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Cuan importante puede ser sitiar las torres,
tender una barrera a la inquietud de los arqueros
que punzan el costado más débil,
el sitio en que llevamos guardada la carta del adiós.
El guante de piel suave
o el guantelete frío de metal
han de cerrarse para conjurar el dolor,
el vacío repetido en la nieve,
la ausencia austral
en que nada importan los símbolos del triunfo o la derrota.
El guante de fina piel
dibujando escaques siempre blancos
en la fría nieve,
la mano golpeando el reloj, golpeando
el tiempo que habrá de transcurrir.
Cada día, ante los febriles ojos de todos
algo ha muerto y nadie puede sentirlo,
al levantarse del asiento todo habrá terminado.
Ha muerto un rey, no importa donde,
ha muerto un hombre en el doblez que oculta un sobre blanco;
ha muerto un hombre, no sobre la mesa en que se juega a la muerte,
no en el reloj que corta el aliento.
Los titulares son apenas heridas
de las que solo pueden ver la sangre delineando cifras, estadísticas.
Tras el vidrio que divide el antes y el después,
la inmensa soledad del ausente
y el curioso silencio
en que los vivos se sumergen para ocultar su más antiguo temor
ha comenzado la justa soñada con lo eterno.
El reloj es una maquinaria absurda,
aún el monograma, la corona ducal,
la cadena que une el repetido encuentro
y la despedida en que se hunden todos los navíos.
Solo, frente a la voluntad que siempre ha sido
una presencia póstuma
podrá extender los limites del juego, el numero de los caballos
y los lúgubres obispos ocultando largas espadas
bajo el paño sereno de la fe.
El tiempo no ha de importar,
no ha de importar la ausencia de la dama en el andén.
La nieve ha cubierto la calle,
la inmensa llanura en que los hombres
van al encuentro de su flecha, de la herida que no puede sangrar.
Van al encuentrode las heladas palabras que figuran una daga en la tarde.
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