieron junto a esta reseña de la periodista Olga Connor.

(de izquierda a derecha) George Riverón, Belkis Cuza Malé y Vicente Echerri.

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Las especulaciones del humo y el aroma del tabaco, desordenando los recuerdos y la selectividad de los sentidos, enmarcaron la noche. TABACOS PADILLA (fábrica de tabacos, tienda y salón de fumar) se revela como un sitio exquisito para hacer fluir la conversación placentera, ejercitar el adormecido gusto por las buenas maneras y degustar la buena literatura, la poesía. Bajo el signo de la consolidación de Heberto Padilla como referencia obligada, cada vez más libre de aseveraciones accesorias, en nuestra literatura, asistimos a un cálido homenaje al poeta en su natalicio (palabra esta, muy devaluada pero jugosa). La presencia de sus hijos y personas que fueron parte de su vida, hicieron notable la reunión. Nos hablaría su amigo, el poeta Vicente Echerri, el cual además, presentaría esa noche su libro de poemas Casi de memorias. Nadie con más propiedad ha contribuido a situar, despojándola de mitificaciones lastrantes, la obra de Padilla en una perspectiva que permita valorarla desde sus múltiples aristas y al ser humano, muchas veces sustraído de nuestra apreciación por circunstancias que valdría olvidar. El poeta George Riverón, editor y diseñador del libro, en representación de Bluebird Editions, y la viuda de Heberto Padilla, la poeta Belkis Cuza Malé, hicieron la presentación del autor, el cual ha tenido la amabilidad de permitirnos publicar sus palabras en este sitio.
PALABRAS DEL POETA VICENTE ECHERRI (recordando a Heberto Padilla, en la presentación de su libro de poemas: Casi de Memorias)
A Belkis Cuza Malé le agradezco el más hermoso, valioso y perdurable regalo que me hayan hecho en toda mi vida: mi gato Stewart, que me ha acompañado tierna y noblemente por casi 18 años. Stewart es un Maine Coon legítimo (lo que en nuestra lengua llamarìamos un angora americano) una de las razas más bellas de gatos. Este ejemplar Belkis lo encontró abandonado en un portal de Princeton en 1991.
En muchas ocasiones cuando Heberto venía a visitarme solía decir, mirando a Stewart: “Belkis tiene cada cosas, te regaló el gato más bello que pasó por la casa y se quedó con los feos". Yo, desde luego, me sentía obligado a defender la generosidad de Belkis que tan feliz me hacía. Otras veces, viendo al gato que dormitaba sobre algún almohadón y quien, por un instante, levantaba la cabeza para mirarlo, Heberto hacía una rotunda declaración de principios: “yo quisiera ser como ese gato: estar siempre durmiendo sobre una bandeja y una vez al año escribir un poema”.
En esa breve declaración yo detectaba un elemento exótico y gratuito “la bandeja". Stewart no dormía en bandeja alguna y, hasta donde sé, no es un lugar donde los gatos suelen echarse a dormir: una superficie lisa -y fría, en el caso de las bandejas metálicas- está en las antípodas de los sitios cálidos y muelles a que parece inclinarse un animal en el que predomina la molicie. ¿Por qué Padilla soñaba con la anomalía de esta bandeja?
Nunca llegué a preguntárselo, pero ahora, al meditar en esa frase -ingeniosa y rotunda como casi todas las suyas- descubro una voluntad de exposición, que contrasta con su deseo (expresado en el mismo pensamiento) de ser librado, casi por completo, de las responsabilidades cotidianas. En la cultura occidental no podemos mencionar la palabra “bandeja” sin aludir, aunque no seamos conscientes de ello, a la cabeza sangrante de Juan el Bautista, precursor del Mesías, a la que un régimen corrupto transformara en un sempiterno trofeo. La cabeza cercenada y servida en bandeja del Bautista es, hasta el día de hoy, una denuncia contra la tiranía.
De suerte que Padilla, el hombre que se reconoce inepto para la vida práctica, quiere evadirse en un sueño de gato; pero, al mismo tiempo, verse expuesto de tal manera que ese sueño y su ejercicio poético solemne (solemne en su acepción literal de acontecimiento que ocurre una vez al año) sea una permanente acusación contra el “orden” que niega la poesía y que le hace ver al mundo como una confrontación entre dos irreductibles absolutos. La “Canción del juglar”, uno de los más hermosos poemas de su libro El hombre junto al mar, arranca con dos versos que definen este conflicto: “General, hay un combate entre sus órdenes y mis canciones". Este combate asimétrico—para decirlo en jerga militar— entre los poderes fácticos y la aparente indefensión de la poesía no garantiza el avasallamiento de esta última, como se atreve a pronosticar Heberto al final de ese mismo poema “general.... cada noche alguna de sus órdenes muere sin ser cumplida / y queda invicta alguna de mis canciones".
Por otra parte, el gato Padilla sólo necesita de un poema al año para justificar su labor de poeta. Si el promedio de vida útil de un escritor es de 50 años; al ritmo propuesto por él, un poeta escribiría alrededor de medio centenar de poemas en toda su vida, lo cual, creo yo, bastarían, si tienen mérito, para justificar una carrera. Por eso, cuando Heberto formula este anhelo de hibernación y obra anual está haciendo una parábola que contiene un desafiante oxímoron, el de inutilidad-eficiente o eficaz, al tiempo que echa las bases de algo que siempre se negó a definir formalmente: una poética.
Es verdad, nunca escribio un ensayo, que yo recuerde, donde intentara explicar los móviles que lo llevaban a la poesía, las directrices íntimas que gobernaban su escritura. Uno puede deducirlas más bien, por sus fobias, por el prontuario de las cosas que detestaba. Era prolijo, en ocasiones, sobre todo en la conversación, en señalar lo que la poesía no era o, en su criterio, no debía ser: “ese reinado de la metáfora donde toda aproximación oblicua era considerada una excelencia", como dice en el prólogo a mi primer poemario. Se trataba, puede deducirr uno, de un decir regido por la claridad; estructura donde el poema se daba en una atmósfera creada con las palabras más simples de la lengua, pero que nunca prescindia de la música que en el verso libre castellano imparten algunos metros clásicos, el pentasílabo, el septasílabo, el endecasílabo, el alejandrino. Aunque en español había poetas de su predilección —Borges, Cernuda, Paz— en los que no encontraba la mácula del barroco que lo contaminaba todo; fue en el inglés donde halló sus modelos defintivos: Eliot, Auden, Dylan Thomas, Wallace Stevens... Aspiraba a que el español se despojara de la retórica que lo enfermaba desde tiempos de Góngora y que rehuyera, al mismo tiempo, de los fáciles tipicismos que siempre estan prestos a contaminar toda literatura.
Me acuerdo de una tarde, en que invitado no podría decir ahora por qué institución o entidad, Heberto participó, con otros dos autores, de lo que bien podría haberse llamado “Poesía del tercer mundo”. El acto tenía lugar en uno los hoteles Sheraton de Manhattan y Belkis se encontraba presente. El panel estaba compuesto por una chica talilandesa, en representación del Asia, un negro sudafricano que encarnaba la literatura de África, y Heberto que era la cara de América Latina: una especie de tricontinental en verso. La tailandesa, vestida con un traje típico de su país, leyó unos poemas en que abundaban las pagodas, los estanques con lotos y nenúfares y la búsqueda de una apacible trascendencia que los occidentales siempre esperan les llegue del Oriente. El Sudafricano, envuelto en un manto de colores atroces —como podría haber dicho Borges— cantó a las lanzas guerrilleras que luchaban contra el Apartheid y el colonialismo, acompañándose por un cierto lenguaje corporal en el que siempre se advertía un amago de danza. Heberto, de traje y corbata, con esa descuidada elegancia que lo acercaba a la estampa de un professor inglés, leyó la mejor poesía de esa tarde y recibió la menor cantidad de aplausos. Él se dio cuenta de la frustración del público, que acaso esperaba que se hubiera aparecido allí con el poncho de Juan Valdés y prodigara los lugares comunes del latinoamericano militante: la inhumana conquista, las chabolas, Machu Pichu y el Che. Cuando todo acabó, y entendiendo perfectamente lo que había sucedido, nos dijo, a Belkis y a mí, “que le vamos a hacer si somos Gran Bretaña”.
Yo siempre me he sentido afín a su estética, a una poesía que le sea connatural la sencillez, que no es el equivalente de la ramplonería, y, al mismo tiempo, que esté infundida por una pasión que la salvara de cualquier trampa prosaica; que tenga un grado de tensión que nos convenza de su necesidad, de que se trata de un decir insustituible, de una manera de comunicarnos que no puede suplantarse por ninguna otra. Cualquier debilidad en esta busqueda, en este compromiso, convertiría la poesía en un quehacer frívolo, incluso superfluo.
Por ser consciente de esa convergencia, por sentirme cómplice de esa poética que Heberto no definió en ningun tratado —pero que se decanta de su propia obra—, por saber que los poemas que he recogido en este libro son afines a su sensibilildd, he querido presentarlo en su homenaje el dìa en que él habría cumplido 77 años.
A veces estos poemas tienen algo de álbum de viaje, sobre todo los contenidos en la primera parte, pero siempre van a ser el resultado de un deslumbramiento y de una pesarosa reflexión sobre la caducidad y sobre el devenir, sorda rebelión contra el tiempo que implacable y minuciosmente nos hará polvo, junto con nuestros sueños y proyectos. A veces, un poema en particular, responde a la emoción que suscita un objeto, una persona o su recuerdo, un paisaje particular.
Me acuerdo, por ejemplo, de la primera vez que visité el Museo del Prado, a poco de salir de Cuba, que era la primera vez también que ponía los pies en una de las grandes pinacotecas de Europa. En esa visita, tres cuadros, de todos los tesoros que guarda el Prado, me produjeron, por razones distintas, un impacto estremecedor: El Cristo de Velázquez (cuya imagen, tan reproducida, me era muy familiar), “El Jardin de las Delicias” de El Bosco, donde ya está el surrealismo con cuatro siglos de adelanto; y un autorretrato de Durero, cuadro relativamente pequeño que entonces estaba expuesto en el recodo de un salón y al que me enfrenté de improviso. La sensación de que acudía a una cita con quinientos años de atraso me dominó enseguida. Al contarlo esta noche, aún puedo revivir mi fascinación ante los ojos que me miraban desde el cuadro. Meses después, viviendo aquí en Miami, escribí un poema obligado por el impulso o la necesidad de imaginar a Durero mientras pintaba ese autorretrato.

AUTORRETRATO DE DURERO*

.................................A Manuel Santayana.

Fijo te estás quedando sobre el cuadro
en tanto tu mirada va a detenerse
acaso
en el azul
de un cielo por el que aún no transitan
más que brujas y emisarios de Dios,
además de algún pájaro
como ése que ahora mismo
cuando levantas los ojos de la tabla
descubres como un punto que viaja al horizonte.
Quizás afuera es mediodía
y el martillo del taller del herrero
resuena en tu taller
y alguien pregona
—para filtros de amor y a bajo precio—
raíz de mandrágora
y polvos de unicornio,
o quizás atardece
y de los campanarios se descuelga la sombra.
El tiempo pasa mientras pintas
y el cielo opaco de la medianoche
es lo que se recorta en tu ventana,
y la luz de una lámpara
juguetea en las paredes y en tu imaginación,
y afuera alguien se embosca
y en los lechos se ama.
¡Quién supiera
lo que veían tus ojos
mientras se iban quedando sobre el cuadro!
¿Qué recordaba entonces tu memoria,
qué tristeza,
qué júbilo…?
cuando te desdoblabas trazo a trazo
para quedarte
en aquel tiempo vivo
hecho también del aire de tu respiración
y el ruido de tus pasos por la estancia.

* En el Museo del Prado
Otras veces, aunque movido por la misma reflexión sobre la temporalidad, la motivación podía ser más personal. “En la penumbra", el último poema (en orden cronológico) de este libro que recoge textos bastante viejos, fue uno que a Heberto particularmente le gustó. Recuerdo que llegó a casa una tarde de mediados de los noventa, cansado y agobiado por numerosos problemas. En ánimo de distraerlo le di a leer el poema que, de inmediato, captó su atención. En uno de los versos, yo había usado el verbo “barrer” referido a la acción del tiempo. Le vi extraer la pluma y tachar ese verbo, al tiempo que me decía: “¿por qué no borrar, en lugar de barrer? No le tengas miedo al lugar común, el tiempo borra, es acción tan eterna como el nombre del mar o de la rosa". He aquí el poema:

EN LA PENUMBRA

..........................................A J.C.S.

La juventud es siempre un lugar de regreso,
el único país al que viajamos
tripulando la muerte;
por eso en la penumbra
donde jugamos al amor
tu rostro es tan antiguo
y tan del porvenir:
el destino que tejen la memoria y el sueño.
Me separo de ti para mirarte
el rostro —de perfil—
que yace levemente en las almohadas
sereno, hermoso
intocado todavía por el tiempo
y que, siendo tan tuyo,
es de la humanidad.
En la penumbra,
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me conmueve la visión de esos rasgos
que el tiempo ha de borrar
y que, no obstante,
son eternos
—memoria y porvenir—
amorosa fusión del arte y de la vida.

Me regocija que nos hayamos reunido hoy a celebrar el natalicio de ese gran poeta que fue Heberto Padilla y que lo hagamos, no en una librería, biblioteca o centro de estudios, como parecería propio, sino en esta suerte de templo del tabaco con que unos hijos fieles perpetúan su memoria. Estoy seguro de que Heberto, que era un gran fumador, se habría sentido orgulloso de esta casa y de ver su nombre convertido en una marca de tabacos y en humo fragante, que a pocos he visto disfrutar con mayor entusiasmo. Muchas veces, cuando llegaba a verme, yo lo recibía con un puro acompañado de una taza de café, o una copa de oporto. Entonces, tras la primera bocanada, hacía un gesto de satisfacción que revelaba la fruición absoluta, al tiempo que decía “Ah, la vida puede ser muy buena!”.

Fotos: El autor en TABACOS PADILLA, archivo de LPP.
............El autor con su gato Stewart, cortesia de Orlando Jiménez Leal.

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