viernes, 17 de junio de 2011

VICENTE ECHERRI / La vigencia de Borges



“Ahora que Borges está muerto”. Con esta frase empezaba el profesor John A. Coleman un ensayo lleno de lucidez y atrevimiento en que —bajo el título de El maravilloso embaucador— abordaba el carácter lúdico, travieso y sarcástico del escritor argentino, entonces recién fallecido. La frase parecía aludir a la recomendación de “¡Muchachos, maten a Borges!” atribuida a Witold Gombrowicz (y que hoy se sabe apócrifa) como la única manera en que los escritores argentinos podían librarse de un referente insuperable.
Este martes se cumplieron 25 años de la muerte de Borges y ese referente sigue pareciendo un horizonte inalcanzable, no sólo para los escritores argentinos contemporáneos —bastante mediocres en general— sino para todos los que escriben en nuestra lengua. Borges se ha convertido en un paradigma, el patrón oro del castellano en comparación con el cual se valida una literatura: somos mejores o peores escritores en la medida en que nos acercamos o nos alejamos de sus estándares, y tanto es así que me atrevería a proponer el establecimiento de una Escala de Borges para medir el quehacer literario, una escala mensurable en milésimas; digamos, por ejemplo, que cierto novelista de fama es digno de 400 miliborges, que un conocido premio Nobel apenas si rebasa los 500, que un hacendoso “poeta”, de esos que fabrican versos como churros en uno de los tantos rincones de la hispanidad puede, a lo sumo, llegar a un 0.0010 en ese metro.
La existencia y feliz supervivencia de la obra de Borges es —y creo está llamada a ser por mucho tiempo— fuente de humillación y exaltación para todos los que escribimos en español. Humillación, porque su lectura y relectura nos releva continuamente del acto de escribir. Frente a esa escritura deslumbrante e impecable, conmovedora por su belleza intrínseca, casi todas las otras se tornan superfluas. ¿Qué podría decirse que él ya no haya dicho con insuperable maestría? Y exaltación también, porque, al mismo tiempo, esa obra suya nos reconcilia con la literatura (tan maltratada y tan distorsionada en la actualidad), nos la redime de la caterva de pomposos ministriles que hablan y trafican en su nombre. Cuando nos asomamos al panorama literario de nuestra lengua y, con las notables excepciones de siempre, no alcanzamos a ver más que un páramo espantoso poblado de impostores y falsificadores, la obra de Borges nos sirve de dogma, de mantra y de asidero.
Recuerdo la única vez que lo vi, un año o dos antes de su muerte, en un congreso de la Asociación de Lenguas Modernas (MLA) que se celebraba en el New York Hilton de Manhattan. En medio de aquel mar de típicas mediocridades académicas, Borges, del brazo de María Kodama, transitaba con una deslumbrante indiferencia que su ceguera le justificaba. No habló mucho. Sólo recuerdo que concluyó sus palabras diciendo el Padre Nuestro en sajón antiguo, lo que él mismo calificara de “lengua de Moloch”. Una manera oblicua, muy en su estilo, de burlarse del público, de decirle que sus abstrusas ponencias repletas de diletantismo deconstructivista eran pura hojarasca frente a uno de los textos más elementales de la cultura de Occidente. Se fue luego como una sombra resplandeciente (valga el oxímoron), sonriendo a medias y con esa mirada vaga y desconectada de los ciegos, acaso a sabiendas de que se estaba despidiendo para siempre de un gremio que él de seguro despreciaba y, al mismo tiempo, de una ciudad y de un país que le habían fascinado desde la primera vez.
Conmueve y alienta saber que, un cuarto de siglo después de su muerte, Borges sigue siendo leído y traducido tanto o más que antes y que su magisterio literario e intelectual se ha hecho más firme con el tiempo. Es lamentable, sin embargo, que esa vigencia suya no haya sido útil, en la misma medida, para generar mejores escritores, al menos en el ámbito de nuestros países. Que la perfección de su palabra no haya servido para incentivar genuinamente a algunos más y para hacer callar definitivamente a muchos.
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J. L. Borges junto al Prof. Coleman, en el Center for Interamerican Relations (ahora Americas Society)

Foto cortesía de Pedro Yanes.
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Publicado originalmente en el Nuevo Herald.