.Margarita García Alonso escribe una nota sobre Carlos Pintado en Di Marga Code, pretexto oportuno para compartir este inquietante texto suyo.
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.........My "place of clear water,"
.........the first hill in the world
.........where springs washed into
.........the shiny grassand darkened cobble
.........sin the bed of the lane.
...................Seamus Heaney
.........My "place of clear water,"
.........the first hill in the world
.........where springs washed into
.........the shiny grassand darkened cobble
.........sin the bed of the lane.
...................Seamus Heaney
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"Esta historia no sucedió, o está por suceder, que es lo mismo".
Sus palabras hicieron eco, retumbando en su cabeza con el sonido, lejano e impreciso, de las cosas que se escuchan en sueños. Luego buscaría algo sin saber qué buscaba. La habitación sería un desierto: un cesto con papeles, algunos libros tirados en el piso y un espejo en forma de óvalo, cubierto de manchones grises que impiden una imagen exacta. La máquina de escribir indicaba que algo se había quedado a medias. El ruido de la llave del agua, abierta, opacaba la música que venía de algún sitio. El hombre pestañeó varias veces. Sudaba. Fue hasta la llave y la cerró bruscamente.
La música de Clannad volvió a reinar en el cuarto.
Se preguntó qué fue a hacer a Joy Eslava esa noche, y, mientras se procuraba una respuesta, recordó aquella palabra: Anahorish, que lo devolvía a un poema de Heaney y a las noches imaginadas en una taberna de Dublín.
Aquí es donde yo entro en la historia.
La historia que iba a suceder comenzaba conmigo yendo a Joy Eslava; algo de esta conjunción causal trato de explicarle, pero no entiende; no quiere entender. Tiene la tozudez característica de los irlandeses. Yo quise explicar, filosofar, recordarle que en un poema de Heaney existe esa palabra que nunca pude traducir. Repito Anahorish e intuyo que tampoco él sabrá traducirla. Pero se limitó a sonreír y yo ya no pude más. Bailamos, me dice. No fue una pregunta. Yo no quería bailar pero no pude negarme; las manos de él (o quizás fue tan sólo una mano) se aferraron a las mías. Busqué esa confirmación del roce y no pude encontrarla: la penumbra obligada negaba toda visión; las luces estallaban en las paredes, rielaban con fuerza en la fatua oscuridad del bar; sus dedos se enroscaban en los míos, persistentes. Años después yo escribiría, en una historia que nada tendría que ver que esta, cómo un personaje le recuerda al otro:
"con tus dedos de sombra me tocaste". Algo así le dije, pero no se escuchó bien. Ahora no podría recordarlo con precisión. Sus palabras me devolvieron a ese momento.
Clannad cedió su espacio a los Cranberries. El teatro de techo circular sostendría la noche. Alcé la cabeza para mirar algo en el segundo piso y él aprovechó para besarme el cuello. Iba a preguntarle algo, pero no dije nada. Preferí irme e inventarme la historia de lo que pudo haber pasado: los dos en Joy Eslava, bailando, borrachos; yo sería el turista que está de paso por Madrid y él apenas la sombra de un sueño, una invención mía, aunque él lo negaría, por supuesto. No quiere para él el fátum que le concedo; dice que sí existe, que no es la sombra de nadie. Me cogería por los hombros y yo tendría que recordar -en otra historia que pienso escribir - que en realidad alguien me sostuvo por los hombros en aquel lugar. En vano intentaría él hacerme recordar cómo intercambiamos abrigos. “Para que tengas un recuerdo mío”, dijo, poniéndome en las manos aquel abrigo de piel que a mí se me antojaba un oso muerto. En ese momento pienso que es mejor cerrar los ojos; pensar en esa palabra que nunca pude traducir y que tampoco él comprende. Lo único que no existe es esa palabra, exclamaría él.
Si le hubiera hecho caso, quizás hubiera escrito mejor esta historia. Escribiría: el olor de su cigarrillo me trajo el recuerdo de otras yerbas. Y admitiría, después, que me gustaba verlo fumar en medio del gentío abigarrado de lugar. Humo de Dublín, pensé. Y, como si estuviera leyéndome el pensamiento, preguntó si conocía Irlanda. Nos miramos fijo. El humo era una nube azul frente a mis ojos; yo la inhalaba; el perfume del tabaco era diferente. Humo de Dublín, escribiría años después, en otra historia que no tendría nada que ver con esta. Le explico -trato de explicarle - que algún día escribiré esta historia, pero no hace mucho caso. Luego seguimos jugando el mismo juego de inventarnos con palabras dichas en lo oscuro, en aquel mar de besos y codazos y música estridente.
Me desperté con el ardor del fuego en el pecho. Había intentado hacer una traducción de Heaney antes de quedarme dormido. Desperté pensando en esa traducción. Susurré Anahorish como si no estuviera solo en el cuarto y alguien, desde la tiniebla del sueño, pudiera oírme.
Esperé unos segundos, pero no ocurrió nada. Debo a la ignorancia de esa palabra esta historia. Me levanté con la certidumbre de ir a algún lugar. Pensé en aquel lugar que recordaba una "alegría eslava". Dudé en ir o quedarme. En algún lugar del cuello guardaba la marca, húmeda aún, de un beso.
Al entrar lo vería bailar. Exactamente así: sonriendo sin mirar a nadie, con una gorra ladeada casi tapándole los ojos. Dudo si debo acercarme a él. Me asombra la palidez de su piel, como si no hubiera visto el sol en años. Minutos después los dos bailábamos. Me fascina cuando la luz de las lámparas lo envuelve. A contraluz su cuerpo parece frágil, a punto de perderse entra tanta sombra junta. Me aproximo despacio. ¿Cómo explicarle que hace unas horas soñé con él? ¿Pensará que estoy loco? Me sobrecoge esa idea. No quisiera asustarlo. Quizás el sueño se ha extendido hasta aquí, hasta este momento en que por fin estamos los dos: él bailando, pausadamente, sonriendo como un niño; yo aquí, estatuario, observando lo irreal de toda la situación. ¿Será posible que aún esté soñando?, me pregunto, hasta que la voz de Dolores O'Riordan me tranquiliza.
Estamos en Joy Eslava. Esta historia es cierta. Sucede, me digo. La voz de la cantante farfulla un in your head, zombie, zombie... Yo vuelvo a pensar que todo ha sido un sueño. Es noviembre: Joy Eslava está repleta de gente linda, de turistas, de madrileños que, para escapar del frío, vienen a lugares como éste. La gente se mueve a ritmo de un trance incapturable. Sé que estoy en el baile extraño y eso me incomoda. Voy a la barra y pido un trago que me aleje la timidez. Hubiera preferido fumar un poco. Hace años que no pongo un cigarrillo entre mis labios. Escucho: and the violence causes silence, who are we mistaken? y todo gira sin un centro fijo, sin gravedad, repleto de sombras que intercambian besos y abrazos. Pienso en el muchacho del sueño, que poco a poco va perdiendo lugar en mi memoria; el sueño termina por volver todo muy irreal, como ese poema de Heaney que habla de un sitio tranquilo, rodeado de aguas cálidas, donde poder tenderse y hablar. Repito la palabra, como para recordar un conjuro -a estas alturas dudo si repetirla se debe a un conjuro o a un acto esquizoide - y en ese instante una pareja se sienta cerca de mí; los veo cogidos de la mano; ella me mira y saluda; él hace el mismo gesto; ella deja de mirarme y le susurra algo; el muchacho demoró su mirada en mí; yo bajé la vista; los dedos de él se enroscan en los de ella, persistentes. Anahorish, digo yo ante el arranque estridente de la música. Después de eso pierdo la noción de todo. Hay un hilo muy breve entre la realidad y el sueño, pensaba yo en el instante en que la muchacha se deshace del muchacho y va a bailar sola. Mis ojos y los ojos del muchacho se encontraron en aquel mar de sombras y contornos esfumados. El quería bailar y yo diría que sí, por supuesto. Las manos de él -o quizás fue tan sólo una mano - se aferraron a mis manos. Recordé un roce o la imagen de un roce. La piel erizada por el tacto. Miré su rostro: sonreía. En otra historia, e intentando describirlo, yo anotaría: " podré olvidar todo de él menos su sonrisa, suave, lasciva, como de niña. Más tarde me daría cuenta de que su piel, o más bien el blanco de su piel, es igual de memorable.
Fue aquí cuando sonrío por última vez y nos besamos.
Cuando ella regresa, él y yo bailábamos. Las manos de ella -mucho más suaves que las de é l- me abrazaron desde atrás. Sentí su lengua hincando al centro de mi nuca, juguetona. En este instante confundo las dos historias; hace años pinté un bosque lleno de senderos que se confunden bajo la niebla inglesa. Esa imagen regresa a mi memoria en este instante. Pienso que en la mañana los dos serán tan sólo una sombra. Yo estaré, lamentablemente, al otro lado de esa sombra. Recordaré las palabras de él: "mañana pensarás que todo esto fue un sueño”. Fue entonces cuando advertí que la muchacha ya no estaba. Sorprendido, me pareció verla fugándose a algún sitio. Quise gritarle algo, pero entendí que era inútil: la música subía como si estuviéramos sordos. Él y yo seguimos bailando con las camisas abiertas, muy pegados; de su pecho rezumaban gotas luminosas. Sonreíamos y yo pensé que podría morir mirando esa sonrisa.
La noche nos lanzaba allí como náufragos. El aire se hacía menos aire. Sin dejar de abrazarlo busqué, entre el centenar de rostros que nos miraban, el rostro de ella. Aquí me doy cuenta de que ésta no es la historia de él ni la mía, sino la de ella. Mañana será ella quien escriba esta historia: él y yo en Joy Eslava, bailando y besándonos. “No te preocupes", me calmaría él, y las palabras retumbarían como dentro de un túnel, por encima de la música. "Ella sabrá terminar esta historia como mejor le parezca". De lejos la observé hablarle al cantinero; su cuerpo remedaba un arco; segundos después apuraba un trago azul, muy azul. Bajo el cono de luz su rostro filtraba cierto parecido con el del muchacho que ahora me abrazaba. En el cristal de la barra la silueta de ella era inexacta, deformada. Trazos de luces difusas se aferraban al reflejo de ella en el cristal. Temí que aquello se extendiera más allá del sueño. Siento que nos miró casi con envidia. “No le hagas caso. Tú y yo estamos donde ella no puede llegar", escuché, " por eso nos sueña". Yo pregunto: ¿Nos sueña?, sin entender mucho. Me sobrecogió la desesperación de no saber qué iba a pasar cuando ella se marchara. "¿Nos sueña o nos inventa?", vuelvo a preguntar, pero él no supo decirme o prefirió no hacerlo. Al final masculló: “eso sólo lo sabe ella. Nosotros estamos del lado de acá de las cosas”. Hizo un gesto con las manos que no comprendí. Bailé, no por el placer del bailar, sino para buscar esa distancia que da el baile cuando hay poco que hablar. Quise organizar mis ideas.
Las últimas palabras de él dejaron en mí un gusto extraño: "si ella deja de soñarnos, nosotros dejaremos de ser". Al alzar la vista volví a ver su sonrisa. Le conté mi sueño, el libro de versos de Heaney y aquella palabra que sonaba en mi sueño como un eco de címbalos que no podré traducir nunca. “Es una letanía insoportable”, le dije, mientras él intentaba explicarme que en el sueño las cosas se repiten incansablemente”; luego habló de una eternidad en el sueño que no entendí. "Esta historia no sucedió, o está por suceder, que es lo mismo", me dijo al ver mi rostro ensombrecido por la duda. Yo cerré los ojos. Recordé esas palabras. Una muchedumbre loca y bebida se abalanzaba sobre mí desde todas las partes. El recuerdo de haber llegado a Madrid fue una argucia más. Quise negarme a ser el soñado, pero me faltaba esa desesperación innata que poseen algunos ante situaciones tan inusuales. Fue entonces cuando una de las puertas del bar se abrió e induje que de allí podía escaparme. Avancé unos pasos, pero la mano de él se aferró a mi mano. “No hagas locuras, nadie escapa de un sueño; si ella te sueña aquí es porque aquí debes estar”. Lo escucho y cierro los ojos. El rostro de ella viene a mi memoria. Al abrirlos estamos los tres bailando. No sé cómo sucedió. Las manos de ella serpenteaban en mi pecho, su lengua hincaba en mi nuca. Apoyé mi mano sobre el torso desnudo de él y lo empujé un poco más allá de mí; al volverme estaba ella mirándome; quise ver que estaba sorprendida. “Por qué lo apartaste así", me preguntó. Su voz sonó metálica. Me encogí de hombros. "Fue sólo un instinto", dije, e intenté asirla por la cintura. Bailamos muy pegados. La música apenas se escuchaba. El aire era más humo que aire: una espesa neblina -acumulada por tantos cigarrillos incendidos- flotaba sobre decenas de cuerpos. Bailamos como si no tocáramos el piso. Le pregunté como se llamaba y no me respondió; "quiero verte de nuevo" pedí, y ella sonrío. Sentí el peso del silencio. De reojo miré cómo nos duplicaba el espejo. Mi mano acariciaba la piel de su espalda como si la presintiera a punto de escaparse.
“No voy a escapar; también estoy presa de un sueño", me respondió. Los dos nos miramos muy fijo hasta que llegó él y se aprendió a mi hombro. Sentí sus dientes mordiendo, juguetones, el lóbulo de mi oreja. Ella nos miraba a los dos; reía sin ningún motivo. Dijo: " Yo soy el reflejo de ella misma en tu mundo; hasta aquí ella no puede llegar, por eso me inventa...” Yo fui a replicar, pero ella siguió: “…y te inventa"; le pedí que se callara y como si no estuviera escuchándome, concluyó: " y también lo inventa a él. Los tres somos materia de sus sueños. Mañana nada de esto será”. Fui a decirle que aquello no era cierto, pero preferí irme.
Fui abriendo paso entre la gente. Adiviné que la puerta del bar se abría y cerraba constantemente. Fui hasta ella. Al empujarla volví a estar en aquel cuarto de la pensión. Todavía quedaba, en sordina, el eco ensordecedor del lugar. Cierro la puerta y miro el libro de Seamus Heaney en mis manos. Pienso que me he quedado dormido leyendo los poemas. Repito Anahorish con desgano, intentando recordar que he intuido un cuento donde alguien fabula sobre el significado de esa palabra. Mañana escribiré ese cuento, me digo, y caigo en el sofá.
A mi derecha hay un cesto lleno de papeles, un espejo en forma de óvalo lleno de nubes grises. Desde la cocina llega el ruido del agua. Apenas puedo escuchar el disco de Clannad.
Pienso: "Esta historia no sucedió, o está por suceder, que es lo mismo".
Me levanto y voy a cerrar la llave.
"Esta historia no sucedió, o está por suceder, que es lo mismo".
Sus palabras hicieron eco, retumbando en su cabeza con el sonido, lejano e impreciso, de las cosas que se escuchan en sueños. Luego buscaría algo sin saber qué buscaba. La habitación sería un desierto: un cesto con papeles, algunos libros tirados en el piso y un espejo en forma de óvalo, cubierto de manchones grises que impiden una imagen exacta. La máquina de escribir indicaba que algo se había quedado a medias. El ruido de la llave del agua, abierta, opacaba la música que venía de algún sitio. El hombre pestañeó varias veces. Sudaba. Fue hasta la llave y la cerró bruscamente.
La música de Clannad volvió a reinar en el cuarto.
Se preguntó qué fue a hacer a Joy Eslava esa noche, y, mientras se procuraba una respuesta, recordó aquella palabra: Anahorish, que lo devolvía a un poema de Heaney y a las noches imaginadas en una taberna de Dublín.
Aquí es donde yo entro en la historia.
La historia que iba a suceder comenzaba conmigo yendo a Joy Eslava; algo de esta conjunción causal trato de explicarle, pero no entiende; no quiere entender. Tiene la tozudez característica de los irlandeses. Yo quise explicar, filosofar, recordarle que en un poema de Heaney existe esa palabra que nunca pude traducir. Repito Anahorish e intuyo que tampoco él sabrá traducirla. Pero se limitó a sonreír y yo ya no pude más. Bailamos, me dice. No fue una pregunta. Yo no quería bailar pero no pude negarme; las manos de él (o quizás fue tan sólo una mano) se aferraron a las mías. Busqué esa confirmación del roce y no pude encontrarla: la penumbra obligada negaba toda visión; las luces estallaban en las paredes, rielaban con fuerza en la fatua oscuridad del bar; sus dedos se enroscaban en los míos, persistentes. Años después yo escribiría, en una historia que nada tendría que ver que esta, cómo un personaje le recuerda al otro:
"con tus dedos de sombra me tocaste". Algo así le dije, pero no se escuchó bien. Ahora no podría recordarlo con precisión. Sus palabras me devolvieron a ese momento.
Clannad cedió su espacio a los Cranberries. El teatro de techo circular sostendría la noche. Alcé la cabeza para mirar algo en el segundo piso y él aprovechó para besarme el cuello. Iba a preguntarle algo, pero no dije nada. Preferí irme e inventarme la historia de lo que pudo haber pasado: los dos en Joy Eslava, bailando, borrachos; yo sería el turista que está de paso por Madrid y él apenas la sombra de un sueño, una invención mía, aunque él lo negaría, por supuesto. No quiere para él el fátum que le concedo; dice que sí existe, que no es la sombra de nadie. Me cogería por los hombros y yo tendría que recordar -en otra historia que pienso escribir - que en realidad alguien me sostuvo por los hombros en aquel lugar. En vano intentaría él hacerme recordar cómo intercambiamos abrigos. “Para que tengas un recuerdo mío”, dijo, poniéndome en las manos aquel abrigo de piel que a mí se me antojaba un oso muerto. En ese momento pienso que es mejor cerrar los ojos; pensar en esa palabra que nunca pude traducir y que tampoco él comprende. Lo único que no existe es esa palabra, exclamaría él.
Si le hubiera hecho caso, quizás hubiera escrito mejor esta historia. Escribiría: el olor de su cigarrillo me trajo el recuerdo de otras yerbas. Y admitiría, después, que me gustaba verlo fumar en medio del gentío abigarrado de lugar. Humo de Dublín, pensé. Y, como si estuviera leyéndome el pensamiento, preguntó si conocía Irlanda. Nos miramos fijo. El humo era una nube azul frente a mis ojos; yo la inhalaba; el perfume del tabaco era diferente. Humo de Dublín, escribiría años después, en otra historia que no tendría nada que ver con esta. Le explico -trato de explicarle - que algún día escribiré esta historia, pero no hace mucho caso. Luego seguimos jugando el mismo juego de inventarnos con palabras dichas en lo oscuro, en aquel mar de besos y codazos y música estridente.
Me desperté con el ardor del fuego en el pecho. Había intentado hacer una traducción de Heaney antes de quedarme dormido. Desperté pensando en esa traducción. Susurré Anahorish como si no estuviera solo en el cuarto y alguien, desde la tiniebla del sueño, pudiera oírme.
Esperé unos segundos, pero no ocurrió nada. Debo a la ignorancia de esa palabra esta historia. Me levanté con la certidumbre de ir a algún lugar. Pensé en aquel lugar que recordaba una "alegría eslava". Dudé en ir o quedarme. En algún lugar del cuello guardaba la marca, húmeda aún, de un beso.
Al entrar lo vería bailar. Exactamente así: sonriendo sin mirar a nadie, con una gorra ladeada casi tapándole los ojos. Dudo si debo acercarme a él. Me asombra la palidez de su piel, como si no hubiera visto el sol en años. Minutos después los dos bailábamos. Me fascina cuando la luz de las lámparas lo envuelve. A contraluz su cuerpo parece frágil, a punto de perderse entra tanta sombra junta. Me aproximo despacio. ¿Cómo explicarle que hace unas horas soñé con él? ¿Pensará que estoy loco? Me sobrecoge esa idea. No quisiera asustarlo. Quizás el sueño se ha extendido hasta aquí, hasta este momento en que por fin estamos los dos: él bailando, pausadamente, sonriendo como un niño; yo aquí, estatuario, observando lo irreal de toda la situación. ¿Será posible que aún esté soñando?, me pregunto, hasta que la voz de Dolores O'Riordan me tranquiliza.
Estamos en Joy Eslava. Esta historia es cierta. Sucede, me digo. La voz de la cantante farfulla un in your head, zombie, zombie... Yo vuelvo a pensar que todo ha sido un sueño. Es noviembre: Joy Eslava está repleta de gente linda, de turistas, de madrileños que, para escapar del frío, vienen a lugares como éste. La gente se mueve a ritmo de un trance incapturable. Sé que estoy en el baile extraño y eso me incomoda. Voy a la barra y pido un trago que me aleje la timidez. Hubiera preferido fumar un poco. Hace años que no pongo un cigarrillo entre mis labios. Escucho: and the violence causes silence, who are we mistaken? y todo gira sin un centro fijo, sin gravedad, repleto de sombras que intercambian besos y abrazos. Pienso en el muchacho del sueño, que poco a poco va perdiendo lugar en mi memoria; el sueño termina por volver todo muy irreal, como ese poema de Heaney que habla de un sitio tranquilo, rodeado de aguas cálidas, donde poder tenderse y hablar. Repito la palabra, como para recordar un conjuro -a estas alturas dudo si repetirla se debe a un conjuro o a un acto esquizoide - y en ese instante una pareja se sienta cerca de mí; los veo cogidos de la mano; ella me mira y saluda; él hace el mismo gesto; ella deja de mirarme y le susurra algo; el muchacho demoró su mirada en mí; yo bajé la vista; los dedos de él se enroscan en los de ella, persistentes. Anahorish, digo yo ante el arranque estridente de la música. Después de eso pierdo la noción de todo. Hay un hilo muy breve entre la realidad y el sueño, pensaba yo en el instante en que la muchacha se deshace del muchacho y va a bailar sola. Mis ojos y los ojos del muchacho se encontraron en aquel mar de sombras y contornos esfumados. El quería bailar y yo diría que sí, por supuesto. Las manos de él -o quizás fue tan sólo una mano - se aferraron a mis manos. Recordé un roce o la imagen de un roce. La piel erizada por el tacto. Miré su rostro: sonreía. En otra historia, e intentando describirlo, yo anotaría: " podré olvidar todo de él menos su sonrisa, suave, lasciva, como de niña. Más tarde me daría cuenta de que su piel, o más bien el blanco de su piel, es igual de memorable.
Fue aquí cuando sonrío por última vez y nos besamos.
Cuando ella regresa, él y yo bailábamos. Las manos de ella -mucho más suaves que las de é l- me abrazaron desde atrás. Sentí su lengua hincando al centro de mi nuca, juguetona. En este instante confundo las dos historias; hace años pinté un bosque lleno de senderos que se confunden bajo la niebla inglesa. Esa imagen regresa a mi memoria en este instante. Pienso que en la mañana los dos serán tan sólo una sombra. Yo estaré, lamentablemente, al otro lado de esa sombra. Recordaré las palabras de él: "mañana pensarás que todo esto fue un sueño”. Fue entonces cuando advertí que la muchacha ya no estaba. Sorprendido, me pareció verla fugándose a algún sitio. Quise gritarle algo, pero entendí que era inútil: la música subía como si estuviéramos sordos. Él y yo seguimos bailando con las camisas abiertas, muy pegados; de su pecho rezumaban gotas luminosas. Sonreíamos y yo pensé que podría morir mirando esa sonrisa.
La noche nos lanzaba allí como náufragos. El aire se hacía menos aire. Sin dejar de abrazarlo busqué, entre el centenar de rostros que nos miraban, el rostro de ella. Aquí me doy cuenta de que ésta no es la historia de él ni la mía, sino la de ella. Mañana será ella quien escriba esta historia: él y yo en Joy Eslava, bailando y besándonos. “No te preocupes", me calmaría él, y las palabras retumbarían como dentro de un túnel, por encima de la música. "Ella sabrá terminar esta historia como mejor le parezca". De lejos la observé hablarle al cantinero; su cuerpo remedaba un arco; segundos después apuraba un trago azul, muy azul. Bajo el cono de luz su rostro filtraba cierto parecido con el del muchacho que ahora me abrazaba. En el cristal de la barra la silueta de ella era inexacta, deformada. Trazos de luces difusas se aferraban al reflejo de ella en el cristal. Temí que aquello se extendiera más allá del sueño. Siento que nos miró casi con envidia. “No le hagas caso. Tú y yo estamos donde ella no puede llegar", escuché, " por eso nos sueña". Yo pregunto: ¿Nos sueña?, sin entender mucho. Me sobrecogió la desesperación de no saber qué iba a pasar cuando ella se marchara. "¿Nos sueña o nos inventa?", vuelvo a preguntar, pero él no supo decirme o prefirió no hacerlo. Al final masculló: “eso sólo lo sabe ella. Nosotros estamos del lado de acá de las cosas”. Hizo un gesto con las manos que no comprendí. Bailé, no por el placer del bailar, sino para buscar esa distancia que da el baile cuando hay poco que hablar. Quise organizar mis ideas.
Las últimas palabras de él dejaron en mí un gusto extraño: "si ella deja de soñarnos, nosotros dejaremos de ser". Al alzar la vista volví a ver su sonrisa. Le conté mi sueño, el libro de versos de Heaney y aquella palabra que sonaba en mi sueño como un eco de címbalos que no podré traducir nunca. “Es una letanía insoportable”, le dije, mientras él intentaba explicarme que en el sueño las cosas se repiten incansablemente”; luego habló de una eternidad en el sueño que no entendí. "Esta historia no sucedió, o está por suceder, que es lo mismo", me dijo al ver mi rostro ensombrecido por la duda. Yo cerré los ojos. Recordé esas palabras. Una muchedumbre loca y bebida se abalanzaba sobre mí desde todas las partes. El recuerdo de haber llegado a Madrid fue una argucia más. Quise negarme a ser el soñado, pero me faltaba esa desesperación innata que poseen algunos ante situaciones tan inusuales. Fue entonces cuando una de las puertas del bar se abrió e induje que de allí podía escaparme. Avancé unos pasos, pero la mano de él se aferró a mi mano. “No hagas locuras, nadie escapa de un sueño; si ella te sueña aquí es porque aquí debes estar”. Lo escucho y cierro los ojos. El rostro de ella viene a mi memoria. Al abrirlos estamos los tres bailando. No sé cómo sucedió. Las manos de ella serpenteaban en mi pecho, su lengua hincaba en mi nuca. Apoyé mi mano sobre el torso desnudo de él y lo empujé un poco más allá de mí; al volverme estaba ella mirándome; quise ver que estaba sorprendida. “Por qué lo apartaste así", me preguntó. Su voz sonó metálica. Me encogí de hombros. "Fue sólo un instinto", dije, e intenté asirla por la cintura. Bailamos muy pegados. La música apenas se escuchaba. El aire era más humo que aire: una espesa neblina -acumulada por tantos cigarrillos incendidos- flotaba sobre decenas de cuerpos. Bailamos como si no tocáramos el piso. Le pregunté como se llamaba y no me respondió; "quiero verte de nuevo" pedí, y ella sonrío. Sentí el peso del silencio. De reojo miré cómo nos duplicaba el espejo. Mi mano acariciaba la piel de su espalda como si la presintiera a punto de escaparse.
“No voy a escapar; también estoy presa de un sueño", me respondió. Los dos nos miramos muy fijo hasta que llegó él y se aprendió a mi hombro. Sentí sus dientes mordiendo, juguetones, el lóbulo de mi oreja. Ella nos miraba a los dos; reía sin ningún motivo. Dijo: " Yo soy el reflejo de ella misma en tu mundo; hasta aquí ella no puede llegar, por eso me inventa...” Yo fui a replicar, pero ella siguió: “…y te inventa"; le pedí que se callara y como si no estuviera escuchándome, concluyó: " y también lo inventa a él. Los tres somos materia de sus sueños. Mañana nada de esto será”. Fui a decirle que aquello no era cierto, pero preferí irme.
Fui abriendo paso entre la gente. Adiviné que la puerta del bar se abría y cerraba constantemente. Fui hasta ella. Al empujarla volví a estar en aquel cuarto de la pensión. Todavía quedaba, en sordina, el eco ensordecedor del lugar. Cierro la puerta y miro el libro de Seamus Heaney en mis manos. Pienso que me he quedado dormido leyendo los poemas. Repito Anahorish con desgano, intentando recordar que he intuido un cuento donde alguien fabula sobre el significado de esa palabra. Mañana escribiré ese cuento, me digo, y caigo en el sofá.
A mi derecha hay un cesto lleno de papeles, un espejo en forma de óvalo lleno de nubes grises. Desde la cocina llega el ruido del agua. Apenas puedo escuchar el disco de Clannad.
Pienso: "Esta historia no sucedió, o está por suceder, que es lo mismo".
Me levanto y voy a cerrar la llave.
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...................................Madrid, 2 de Diciembre. 1998
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CARLOS PINTADO: (Cuba, 1974). Poeta y narrador. Recibió el Premio Internacional de Poesía Sant Jordi 2006 en España por su libro Autorretrato en azul. Jefe de redacción de la revista literaria La Zorra y El Cuervo. Ha publicado los libros El diablo en el Cuerpo (2005), Los bosques de Mortefontaine (Bluebird Editions, 2007) Habitación a oscuras (Vitruvio, Madrid, 2007) y el libro de ensayos y cuentos La Seducción del Minotauro (Islas Canarias, 2000). La editorial Bluebird Editions en los Estados Unidos publicó una antología de su poesía bajo el nombre de Los Nombres de la noche (Bluebird Editions, 2008). Su último libro, El azar y los tesoros fue finalista del premio Adonais, 2008 en España y será publicado por Editora del Sur, en Buenos Aires, Argentina. Textos suyos han sido traducidos al inglés, al alemán, al turco y al polaco, y han aparecido en las antologías Ante el espejo (Poesía Iberoamericana, Fundación Inquietud Europea, Madrid, 2008), Adiós (Madrid, 2006) Aldabonazo en Trocadero 162 (Ed. Aduana Vieja, Madrid, 2008) Una voz en el abismo (Perú, 2007) y en revistas de España, Turquía, México, Alemania, Perú, Argentina y Estados Unidos.
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6 comentarios:
Heriberto, si, es inquietante, buscaré a Carlos y despues vuelvo a comentarte.
un abrazo
Gracias, Heriberto, por sacar ese cuento raro. Y gracias a Marga por sus luminosas palabras, por su magia y encanto. Hay personas que son una suerte de bálsamo. La nobleza es el mejor sendero a lo grande, a lo alto.
Los quiero a los dos y admiro.
Gracias Heriberto, puedes imaginar en que desliz poetico has estado.
Eres muy sensible, amigo, y te agradezco que hayas publicado el cuento-sueño de Carlos, es magnifico y violento.
Carlos ya lo sabe.
abrazos
Un gran cuento, Carlos. Te quedó como Pintado. Me recordó mucho otro gran cuento de Julio Cortázar que se llama La noche boca arriba, donde sueño y realidad, realidad y sueño devienen la misma cosa.
Un abrazo
CUARTETAS DE OTOÑO
Me han concedido el fuego del pecado.
Sólo el fuego; el amor jamás ha sido
En mí sino una sombra. Yo he soñado,
en las eternas noches del olvido,
Que alguien me ama y me sueña. No he podido
Corresponder. Soy triste como el hado
Que invierte los destinos del amado.
Soy el amado; no quien ama. He sido
El traidor y el amigo. He complacido
A oscuros dioses el manjar sagrado.
Alguien en la penumbra me ha buscado.
Alguien en la penumbra me ha vencido.
Carlos Pintado
wow
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