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La erótica decadentista hace del goce un umbral, un espacio preliminar por el que se accede al imposible del intercourse. El intercourse es una circunstancia tan ordinaria, y revela con tanta indiscreción la simpleza de su acontecimiento, que esa erótica se niega a ver en él un desenlace, por muy momentáneo que este sea.
En realidad son muy pocos los momentos donde el sexo se hace gestualidad carnal o articulación somática en la literatura decadentista. La razón está en el hecho de que el intercourse es una realidad harto simple —excepto en los relatos de Sade, que demuestran muy bien cuán fonocéntricos son los orgasmos— tras la cual pervive un mundo cuyo resplandor se origina en la presunción del cuerpo, la saturación del deseo y la densidad de una mecánica posible en la cual descansa y se arma la cópula.
Ese descubrimiento —que el sexo es muy limitado en relación con el gran artificio de sus preparativos— hace de la mirada erótica un prefacio al cabo de índole lingüística con una tendencia más o menos natural hacia la reificación, puesto que, en determinadas prosas de este talante, la circumambulatio en pos del sexo es ya el sexo mismo, por no decir que, justo cuando acaece en términos copulativos, todo se desesencializa en una concreción. La materialidad del sexo es allí un acto que se aplaza y que anhela, así, confundirse con sus andanzas prologales, por así denominarlas.
En rigor, leídas desde ese punto de vista, novelas como El barco embrujado, En el país de las mujeres sin senos y Los polichinelas del amor reproducen esas andanzas prologales. La novela de Insúa lo hace con una intensidad simbólica al acogerse al sistema de contingencias eróticas de un mundo intercultural y cerrado físicamente, la de Octavio de la Suarée escudriña el orbe de la noche y testifica la alta permisividad de su impudicia, y la de Cintas expresa la languidez y el hastío de quienes buscan, desesperados, la novedad en los vestíbulos posibles del sexo.
Esa mirada disiente, ya lo he dicho, de su homóloga en el mundo de la realización social inmediata vinculada a la conquista sexual —la mirada de Juan Criollo en la novela homónima—, pero la disensión se hará más fuerte si nos asomamos al anómalo nexo del cuerpo con la naturaleza en tres textos novelescos de Enrique Serpa, Carlos Enríquez y Dulce María Loynaz.
Serpa, un escritor del realismo social en cuya prosa se manifiestan muchas veces los pigmentos de la metáfora modernista, dio a conocer en 1937 una novela canónica en relación con las orientaciones de la narrativa de aquellos años: Contrabando. ¿Por qué canónica? Porque se trata de un relato polifacetado —una obra llena de pulsiones estilísticas diversas y muy estratificada en cuanto a sus voces— donde la emulsión de la experiencia vanguardista se atempera y alcanza su mejor expresión en tanto “rendimiento promedio” de un ejercicio de escritura articulable con dicho realismo. Sin embargo, más allá de esa significativa distinción, Serpa alcanzó a intervenir en una querella erótica que él reconstruye como un sistema universal de confrontaciones. En el espacio común del delito, específicamente en ese margen de ebriedad, violencia, sexo abaratado, música y juego que es el muelle habanero, Serpa despliega la interlocución de dos personajes tipológicos: El Almirante y Cornúa.
Serpa funda una poética de los cuerpos periféricos en su estrecho vínculo con la naturaleza. Es una poética capaz de involucrar al mar, el marino, el puerto, el burdel, la prostituta y el aventurero de conducta equívoca. El mar, como el paisaje rural escriturado, supone una especie de plenitud —la integración de una totalidad en una alegoría de estructura bastante previsible—, pero ella no alude a esa provisión de lirismo que está siempre a mano, sino al tipo de relaciones que ese espacio fomenta cuando se puebla de actitudes humanas extremas.
Los términos que aquí se oponen son, por un lado, la sinuosidad cerrada e hipócrita del hombre citadino —El Almirante—, y, por el otro, la rectitud abierta y sincera —Cornúa— del hombre de mar. La prostituta —humilde pero salaz, indefensa pero sexualmente afanosa— es un condimento para el aventurero. Y podemos calificarlo de equívoco porque entre su cuerpo y el del marino surge un nexo de admiración-odio en cuya base nace y se insinúa, atenuada o apresurada por la prostituta y su influjo lateralizado, la mirada homoerótica. Se trata, en fin, de un cuerpo en suspenso, que se deja vulnerar por una duda inconsciente. Cornúa, marino en los márgenes, seduce sin saberlo a El Almirante, hombre de tierra, bribón astuto, simulador de una masculinidad sin sombras. El Almirante se sabe timorato. Desprecia doblemente a Cornúa: porque reconoce en él un temperamento alejado de cualquier miedo somático (justo el temperamento que El Almirante anhela poseer) y porque Cornúa lleva en su gestualidad la marca de una ejecutoria fálica briosa, robusta y vehemente. Casi podríamos decir que El Almirante envidia el pene de Cornúa.
La pregunta sobre la identidad erótica del yo, y asimismo la confirmación de dicha identidad, se dirige al único cuerpo dócil y subalterno: el de la mujer. Este complejo de sensaciones arma un discurso de la alienación en el que las inferencias resultan numerosas. El espejo del falo devuelve una imagen competitiva y agresora, una imagen que humilla y, al mismo tiempo, exalta. Es el falo del mar —Cornúa— insultando al falo de la urbe artificiosa —El Almirante—, que deviene un miembro casi postizo. La admiración se mezcla con el odio. Pero en última instancia la mezcla es impracticable. El producto neto de la confrontación que Serpa pone en escena se manifiesta en un cuerpo (el de El Almirante) donde los fundamentos de determinada sexualidad se derogan ante el avance de otro cuerpo (el de Cornúa): el cuerpo temido, admirado y odiado.
La naturaleza, observamos en Contrabando, descubre siempre lo natural, y, en tanto proyecto de una intención realista, la poética de su novela no hace más que insistir en el desenvolvimiento de un lenguaje en torno al hallazgo del cuerpo-otro-para-sí, un cuerpo que es inevitablemente circunstancial.
En el trópico la tradición de los mitos solares —pensemos en el Carlos Enríquez de una novela poco conocida: La feria de Guaicanama, terminada de escribir hacia 1940 y publicada por primera vez en 1960— se vincula a otra tradición: la de los mitos acerca de la fecundidad. Entre las pinceladas de sus transparencias, sus cuerpos deslumbrantes y una escritura hipercalórica, salpicada de gestos románticos y llenos de dramatismo y desmesura, Enríquez instaura una poética que hace del campo cubano, del ámbito campesino, un conjunto de indicios y reclamos para la satisfacción ritualística de la sexualidad. Esa poética no es sino una estructura por medio de la cual Enríquez se apropia de la condición tipologizante de algunas fábulas sobre la erotización de la naturaleza. La naturaleza es lecho, pero también es cuerpo e imagen corporal. Así surge una lengua atravesada por modismos y lexicalizaciones y cuyo valor principal consiste en su pansexualismo. Esta idea tiene que ver con una indirecta y perpetua celebración de los encuentros del falo con la vulva más allá de ellos mismos, puesto que el lenguaje encargado de conjurarlos ha sido salpicado, una y otra vez, por referencias sucesivas a la sintomatología del deseo en varios órdenes. El campo se abstiene, en su condición de entidad viva —imaginemos un cuerpo que, de modo natural, tiende al artificio hermafrodita—, de tomar en cuenta las reglas de cierta vapuleada aproximación caballeresca. Por algo el campo y la ciudad son mundos dispares que la narrativa cubana ha deslindado con energía. (Los guajiros de Servando Cabrera Moreno, que mucho le deben a la cinemática de los cuerpos de Enríquez, son un epítome posible del ojo erotizado en la pura visualidad y del cuerpo que estos tanteos describen.)
La poética a que he estado refiriéndome preconiza los furores del cuerpo (eróticos o no) y edifica un universo de violencia cuyo determinismo es más un asunto del lenguaje que una realidad comprobable. La prosa en que ese universo queda fijado es pictóricamente carnal, y, sin embargo, tiene su centro en la metáfora y los tropismos de la imagen. El campo se transforma en un teatro de símbolos erótico-sexuales. Las formas, los colores, las texturas y los sabores del campo elaboran un diagrama de la masculinidad y de la feminidad. El espacio rural es, en principio, ansia de desnudez, desde la historia de Dafnis y Cloe —el cuadro de Arthur Lemon, The Wooing of Daphnis, es una buena lectura visual de ese mito— hasta nuestros días.
La feria de Guaicanama se constituye en una novela de dimensión erótica sobresaltada. Podemos percibir en ella el combate indisimulable de Carlos Enríquez por conformar una equivalencia verosímil entre la energía del coito —o un conjunto de energías que le anteceden— y aquellas palabras que, lejos de explicarlo o reproducirlo, quieren imitar su tensión y su vehemencia. Tal vez aquel teatro de símbolos, y concretamente esa cualidad de la prosa de Enríquez, pudo haber inspirado a José Lezama Lima durante la escritura o rescritura de algunas zonas de Paradiso. No es aventurado decir que algo del anhelo del pintor de El rapto de las mulatas llega, como efluvio, a la prosa de Lezama. La novela de Enríquez es una festividad en forma de rito, una prolongada alegría cognoscitiva (desde el soma y su figuración) que se metamorfosea en ceremonial. Sólo que allí toda la aventura se emprende en lo asimétrico. La ofrenda es solar, pero dionisíaca y fractal.
La tercera variante notable del encuentro del cuerpo con la naturaleza —Jardín (1951), de Dulce María Loynaz— se desarrolla desde una perspectiva enciclopédica y en un orden artístico donde el discurso anula las oposiciones al par que las enfatiza. Este doble efecto tiene que ver con el funcionamiento de una estructura simbólicamente activa en la cual pelean cinco contradictores: el mar, la tierra, una casa, un marino y una mujer. Aludo a una poética del escamoteo y la simulación, a una tesitura discursiva que propone ver el paisaje de otro modo, acaso como cuerpo, y ver el cuerpo como paisaje. A esos intercambios hay que agregar un juego de abstracciones de pretensión universalista, pues si bien la mujer —Bárbara, la protagonista de Jardín— es centro en su reino de feminidad suficiente, guerrea además con lo masculino —el jardín de la narración— formulando una urgencia. De ella se desprenden las más extrañas imágenes de la cópula. Esas imágenes son plurales porque encarnan la mutación y porque jamás abandonan su carácter vulvocéntrico, aun cuando el jardín proteico se extiende hacia Bárbara constantemente mientras esgrime los mil y un falos de sus ramas y raíces.
El problema estético central de esa novela, posiblemente una de las que ensambla mejor con las estirpes culturales conformadoras del imaginario femenino del Occidente cristiano, reside en la alianza de las escuelas que atrae al plano de la acción: la romántica, la simbolista, la modernista y la vanguardista. En lo tocante al asunto del erotismo, Jardín sobresale a causa de los escamoteos que promueve su reconcentrada escritura. La pasión sucesiva y mutante de la protagonista no es más que una aventura esencial, sublimada, donde cabría el conocimiento entero desde la perspectiva de la poesía modernista, un conocimiento que es el particular universo de Dulce María Loynaz. La pureza del dilema amoroso visible en el texto tiene que ver con la autenticidad de una pasión de entrega a la naturaleza y al mundo, un ofrecerse que es el sometimiento placentero de Bárbara a las fuerzas que van a doblegarla antes de que ella acceda al secreto de vivir.
Con Jardín se intenta, como he dicho, sublimar las imágenes de la cópula a partir del manejo de ciertas construcciones metafóricas de carácter enciclopédico. Pero entendámonos: aludo a una cópula gigantesca que aniquila, más allá de ciertos núcleos minimalistas de la acción —los capítulos dedicados a las cartas y a la vida en la ciudad—, las nociones de intimidad y de alcoba, de lecho civil y de himen roto, de placer y de dolor. Lo único que queda es el mito y su representación ritual. Detrás de un argumento en apariencia frágil, en apariencia falto de carnalidad o de volumen diegético, están esos objetos intangibles llamados arquetipos.
Cuando se piensa en los imaginarios que se desgajan del vínculo cuerpo-naturaleza, que lo fijan en forma de textos, me resulta inevitable recordar un extraordinario episodio de Viernes o los limbos del Pacífico, esa novela de Michel Tournier que constituye, con todo y ser una reformulación del Robinson Crusoe, una obra maestra sobre los dones olvidados del hombre en su ligadura con la vida natural. El episodio cuenta cómo Viernes, erotizado por la abstinencia, clava su miembro en la arena terrosa del cuerpo de la isla, cerca del mar, y eyacula periódicamente dentro de ella hasta que un día, sorprendido por Crusoe, ve éste que allí ha nacido una vegetación diminuta, pálida y quebradiza.
Ya he indicado que las cópulas pertenecientes al imaginario de Jardín ocurren en la mutación. El mar de la novela es una presencia masculina que se opone a la feminidad de la tierra, cuya imagen es un análogo del cuerpo de la mujer. Sin embargo la tierra, concebible tan sólo como agente de una sexualidad simbólica, desempeña papeles de madre con respecto a la mujer, y, además, copula con la mujer. La tierra de donde ésta procede, y de la cual la mujer es una especie de emblema, tiene sus propios falos (he apuntado ya que el jardín está lleno de ellos, con tantas ramas y raíces), del mismo modo que el mar esgrime los suyos, que son más abstractos. Todos los actos que se derivan de esa red de apetencias suceden en un espacio limítrofe entre la vida orgánica, la vida del espíritu, la muerte del cuerpo y las operaciones de un intelecto tanto más vigoroso cuanto menos se deja seducir por los instintos en una breve visita —la que Bárbara hace— al mundo de la civilización, que es el de los seres humanos, la gran ciudad, las máscaras y, desde luego, el marino. Después ocurre el regreso a la casa-útero, la disolución del cuerpo y el gran intercambio final, suerte de epifanía que se estructura cíclicamente, una y otra vez.
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ALBERTO GARRANDÉS: La Habana, 1960. Es narrador, ensayista y editor. Ha publicado las novelas Capricho habanero (1998), Fake (2003) y Días invisibles (2009), así como los libros de relatos Artificios (1993), Salmos paganos (1996) y Cibersade (2001). Como ensayista ha publicado Ezequiel Vieta y el bosque cifrado (1993), La poética del límite (1994), Síntomas (1999), Silencio y destino (1996 y 2002), Los dientes del dragón (1999) y Presunciones (2005). Ha realizado varias antologías del cuento en Cuba, como Poco antes del 2000 (1998), El cuerpo inmortal (1998, segunda edición ampliada en 2005) y Aire de luz. Cuentos cubanos del siglo XX (1999, segunda edición ampliada en 2005). En 1996 ganó el Premio de Cuento La Gaceta de Cuba. Ha obtenido varias veces el Premio Nacional de la Crítica y en 2005 gana el Premio de Novela Plaza Mayor.
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En realidad son muy pocos los momentos donde el sexo se hace gestualidad carnal o articulación somática en la literatura decadentista. La razón está en el hecho de que el intercourse es una realidad harto simple —excepto en los relatos de Sade, que demuestran muy bien cuán fonocéntricos son los orgasmos— tras la cual pervive un mundo cuyo resplandor se origina en la presunción del cuerpo, la saturación del deseo y la densidad de una mecánica posible en la cual descansa y se arma la cópula.
Ese descubrimiento —que el sexo es muy limitado en relación con el gran artificio de sus preparativos— hace de la mirada erótica un prefacio al cabo de índole lingüística con una tendencia más o menos natural hacia la reificación, puesto que, en determinadas prosas de este talante, la circumambulatio en pos del sexo es ya el sexo mismo, por no decir que, justo cuando acaece en términos copulativos, todo se desesencializa en una concreción. La materialidad del sexo es allí un acto que se aplaza y que anhela, así, confundirse con sus andanzas prologales, por así denominarlas.
En rigor, leídas desde ese punto de vista, novelas como El barco embrujado, En el país de las mujeres sin senos y Los polichinelas del amor reproducen esas andanzas prologales. La novela de Insúa lo hace con una intensidad simbólica al acogerse al sistema de contingencias eróticas de un mundo intercultural y cerrado físicamente, la de Octavio de la Suarée escudriña el orbe de la noche y testifica la alta permisividad de su impudicia, y la de Cintas expresa la languidez y el hastío de quienes buscan, desesperados, la novedad en los vestíbulos posibles del sexo.
Esa mirada disiente, ya lo he dicho, de su homóloga en el mundo de la realización social inmediata vinculada a la conquista sexual —la mirada de Juan Criollo en la novela homónima—, pero la disensión se hará más fuerte si nos asomamos al anómalo nexo del cuerpo con la naturaleza en tres textos novelescos de Enrique Serpa, Carlos Enríquez y Dulce María Loynaz.
Serpa, un escritor del realismo social en cuya prosa se manifiestan muchas veces los pigmentos de la metáfora modernista, dio a conocer en 1937 una novela canónica en relación con las orientaciones de la narrativa de aquellos años: Contrabando. ¿Por qué canónica? Porque se trata de un relato polifacetado —una obra llena de pulsiones estilísticas diversas y muy estratificada en cuanto a sus voces— donde la emulsión de la experiencia vanguardista se atempera y alcanza su mejor expresión en tanto “rendimiento promedio” de un ejercicio de escritura articulable con dicho realismo. Sin embargo, más allá de esa significativa distinción, Serpa alcanzó a intervenir en una querella erótica que él reconstruye como un sistema universal de confrontaciones. En el espacio común del delito, específicamente en ese margen de ebriedad, violencia, sexo abaratado, música y juego que es el muelle habanero, Serpa despliega la interlocución de dos personajes tipológicos: El Almirante y Cornúa.
Serpa funda una poética de los cuerpos periféricos en su estrecho vínculo con la naturaleza. Es una poética capaz de involucrar al mar, el marino, el puerto, el burdel, la prostituta y el aventurero de conducta equívoca. El mar, como el paisaje rural escriturado, supone una especie de plenitud —la integración de una totalidad en una alegoría de estructura bastante previsible—, pero ella no alude a esa provisión de lirismo que está siempre a mano, sino al tipo de relaciones que ese espacio fomenta cuando se puebla de actitudes humanas extremas.
Los términos que aquí se oponen son, por un lado, la sinuosidad cerrada e hipócrita del hombre citadino —El Almirante—, y, por el otro, la rectitud abierta y sincera —Cornúa— del hombre de mar. La prostituta —humilde pero salaz, indefensa pero sexualmente afanosa— es un condimento para el aventurero. Y podemos calificarlo de equívoco porque entre su cuerpo y el del marino surge un nexo de admiración-odio en cuya base nace y se insinúa, atenuada o apresurada por la prostituta y su influjo lateralizado, la mirada homoerótica. Se trata, en fin, de un cuerpo en suspenso, que se deja vulnerar por una duda inconsciente. Cornúa, marino en los márgenes, seduce sin saberlo a El Almirante, hombre de tierra, bribón astuto, simulador de una masculinidad sin sombras. El Almirante se sabe timorato. Desprecia doblemente a Cornúa: porque reconoce en él un temperamento alejado de cualquier miedo somático (justo el temperamento que El Almirante anhela poseer) y porque Cornúa lleva en su gestualidad la marca de una ejecutoria fálica briosa, robusta y vehemente. Casi podríamos decir que El Almirante envidia el pene de Cornúa.
La pregunta sobre la identidad erótica del yo, y asimismo la confirmación de dicha identidad, se dirige al único cuerpo dócil y subalterno: el de la mujer. Este complejo de sensaciones arma un discurso de la alienación en el que las inferencias resultan numerosas. El espejo del falo devuelve una imagen competitiva y agresora, una imagen que humilla y, al mismo tiempo, exalta. Es el falo del mar —Cornúa— insultando al falo de la urbe artificiosa —El Almirante—, que deviene un miembro casi postizo. La admiración se mezcla con el odio. Pero en última instancia la mezcla es impracticable. El producto neto de la confrontación que Serpa pone en escena se manifiesta en un cuerpo (el de El Almirante) donde los fundamentos de determinada sexualidad se derogan ante el avance de otro cuerpo (el de Cornúa): el cuerpo temido, admirado y odiado.
La naturaleza, observamos en Contrabando, descubre siempre lo natural, y, en tanto proyecto de una intención realista, la poética de su novela no hace más que insistir en el desenvolvimiento de un lenguaje en torno al hallazgo del cuerpo-otro-para-sí, un cuerpo que es inevitablemente circunstancial.
En el trópico la tradición de los mitos solares —pensemos en el Carlos Enríquez de una novela poco conocida: La feria de Guaicanama, terminada de escribir hacia 1940 y publicada por primera vez en 1960— se vincula a otra tradición: la de los mitos acerca de la fecundidad. Entre las pinceladas de sus transparencias, sus cuerpos deslumbrantes y una escritura hipercalórica, salpicada de gestos románticos y llenos de dramatismo y desmesura, Enríquez instaura una poética que hace del campo cubano, del ámbito campesino, un conjunto de indicios y reclamos para la satisfacción ritualística de la sexualidad. Esa poética no es sino una estructura por medio de la cual Enríquez se apropia de la condición tipologizante de algunas fábulas sobre la erotización de la naturaleza. La naturaleza es lecho, pero también es cuerpo e imagen corporal. Así surge una lengua atravesada por modismos y lexicalizaciones y cuyo valor principal consiste en su pansexualismo. Esta idea tiene que ver con una indirecta y perpetua celebración de los encuentros del falo con la vulva más allá de ellos mismos, puesto que el lenguaje encargado de conjurarlos ha sido salpicado, una y otra vez, por referencias sucesivas a la sintomatología del deseo en varios órdenes. El campo se abstiene, en su condición de entidad viva —imaginemos un cuerpo que, de modo natural, tiende al artificio hermafrodita—, de tomar en cuenta las reglas de cierta vapuleada aproximación caballeresca. Por algo el campo y la ciudad son mundos dispares que la narrativa cubana ha deslindado con energía. (Los guajiros de Servando Cabrera Moreno, que mucho le deben a la cinemática de los cuerpos de Enríquez, son un epítome posible del ojo erotizado en la pura visualidad y del cuerpo que estos tanteos describen.)
La poética a que he estado refiriéndome preconiza los furores del cuerpo (eróticos o no) y edifica un universo de violencia cuyo determinismo es más un asunto del lenguaje que una realidad comprobable. La prosa en que ese universo queda fijado es pictóricamente carnal, y, sin embargo, tiene su centro en la metáfora y los tropismos de la imagen. El campo se transforma en un teatro de símbolos erótico-sexuales. Las formas, los colores, las texturas y los sabores del campo elaboran un diagrama de la masculinidad y de la feminidad. El espacio rural es, en principio, ansia de desnudez, desde la historia de Dafnis y Cloe —el cuadro de Arthur Lemon, The Wooing of Daphnis, es una buena lectura visual de ese mito— hasta nuestros días.
La feria de Guaicanama se constituye en una novela de dimensión erótica sobresaltada. Podemos percibir en ella el combate indisimulable de Carlos Enríquez por conformar una equivalencia verosímil entre la energía del coito —o un conjunto de energías que le anteceden— y aquellas palabras que, lejos de explicarlo o reproducirlo, quieren imitar su tensión y su vehemencia. Tal vez aquel teatro de símbolos, y concretamente esa cualidad de la prosa de Enríquez, pudo haber inspirado a José Lezama Lima durante la escritura o rescritura de algunas zonas de Paradiso. No es aventurado decir que algo del anhelo del pintor de El rapto de las mulatas llega, como efluvio, a la prosa de Lezama. La novela de Enríquez es una festividad en forma de rito, una prolongada alegría cognoscitiva (desde el soma y su figuración) que se metamorfosea en ceremonial. Sólo que allí toda la aventura se emprende en lo asimétrico. La ofrenda es solar, pero dionisíaca y fractal.
La tercera variante notable del encuentro del cuerpo con la naturaleza —Jardín (1951), de Dulce María Loynaz— se desarrolla desde una perspectiva enciclopédica y en un orden artístico donde el discurso anula las oposiciones al par que las enfatiza. Este doble efecto tiene que ver con el funcionamiento de una estructura simbólicamente activa en la cual pelean cinco contradictores: el mar, la tierra, una casa, un marino y una mujer. Aludo a una poética del escamoteo y la simulación, a una tesitura discursiva que propone ver el paisaje de otro modo, acaso como cuerpo, y ver el cuerpo como paisaje. A esos intercambios hay que agregar un juego de abstracciones de pretensión universalista, pues si bien la mujer —Bárbara, la protagonista de Jardín— es centro en su reino de feminidad suficiente, guerrea además con lo masculino —el jardín de la narración— formulando una urgencia. De ella se desprenden las más extrañas imágenes de la cópula. Esas imágenes son plurales porque encarnan la mutación y porque jamás abandonan su carácter vulvocéntrico, aun cuando el jardín proteico se extiende hacia Bárbara constantemente mientras esgrime los mil y un falos de sus ramas y raíces.
El problema estético central de esa novela, posiblemente una de las que ensambla mejor con las estirpes culturales conformadoras del imaginario femenino del Occidente cristiano, reside en la alianza de las escuelas que atrae al plano de la acción: la romántica, la simbolista, la modernista y la vanguardista. En lo tocante al asunto del erotismo, Jardín sobresale a causa de los escamoteos que promueve su reconcentrada escritura. La pasión sucesiva y mutante de la protagonista no es más que una aventura esencial, sublimada, donde cabría el conocimiento entero desde la perspectiva de la poesía modernista, un conocimiento que es el particular universo de Dulce María Loynaz. La pureza del dilema amoroso visible en el texto tiene que ver con la autenticidad de una pasión de entrega a la naturaleza y al mundo, un ofrecerse que es el sometimiento placentero de Bárbara a las fuerzas que van a doblegarla antes de que ella acceda al secreto de vivir.
Con Jardín se intenta, como he dicho, sublimar las imágenes de la cópula a partir del manejo de ciertas construcciones metafóricas de carácter enciclopédico. Pero entendámonos: aludo a una cópula gigantesca que aniquila, más allá de ciertos núcleos minimalistas de la acción —los capítulos dedicados a las cartas y a la vida en la ciudad—, las nociones de intimidad y de alcoba, de lecho civil y de himen roto, de placer y de dolor. Lo único que queda es el mito y su representación ritual. Detrás de un argumento en apariencia frágil, en apariencia falto de carnalidad o de volumen diegético, están esos objetos intangibles llamados arquetipos.
Cuando se piensa en los imaginarios que se desgajan del vínculo cuerpo-naturaleza, que lo fijan en forma de textos, me resulta inevitable recordar un extraordinario episodio de Viernes o los limbos del Pacífico, esa novela de Michel Tournier que constituye, con todo y ser una reformulación del Robinson Crusoe, una obra maestra sobre los dones olvidados del hombre en su ligadura con la vida natural. El episodio cuenta cómo Viernes, erotizado por la abstinencia, clava su miembro en la arena terrosa del cuerpo de la isla, cerca del mar, y eyacula periódicamente dentro de ella hasta que un día, sorprendido por Crusoe, ve éste que allí ha nacido una vegetación diminuta, pálida y quebradiza.
Ya he indicado que las cópulas pertenecientes al imaginario de Jardín ocurren en la mutación. El mar de la novela es una presencia masculina que se opone a la feminidad de la tierra, cuya imagen es un análogo del cuerpo de la mujer. Sin embargo la tierra, concebible tan sólo como agente de una sexualidad simbólica, desempeña papeles de madre con respecto a la mujer, y, además, copula con la mujer. La tierra de donde ésta procede, y de la cual la mujer es una especie de emblema, tiene sus propios falos (he apuntado ya que el jardín está lleno de ellos, con tantas ramas y raíces), del mismo modo que el mar esgrime los suyos, que son más abstractos. Todos los actos que se derivan de esa red de apetencias suceden en un espacio limítrofe entre la vida orgánica, la vida del espíritu, la muerte del cuerpo y las operaciones de un intelecto tanto más vigoroso cuanto menos se deja seducir por los instintos en una breve visita —la que Bárbara hace— al mundo de la civilización, que es el de los seres humanos, la gran ciudad, las máscaras y, desde luego, el marino. Después ocurre el regreso a la casa-útero, la disolución del cuerpo y el gran intercambio final, suerte de epifanía que se estructura cíclicamente, una y otra vez.
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ALBERTO GARRANDÉS: La Habana, 1960. Es narrador, ensayista y editor. Ha publicado las novelas Capricho habanero (1998), Fake (2003) y Días invisibles (2009), así como los libros de relatos Artificios (1993), Salmos paganos (1996) y Cibersade (2001). Como ensayista ha publicado Ezequiel Vieta y el bosque cifrado (1993), La poética del límite (1994), Síntomas (1999), Silencio y destino (1996 y 2002), Los dientes del dragón (1999) y Presunciones (2005). Ha realizado varias antologías del cuento en Cuba, como Poco antes del 2000 (1998), El cuerpo inmortal (1998, segunda edición ampliada en 2005) y Aire de luz. Cuentos cubanos del siglo XX (1999, segunda edición ampliada en 2005). En 1996 ganó el Premio de Cuento La Gaceta de Cuba. Ha obtenido varias veces el Premio Nacional de la Crítica y en 2005 gana el Premio de Novela Plaza Mayor.
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