György (Georges) Ferdinandy: Budapest, Hungría (1935). Abandonó su país después de la Revolución del 56. Vivió en Francia donde se casó por primera vez y en España donde comenzó su aprendizaje del español. En su exilio tuvo muy variados trabajos: albañil, obrero en la fábrica Ford de Colonia, Alemania, vendedor de libros de arte. Hizo su doctorado en la Universidad de Estrasburgo y finalmente logró hacer carrera en la Universidad de Puerto Rico como profesor de 1964 al 2000. Entretanto produjo unos 50 libros que comenzaron en francés y ganaron el Premio Delduca y el Premio Literario Antoine de Saint-Exupery. Colaboró con la vanguardia húngara de París y en publicaciones del exilio. A partir de 1988, Hungría comenzó a publicar sus libros y ha recibido siete premios nacionales. Desde los años 90 comienza a trabajar la traducción de poetas contemporáneos, tanto del húngaro al español como del español al húngaro, y con la colaboración de María Teresa Reyes y del poeta Jesús Tomé, tienen dos antologías. Se le considera el único representante de la Generación del 56 en prosa.
Por György Ferdinandy.
Todo comenzó con un clasificado ~era como lo acostumbraba a contar~ que estaba en el instituto de español y decía así: "Universidad tropical busca profesor con diploma". Hundí en mi bolsillo el texto escrito a mano. ~Aquí, por lo general hacía un alto~ y quien compró el libro, se reía conmigo.
Frente a la facultad hubo un cafetín ~continuaba~ La Victoire. Y en una esquina, se encontraba desde tiempos inmemorables un español borracho: Ramón. ~Desde este punto, no tenía que inventar. Sólo contar mi historia tal y como pasó.
-¡Tranquilo, dámelo acá!- y Ramón sacó de mi mano el papel. Le ofrecí mi currículo, pero: -¡No lo necesito!- dijo con un gesto generoso. Y en lo que traje un sobre, ya había terminado la carta. Ni la miré ~era como lo acostumbraba a contar ~ ¿Para qué? No entendía ni una palabra en español, y francamente no pensaba que el asunto fuera a dar algún resultado.
Esto pasó alrededor de octubre ~aquí siempre venía un pequeña pausa.~ Y con el nuevo año, llegó la respuesta: un contrato y los pasajes transatlánticos.
Para aquel entonces, estaba desempleado desde hacía más de un año. ~Lo menciono para ser fiel a la verdad~ Mis libros no se editaban, mi esposa me abandonó. De aquella mi antigua vida de estudiante, sólo quedó mi auto, en condiciones críticas también: viejo y enfermo.
Ahora ~continuaba~ cuando me tocó la suerte, mi primera decisión fue ir en busca de mi mujer. Siempre supe que un día llegaría la luz al final del túnel. Nada me extrañó que ésta era mi hora.
Vivíamos a la orilla del Rin en un caserío del gobierno ~ detalle con olor a ratón que hoy ya no acostumbro a mencionar~. Pegamos los anuncios en las escaleras. Vendíamos todo: los muebles que la alcaldía nos regaló, las máquinas domésticas compradas a plazos onerosos. Para el fin del mes, sentamos a los niños en el auto.
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Aprender el español era ahora nuestra tarea y con seis meses por delante, la cosa no carecía de esperanza. Fue así que pensamos en irnos hacia el sur ~era como lo acostumbraba a contar~. Y optamos por Barcelona donde alquilamos una casita blanca entre las lomas. No sabíamos que por aquí el idioma no era el castellano.
En este punto, en general, la gente se reía. ~Y yo, seguía contando, saltando los detalles que me parecían accesorios. ~ Por ejemplo, camino hacia el sur, nos detuvimos en Lyón, y ¡como por gracia divina! fue ese mismo día cuando la familia Saint-Exupèry anunció sus premios literarios. Mi nombre apareció en todos los periódicos. -¿Cuánto es?- preguntó mi mujer. -Nada, le contesté- el reconocimiento.
Sin comentarios continuamos nuestro camino hacia el sur. Más tarde, ya desde Barcelona, envié una tarjeta postal. Di las gracias por la distinción. Agradecimiento, pero no fui a recogerlo. Estaba ya harto de nuestra miseria adornada. Escogí a estos tres: a mi mujer y a mis dos niños.
Nuestra casa se encontraba detrás del terminal de los tranvías. El farmacéutico nos la alquiló. Hubo un cine por las cercanías donde pasábamos las tardes viendo las dos películas de la tanda. Y día tras día de nuevo veíamos el mismo programa hasta el final.
Por la mañana leía. El Quijote ¡nada menos! Llegué al final de los dos volúmenes con diccionario y notas, en tres meses. Por la noche, oía a los borrachos sumergido en el humo de alguna barra y después, a casa en el último tranvía de un solo vagón.
A Cervantes le debo mucho. Cuando regresábamos a Francia, pasamos por Madrid, y en el hotel se anunciaba una excursión - la ruta de El Caballero de la Triste Figura. Quien se ofrecía el lujo, tenía la oportunidad de ver la casa de Dulcinea, y los molinos de viento. Era un truco barato para turistas, pero la historia del veterano de Lepanto cobraba vida: capítulo por capítulo, allí estaba el itinerario.
¡Así que aquí ocurrió la famosa batalla! ~Más tarde nunca mencionaba este detalle sin importancia~. -Aquí y no. En alguna parte del libro.- -Entonces, ¿no es verdad?- preguntaron decepcionados los niños.
Recuerdo que esa noche no dormí. ¿Me equivoqué al no presentarme a los Saint-Exupèry? ¿Quemé mis naves? ¿Descarrilé mi vida?
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A los veinte años se puede aprender con rapidez. Estábamos listos para el gran viaje, españoles recién nacidos.
En el consulado, hablaban inglés. La isla tropical hacia la que avanzábamos pertenecía a los Estados Unidos. ~Todo esto no acostumbraba a contarlo~. El empleado hojeaba largamente mis documentos: -¿Ustedes?- preguntó confundido -según yo veo, ¿no están casados?
Pues, no, no lo estábamos. Sea dicho a su favor, a pesar de todo, nos sellaron el visado en nuestros pasaportes. Luego, algo más ocurrió: los franceses me invitaron a la radio. ¡El premio de enero! Tuve mi primera entrevista. Me acuerdo: una mujer joven, bella conversó conmigo, y yo, torpemente, podía hablar de mis proyectos.
-¿Emigran? - preguntó indignada. Emigrar, palabra y acto, era mal visto en la Galia. Aquí, a la orilla del Sena, no hubo más que inmigrantes, y sólo pocos en aquella época. Por un momento me asusté. De golpe vino a mi mente la visión de mi país natal. A la orilla de Europa, emigrar tiene un sentido funesto. El que se va no es peregrino, es un tipo dudoso. ¡Y más si es por su propia decisión! Porque en casa te expulsan si les parece, o si no, te exilian.
En breve, mi corazón dio un salto. Claro, este razonamiento es en este nuevo milenio, obsoleto. La juventud de hoy ya no es de peregrinos. Hay invitación, hay traslado, o hay nombramientos provisionales a algún lugar fuera de las fronteras. No es vacilación, solamente movimiento.
Contesté a la reportera diciendo: -¡Vamos a ver un poco de mundo!- Y con esto hasta ella se rió. Sin embargo, no podía olvidar mi susto. Porque, sí, nadie hace sus maletas sin una razón de peso para buscarse un pedazo de tierra en algún lugar del vasto mundo.
Después el viento se levantó, y yo, yo olvidé mis dudas. Nuestros pasajes eran para dos personas ~así era como lo acostumbraba a contar~ la verdad es que a Ramón se le olvidó mencionar que había dos niños. Tuvimos que cambiarlos por cuatro boletos de tercera clase, y nos lanzamos, fuera lo que fuera, alegres y resueltos.
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~Así fue~. Viajábamos abajo, en el fondo del barco. Al lado de nuestro camarote traqueteaban las máquinas y el calor era agobiante. El primer día, ni el cielo vimos. Más tarde, claro, un buen samaritano, nos llevó a cubierta y nos mostró el mar. Por la noche, eran los de primera clase quienes bajaban. Arriba todo era silencio, aburrimiento; abajo, los negros bailaban y cantaban su música.
Después de Vigo, la última escala europea, fui a hablar con el capitán. Quería oír mi primera, -primera y última- entrevista radiofónica. Pero, después de Vigo, el mar era tempestuoso. El viento llenó mi cara de agua fría y salada. ¡París! Arriba, nadie entendió mi petición.
Al cuarto día, cambió la vida a bordo. El mar se convirtió en un espejo, el aire, caliente y húmedo. Alrededor del Flandres, los peces voladores susurraban, en la cala, los viajeros se abrazaban.
Para la mañana del noveno día, apareció en el horizonte la Isla. Eran las cuatro de la madrugada; llovía la oscuridad.
Como el remolcador no saldría hasta que se viera el sol, el capitán paró las máquinas. La carga humana del buque aguardaba enmudecida en la cubierta.
Me acuerdo, emoción y miedo. Pelícanos gigantes pescaban alrededor del Flandres, gaviotas no hubo aquí en alta mar. Hacia las seis, el cielo cambió. La tonalidad era de un verde esmeralda, la de las aguas, un azul tinta. Después, las máquinas se pusieron en marcha, y lentamente, majestuosamente, se acercó la Isla.
Mi contrato estaba ahí en mi bolsillo, pero ahora eso no importaba. Por un largo momento, tomamos la mano uno del otro, tal y como aquellos a quienes menospreciamos en algún momento. Los millones titubeantes que lo abandonan todo para buscarse una esquina en este mundo ciego.
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Es este el momento que hasta ahora, nunca, a nadie, pude contar.
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